François

A François lo recuerdo sentado en el sillón rojo junto al fuego. Lo recuerdo con una sonrisa apenas sugerida, de tranquilidad alcanzada y merecida. Lo recuerdo dueño de un encanto, de un aire despreocupado y de un rostro que bien lo podrían haber hecho galán del viejo cine francés si no hubiera elegido en cambio el mar y la industria. Lo recuerdo leyendo, creo, y escuchando música clásica. ¿Y lo recuerdo tocando el piano?

No estoy seguro y me reprocho estas dudas, los contornos que se han llevado los años como las olas se llevan las orillas de una huella. Es mi culpa. Porque en realidad hace ya mucho que debí haber escrito esta historia. Son tres años desde aquellos días de diciembre que Fabiola y yo pasamos en Saint-Denis-Le Ferment, acogidos por los Cadennes. Tres años desde que me propuse escribir una breve crónica que sirviera, más que nada, como una fotografía emocional a la que pudiera luego acudir para volver a esos días tan felices. Pero súbitamente todo cambió y la fotografía, aún no revelada, adquirió otra tonalidad.

De algo no me cabe duda: recuerdo a François sobre todo a través de Diane.

A Diane la conocí en León en 2015. Ella enseñaba francés en la preparatoria donde yo enseñaba español y literatura.  Nuestra amistad tuvo cuatro bases: La primera – fundamental entre el profesorado – eran las quejas, la catarsis, la frustración (aunque yo me quejaba mucho más, ella en cambio parecía siempre una palabra amable hasta para los alumnos más abyectos). La segunda, ambos teníamos los carros más viejos y destartalados en la escuela, lo cual nos condujo a una competencia amistosa que yo terminé ganando inapelablemente cuando perdí el único espejo retrovisor que me quedaba. La tercera razón era que ambos extrañábamos a personas que estaban muy lejos; Diane a su familia en Francia y yo a Fabiola, en Estonia. La cuarta, última y más importante: Diane tiene un corazón enorme; enorme y luminoso a un grado tal que alcanzaba a arrojar luz sobre los  escondrijos de mi ruinoso corazón.

Fue ese corazón enorme el que llevó a Diane a insistirme, una vez que le conté que iría a visitar a Fabiola en diciembre, que nos hospedáramos unos días en su casa al norte de Francia, aprovechando que ella pasaría ahí las fiestas. Si algo lamentamos Fabiola y yo de ese viaje hasta la fecha, es haber destinado solamente tres días a Saint-Denis-Le-Ferment.

Nos encontramos con Diane en la Gare du Nord la mañana del 20 de diciembre y después de un café y unos panecitos dulces de la proverbial pâtisserie française, tomamos un tren interurbano rumbo a Gisors. Fabiola cayó dormida inmediatamente, víctima de una gripa que llevaba casi una semana asediándola, y mientras tanto Diane se disculpó conmigo por adelantado por el estado de su casa, que ella juzgaba inadecuado para recibir visitas, y se excusó aduciendo un malestar en las manos de su papá y el agitado horario laboral de su mamá. La tranquilicé asegurándole que, a pesar de nuestra apariencia aristocrática y exquisita, Fabiola y yo éramos de gustos simples. Contendí también que, en materia de casas desordenadas como en aquella de carros desvencijados, yo era un consumado campeón, contando siempre con cuando menos siete estratos de papeles en cada superficie de mi hogar.

En la estación de Gisors nos esperaba Joëlle, la madre de Diane, una señora de cabello blanquísimo, ojos de un azul intenso y una sonrisa perenne, quien nos abrazó a Fabiola y a mí como si fuésemos amigos íntimos y hubiesen pasado inclementes décadas de distancia entre nosotros.

Atravesamos un fragmento del valle de L’Eure: campos y más campos de cultivo bordeados de setos y escarchados de breves boscajes de manzanos, abedules y avellanos; y llegamos a Saint-Denis-Le-Ferment, un pueblito de menos de quinientas personas, pero de más de mil cien años de antigüedad; hogar de un pequeño castillo, un viejo molino de agua y del linaje Cadennes.

La casa de Diane, como su abolengo en Saint-Denis, tiene centurias. Espero no estarme equivocando, pero creo que Joëlle nos contó que la casona de muros blancos y fuertes travesaños de madera negra databa del siglo XVI. Al entrar descubrimos que Diane no mentía: en efecto la casa estaba desordenada; pero aunque no mentía, sí erraba al disculparse, pues ese desorden no debía ser motivo de vergüenza sino de orgullo. No era un desorden fruto del descuido; era más bien una extensión del temperamento particularísimo de su familia; una generosidad desbocada, un sentido infatigable de la lealtad y una curiosidad voraz.

Diane nos dio un recorrido. Del techo al piso y extendiéndose por todos los muros había pinturas, fotos, carteles y mapas; uno de estos últimos tenía garabateadas corrientes marinas y marcas en diversos puertos del mundo donde François había estado en sus días de navegante. En cada repisa (y las había en cantidad), había docenas de libros encaramados. Me acuerdo sobre todo de un ingente tomo sobre jeroglíficos del antiguo Egipto que mantuvo a Fabiola entretenidísima. Artesanías de todas las procedencias, manualidades seguramente hechas por Diane y sus hermanos cuando eran niños, innumerables talismanes del recuerdo que peleaban por un sitio. Sobre un armario en la habitación de Diane, al menos cinco trofeos de campeonatos de natación y de recitales de piano. Sobre el piano de pared donde Joëlle daba clases a diario, docenas de partituras, las Gymnopédies de Satie todavía abiertas de la lección más reciente. En la cocina, un refrigerador pegado a un mosaico de imanes y en el muro a un costado, un tapiz de postales, la mayoría enviadas por amigos agradecidos con la familia Cadennes por su hospitalidad legendaria.

Y en la sala, en un gran sillón rojo, junto al fuego, estaba François. Y una Diane que se acercaba a abrazarlo y le decía: “Bonsoir, papa” con un cariño que todavía hoy, de recordarlo, me enternece.

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Esos días fueron idílicos. Visitamos Gisors, que cuenta con un castillo de tamaño respetable, y ahí bebimos un reconfortante chocolate caliente a la vienesa. Fuimos una tarde a Rouen, ciudad famosa por ser sede del juicio y martirio de Juana de Arco (de paso, descubrimos que ser el sitio donde quemaron a una mujer en la hoguera dificulta tremendamente la creación de souvenirs temáticos); pero que además merece ser conocida por el simple hecho ser bellísima. Ahí paseamos con una placidez suprema y en su gran mercado de navidad tomamos un vino caliente mientras Diane, Fabiola y yo hablábamos de la incertidumbre que nos esperaba a todos por haber elegido una existencia transatlántica. Por último fuimos a Pourville-sur-Mer, un pueblo a la orilla del canal de la Mancha, no muy lejos de donde se dio el famoso desembarco de Normandía. Una playa hecha de guijarros blancos pulidos por las olas y de riscos blanquísimos que en otro tiempo sedujeron a Monet, y que se están desmoronando a una velocidad trepidante, comiéndose el valle que hay encima.

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Nuestras diligentes guías fueron Joëlle y Diane. Para Fabiola, además, fueron atentas enfermeras, consiguiéndole pañuelos, preparándole tés y atendiéndola con una delicadeza tal, que otros habrían pensado que Fabiola tenía tuberculosis y no un catarro, y que estas mujeres eran su madre y hermana respectivamente y no recién conocidas. No por nada todos los alumnos de inglés, francés y piano de la incansable Joëlle la llamaban mamá o abuela. No por nada, Diane se hace querer por todos.

Y esperándonos en la casa, siempre François, quien se dedicaba a disfrutar su bien merecido retiro. Preparaba la cena: una noche un raclette – del que Fabiola tidavía habla con añoranza – y otra su afamado veau, sauce á l’échalote. Recuerdo a François descorchando el vino y sirviéndonos en generosas copas. Lo recuerdo también cediendo su corona de cartón a Fabiola tras partir la gallette des rois. Y lo recuerdo contándonos historias de su juventud en el mar; contándonos, por ejemplo, de la ocasión en que su barco atracó en Cuba, cuando él tenía apenas dieciocho años, y en un bar lo retaron a tomar una cantidad monstruosa de ron y él, como buen marinero, no arredró; y creo que había también en esta historia una mesera cuyos ojos negros el mozo François deseaba encandilar; pero el ron ganó, claro, y en algún punto François apoyó la frente en la mesa de aquel bar caribeño y no la levantó hasta el día siguiente. Cuando pienso en él narrándonos estas memorias, lo recuerdo siempre con un gorro de capitán. Pero no sé si esto último fue así o si lo he agregado.

Una historia de altamar sobre todo se ha quedado en mi memoria y a menudo pienso en ella. En alguno de sus viajes, François arrojó tres botellas al mar conteniendo breves cartas con la información necesaria para contactarlo. Un par de años después, recibió una respuesta. Un sacerdote de Costa de Marfil había encontrado una de sus botellas.

Nos despedimos la mañana del 23 de diciembre con tristeza. Los momentos de genuina paz y felicidad son tan escasos y en Saint-Denis-Le-Ferment fuimos felices, gracias a Diane, Joëlle y François.

Pasamos Navidad en Barcelona y año nuevo en Madrid. Luego nos dirigimos a Stuttgart a pasar unos días con una vieja amiga de mi familia. Fue ahí, en Stuttgart, donde me llegó el mensaje de Diane. En él me decía que su papá había fallecido y que estaba contenta de que lo hubiéramos conocido.

Cada diciembre y enero vuelvo a pensar en François. En François junto al fuego en su sillón rojo. En sus pocas palabras y su bondad que irradiaba. Y a partir de esa imagen todo crece a su alrededor: la sala y los libros, el piano, los imanes y postales, las pinturas y mapas, el jardín y el camino, el pequeño castillo y el molino de agua, Saint-Denis-Le-Ferment y Rouen y Gisors y Pourville-sur-Mer. Y Diane diciendo: “Bonsoir, papa”. Y Joëlle sonriendo porque sólo él sabía contar historias así. Y el mar cargado de mensajes.

Los mensajes en botellas son un género literario propio, a medio camino entre el género epistolar y el diario. Esperan un lector, pero no lo llaman. Mientras no sean mensajes desesperados pidiendo rescate, los mensajes en botella son un caso de comunicación sin paralelos porque el interlocutor es una pura posibilidad y el autor lo sabe de antemano. Revelan una cierta apertura, una predisposición a la incertidumbre, un afán de libertad.

Y yo sigo pensando en esas otras dos botellas. Las que no fueron halladas. Las que tal vez siguen a la deriva, siendo arrastradas por una u otra corriente marina, hasta que quizás un día, dentro de décadas o siglos alguien la rescate. O quizá ya fueron halladas, pero la persona no ha querido responder o no ha podido por no entender el idioma, o porque la humedad y la sal han borrado la tinta. O las botellas se han hundido; el agua se filtró y las haló al fondo del mar donde peces nadan en torno a ellas con tremulidad de peces, o cangrejos las inspeccionan con ansias de una nueva casa, o un inteligente pulpo logra abrirlas, pero es incapaz de leer. Sea como sea ya no importa demasiado. Esas cartas ya no hallarán a François. Como tampoco lo hará este texto.

Pero hallará a Diane, espero. Y es a ella a quien nunca supe decirle: somos nosotros los afortunados por haberlo conocido.

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El grito y la risa: Donde se narra cómo nuestro héroe encontró a un nuevo mejor amigo

Un mexicano, tres estadounidenses y dos canadienses entran a un restaurante mexicano en Detroit. Parece la introducción a un chiste, ¿no? Pero hagamos un experimento. Digamos que este restaurante está en las afueras de una ciudad parcialmente abandonada, donde vecindarios enteros se han convertido en fantasmas y la vegetación devora lentamente el asfalto. Digamos que los protagonistas cenan, la pasan bien, toman y ríen; y que, al salir del restaurante y mientras el sol se oculta, caminan por calles silenciosas (demasiado silenciosas) y no parece haber nadie en cuadras. ¿Podría ser una película de terror?

Donde nuestro héroe se pierde en un debraye sobre el grito y la risa

El grito y la risa son hermanos. El grito es a la risa como Tezcatlipoca a Quetzalcóatl: El gemelo maligno, el reflejo oscuro. Y tal vez por ello no es coincidencia que los payasos suelan ser el vértice donde se unen.

Tanto la risa como el grito son respuestas involuntarias. El llanto, por ejemplo, puede aguardar. En cambio, una carcajada es espontánea, como un estornudo. Igual sucede con el grito. Si algo nos sorprende desprevenidos y nos causa pavor, no podemos fingir tranquilidad y gritar hasta que estemos en casa. En este sentido, ambos nos vuelven vulnerables. Si estamos enojados con alguien, pero nos hace reír, flaqueamos. Si estamos tratando de impresionar a alguien, pero de pronto vuela una cucaracha, perdemos la compostura.

Ambos dependen también del buen manejo del tiempo: la demora, bien manejada, da mayores resultados, pues hay que hacer que la audiencia baje la guardia, y esto nos lleva a otro elemento en común, quizás el más importante: la sorpresa. El humor y el miedo se parecen en que, necesariamente, son un desajuste. Una situación es graciosa, o da miedo, porque no encaja en nuestras expectativas. Pero el humor y el miedo no son aún la carcajada y el grito. Estamos ya en un estado alterado: sabemos que las reglas no están funcionando, pero aún no somos sorprendidos. En Monty Python y el Santo Grial, cuando los caballeros se encuentran con “la bestia asesina” y ésta resulta ser un conejito blanco, estamos ya en el reino del humor. Sin embargo, la carcajada llega sólo cuando el conejo arranca súbitamente la cabeza de uno de los templarios. En El Resplandor, cuando Danny pasea por el hotel en su triciclo, el miedo está presente gracias a la música y a los antecedentes del hotel, pero el grito no surge hasta que, en una vuelta, nos encontramos con las pequeñas gemelas.

Por último, el miedo y la risa, crean alianzas. Cuando alguien ríe de lo mismo que nosotros, ubicamos a un compañero. Cuando un miedo común amenaza, nos replegamos en grupos. Es este último punto el que realmente importa para nuestro capítulo de hoy, lector.

El panel del terror

El día en que llegamos a Detroit, Kristin me contó que el viernes comeríamos con un amigo suyo, Bill, otro académico que se presentaría en un panel. Me dijo que cada año se reunían él, ella y Aubrey, una joven ex alumna de Kristin.

La semana transcurrió y, el jueves por la noche, mientras trataba de decidir a cuál panel quería asistir el viernes por la mañana, me encontré uno en el programa que era sobre literatura y cine de horror y sus relaciones con la ecología. Le dije a Kristin que quería asistir. Me dijo que uno de los panelistas era Bill.

Llegamos a un salón enorme, escalonado, y tuvimos que sentarnos hasta atrás porque estaba lleno. Yo me sentía algo mal, pues llevaba días en las garras de una tos flemática debida al omnipresente aire acondicionado (lector, si un día viajas a Estados Unidos, cuídate del aire acondicionado, pues está en todas partes. En unos años, probablemente, hasta los árboles y arbustos tendrán aire acondicionado). Mi precario estado de salud y la distancia que nos separaba de los ponentes me dificultó concentrarme. Así que escuchaba cachos y luego los hilaba en mi cabeza, perdiéndome en los senderos de mi cerebro. Por ejemplo, el primero dijo en algún punto que él creía que, al ver películas de zombis, debíamos identificarnos con los zombis y no con los héroes. Esto me pareció interesante, aunque no escuché su explicación de por qué. El siguiente (Bill), habló de un cuento donde los árboles de una isla parecían estar acorralando a los protagonistas. Luego, un panelista alto habló de Lovecraft y de un cuento donde hay hombres-peces. Y finalmente otro panelista, muy parecido a Foucault, habló de muchas cosas que no entendí, pero recuerdo la descripción de un video donde el interior de una casa abandonada y llena de polvo que es sometida al poder de ondas sonoras potentes y grabada en cámara hiper lenta. El video grababa el polvo rebotando una y otra vez. De pronto, el cadáver de una mosca entraba a cuadro y se desintegraba con una lentitud terrible. La descripción por sí misma, me pareció aterradora.

Pero, en resumen, no entendí nada. Estaba tosiendo demasiado. Lo único que sabía es que esos tipos eran unos frikis del terror y que los quería conocer.

México y el horror: Donde nuestro héroe encontró a su alma gemela y resultó ser un hombre barbado de 50 años

Por la tarde, una vez que acabaron los paneles y conferencias del día, nos encontramos con Aubrey y Bill en un bar llamado Jolly Pumpkin. Un sitio maravilloso. Una especie de antigua nave industrial adaptada como bar, en cuyo enorme muro trasero se disponían en hilera decenas de drafts de distintas cervezas. Nos sentamos en la terraza y, Aubrey, Bill y Kristin se pusieron al corriente. Yo los escuché, pasmado, mientras hablaban con soltura de libros que estaban escribiendo o a punto de publicar y paseaban por la historia de la literatura norteamericana como el famoso Pedro pasea por su casa.

Aubrey tuvo que irse temprano (pues encima de estar estudiando un postdoctorado en parte creado por ella, también era organizadora del evento de ASLE), pero Bill nos invitó a acompañarlo a un restaurante donde vería a sus amigos, no sin antes advertirme: Es un restaurante mexicano. No sé si quieras ir a comer falsa comida mexicana. Le dije que ya había comido en Taco Bell, así que no podía caer más bajo.

Partimos en un Uber hacia el barrio mexicano. Y debo decir que en cuanto entramos, me sentí en alguna colonia de México. Había gaffitis de la virgencita de Guadalupe y Juan Dieguito, fondas, y casas de colores chillones.

Entramos al restaurante Los galanes y nos reunimos con los amigos de Bill, que eran nada menos que los otros panelistas de la mañana. Y así llegamos al inicio de nuestra historia: un mexicano (yo), tres estadounidenses: Kristin, Bill (el que habló de los árboles malignos) y Pat (el que habló de Lovecraft), y dos canadienses: Andy (el de los zombis) y Marcel (el del horrido video de la mosca).

De inmediato me pidieron que evaluara la autenticidad del lugar. Escanee rápidamente mobiliario, adornos y menú. Es auténtico, determiné en unos segundos. Mi principal evidencia eran dos cuadros horrorosos de fieltro donde se narraba la historia de Popocatépetl e Iztaccíhuatl con colores ultra gaznápiros. Además, la carta servía cosas reales como mole de olla, pozole, mole con pollo y carne en su jugo y nada de “fajitas”. Luego le resté dos puntos cuando vi que trajeron Coronas (una cerveza que sólo toman los extranjeros) con un limoncito en la boca de la botella (¿necesito comentar esto?).

De pronto, yo me convertí en la autoridad en la mesa. Ellos quizás tenían doctorados y post doctorados en literatura, pero yo sí sabía tomar la cerveza como Dios manda y tenía el conocimiento necesario para evaluar una buena salsa (que sí pique). Y en menos de una hora, me sentí rodeado de amigos.

Ese grupo resultó ser extraordinariamente chistoso. Durante la cena no paramos de reír (la risa y el grito son hermanos), y hacia el final, a escondidas, ordené una ronda de tequila para todos. Cuando nos trajeron los caballitos, yo, como sumo sacerdote en el ritual, los instruí en la manera correcta de combinar el limón, el caballito y la sal; y al beber el licor, descubrí que el alcohol es también una forma de hermanar a la humanidad.

Pat, el más alto, pero también el más ingenuo y más bonachón, parecía ser el blanco de burlas de todos. Él había hecho su tesis de doctorado sobre películas de terror de serie B de los años cincuenta y sesenta. Su introducción había sido sobre un filme llamado El cerebro que se rehusaba a morir. Al recordar esto, todos comenzaron a rememorar cómo, cuando estaban estudiando juntos, Pat los arrastraba a ver películas como Los niños del maíz 3, o La cosa que vivía bajo la escalera, quejándose un poco, pero reconociendo por último que Los niños del maíz 3 era bastante buena. Esta breve plática abrió una puerta: El cine. Una de mis más grandes pasiones.

Al salir del restaurante, Pat y yo comenzamos a platicar sobre el género del terror en el cine. Le dije que sentía que era una pena que el cine de horror en México fuera raquítico y parecía sólo copiar al cine gringo. Y que, considerando el horror que vivimos a diario, donde fosas comunes se destapan cada tres días, podría hacerse algo realmente interesante y con una riqueza sociopolítica asombrosa. Pat me dijo que debía solucionarlo yo y escribir un guion.

Luego hablamos de clásicos como El Exorcista, de El Bebé de Rosemary, de El Resplandor; y de íconos del cine independiente como: Halloween e Evil Dead. También de cómo el cine de terror, incluso cuando es malo, suele surgir de los miedos sociales: No es coincidencia que en los setentas y ochentas los villanos asesinaran a adolescentes jariosos que tenían sexo por doquier: El sida estaba aterrando a una generación.

En algún punto empezamos a discutir sobre buenas películas de terror recientes. Hablamos de The Babadook, It Follows, Get out!… (Imagina, lector, a dos absolutos nerds hablando frenéticamente de lo que les apasiona, mientras el resto del grupo hace lo mejor que puede para ignorarlos). Cuando llegamos a hablar de The Witch, con simétrico entusiasmo, no pude contenerme y le dije: Eres mi nuevo mejor amigo. Pat rio. Bill le dijo: Pat, ¿te das cuenta de que alguien tuvo que venir desde México para interesarse en tus pláticas?

Al final terminamos discutiendo el origen mismo del cine. La escuela soviética y el nacimiento del montaje. Los montajes más icónicos del cine… y por fin me dijo: Tú deberías enseñar cine. Tienes tanto entusiasmo. Te apasiona mucho y sabes mucho. Y lector, oh, querido lector, si pudieras imaginar mi emoción en ese momento. Yo, un muchacho con licenciatura, escuchando a un experto con doctorado en cine, diciéndome que debería enseñar cine… ¿Puedes imaginarlo?

Cuando nos despedimos, le pregunté a Pat si me daría su correo y me dijo: Claro, si somos mejores amigos, tenemos que estar en contacto.

Final evidente

Kristin y yo volvimos a las residencias universitarias. El sol ya se había ocultado. Era tarde y no quedaba nadie. Kristin estaba en el piso cuarto y yo en el sexto. Nos despedimos y yo subí dos pisos más.

De golpe, en el elevador, me di cuenta de que tenía miedo. Aquel día permeado de terror me había alterado. Traté de silbar para distraerme, pero no surgió sonido alguno. La puerta se abrió y no había nada detrás de ellas. Salí. Caminé por el pasillo, doblé, seguí caminando. Imaginé que las luces titilaban, que en la siguiente vuelta me esperaría algo innombrable. Pero no. Llegué a mi cuarto y lo encontré vacío. Mis roomies ya habían partido. Estaba solo. Puse música en mi celular para distraerme mientras me cambiaba y me lavaba los dientes.

Pat me había comentado que en los últimos años Detroit se había convertido en el nuevo escenario para películas de terror en Estados Unidos. It Follows se hizo ahí, Don’t Breath también. Traté de no pensar en eso. Cerré los ojos.

La puerta de mi cuarto crujió. No la había cerrado bien. Había sido el viento. No obstante, me asusté y no supe si reír o gritar.

Espejo de agua: De cuando el cielo en Kansas iluminó a nuestro héroe y lo hizo pensar en su héroe

«A lo largo de las generaciones
los hombres erigieron la noche (…)
y el tiempo la ha cargado de eternidad». J.L. Borges

Dedicado a mi padre

Hubo un tiempo en el que las estrellas eran verdad, pero lo hemos olvidado. Hace mucho que inventamos los bombillos y todo se fue al traste. Inventamos la luz eléctrica para engañar a la noche, para estirar el día, para seguir trabajando, para dormir menos. Parece increíble pensar que hace apenas doscientos años, en los más de cien siglos de civilización humana, si uno salía a ver el cielo nocturno, ya fuera en el campo o la ciudad, las estrellas eran igualmente innumerables. Ahora vemos sólo una minúscula fracción. Hicimos la luz en la tierra, pero apagamos la del cielo.

Cuando era niño vivía en las afueras de la ciudad, mucho antes de los mega outlets y las fábricas. Esto me aisló, pues no había niños en kilómetros a la redonda, y yo me entretenía inventando vidas para mis juguetes. Pero también me dio ventajas. Una de ellas era la noche.

En el jardín de mi casa había un espejo de agua al que llamábamos “la alberquita”, con un optimismo autocensurado por el diminutivo. No debía ser mayor a los tres metros de largo por uno y medio de ancho, y aun en la edad en que apenas empiezan a caerse los dientes de leche, no me llegaba ni a la barriga. Muchas noches, mi papá y yo salíamos, nos quitábamos los zapatos y calcetines, metíamos los pies en la alberquita y mirábamos el cielo.

Siempre he tenido una relación curiosa con él. No la llamaría distante, pero tampoco es cercana. Es una relación que, siguiendo la huella de Hemingway, asoma sólo un octavo de sí misma a la superficie y el resto queda bajo el agua. Hablamos de cine, de libros, de política y nos contamos anécdotas. Nos saludamos y despedimos con un apretón de manos y sólo nos abrazamos en ocasiones especiales: cumpleaños y navidades. Nos escribimos mensajes breves, casi siempre monosilábicos y cuando alguien externo nos ve, sólo sabe que somos padre e hijo por el parecido físico.

Mi papá tenía apenas dos años cuando murió mi abuelo. De él le quedan solamente una chamarra verde de cuero y un estuche para rasurarse con un par navajas oxidadas. El resto son pedacitos de un rompecabezas incompleto. Mi abuelo, a su vez, fue huérfano de ambos padres. Trabajó como minero desde muy joven y, tras casarse con mi abuela, encontró trabajo en una refresquería y ahí, participando con compañeros en un equipo de ciclismo amateur, descubrió que era un prodigio del ciclismo. Llegó a estar seleccionado para participar en las olimpiadas de Tokio 64. Meses antes de ir, le detectaron leucemia. Murió en cuestión de semanas a los 26 años. Hacemos lo que podemos con lo que nos fue dado. Mi papá tomó esa chamarra, ese estuche, las memorias que sobrevivieron al tiempo, las llantas de una bicicleta que no llegó a rodar, y con eso construyó un camino para querernos a mí y a mi hermano. Un sendero indirecto, lleno de vueltas y puntos ciegos, pero un sendero al final.

De entre mis memorias de niñez, ver las estrellas desde el espejo de agua es la que más me visita. Durante años lo hicimos. A veces pasaban meses y conforme fui creciendo lo hicimos cada vez menos. Pero ahora, mientras avanzo hacia ese territorio siempre inhóspito de la adultez, cada vez lo añoro más. No hablábamos mucho y si lo hacíamos, era sólo de las minucias del día. En ocasiones ni siquiera hablábamos. Sentíamos el agua fresca en los pies y veíamos un cielo en el que las estrellas todavía parecían infinitas. Mi papá no trataba de darme consejos, ni instruirme. No me daba frases de sabiduría paternal. O eso creía yo. Como dije, nuestra relación sigue la teoría del iceberg, y entonces yo no sabía sumergirme para ver el mundo que me regalaba sin decir una palabra.

Algo que admiro de mi papá es su estoicismo. La vida puede golpearlo una y otra vez, y como un boxeador veterano y testarudo, se rehúsa a caer. Durante una década o más, correr fue su pasión. Lo hacía por gusto, jamás ganó nada, pero todos los días salía a correr y en todas las carreras participaba. Hace un par de años descubrió que tiene osteoartrosis y tuvo que dejar de hacerlo. Después de esto una vez me dijo: “Dios te golpea donde más te duele”. Me pareció tristísimo. Pero una semana después empezó a andar en bicicleta. Perdió la casa que amaba y ahora ha hecho su casa a su gusto, de nuevo. Mi abuela murió también en el 98 y el 22 de mayo pasado, mi tío Manuel, su hermano menor, murió repentinamente. Cuando Dodger, nuestro perro, murió, él lo miró mucho tiempo en silencio y luego dijo: “Se acaba de morir mi mejor amigo” y era verdad. Pero no se quebró. Nunca se quiebra. Guarda silencio y frunce el ceño. Y sigue. Y yo recuerdo las palabras de Leonard Cohen en su discurso de aceptación del Príncipe de Asturias: “Nunca hay que lamentarse casualmente. Y si uno va a expresar el gran, inevitable fracaso que nos espera a todos, debe hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y la belleza”.

Cuando me siento más desolado, pienso en el espejo de agua, en el cielo nocturno y en mi padre, y entiendo que quizás me decía: “Mira, la vida es difícil, pero existe la noche, y existen las estrellas, y existe el agua fresca en tus pies”. Y eso es suficiente. Eso es más que suficiente.

No he vuelto a ver el cielo de la misma manera. Mis padres se divorciaron hace años y nos mudamos. La casa que fue mía ahora es una gasolinera.

Una tarde en Kansas, regresando a casa de Kristin, el cielo estaba despejado y le dije a Kristin El cielo de noche debe verse maravilloso aquí. Ella me respondió que sí, pero que como era temporada de tormentas, quizás no lo vería. Pero más tarde, mientras me preparaba para dormir, Kristin entró a mi cuarto y me dijo: Deberías venir.

Salimos y ahí estaba, sobre nosotros, la bóveda del cielo, abierta y absoluta. La ciudad más cercana estaba a media hora en coche y no había luces en el horizonte. Ahí, en ese momento, el cielo estaba lleno de estrellas de nuevo. Había áreas donde estrellas lejanísimas y diminutas se apiñaban como un enjambre de luciérnagas. Otras estrellas eran tan grandes que parecían colgar cerca de nosotros como frutas maduras.

Pensé en mi papá. Pensé en el iceberg que hemos construido y en los mensajes que me siguen llegando, lentamente. En esa noche en Kansas, sentí el césped fresco en mis pies como agua, y me pareció ver a mi padre con la mirada en los astros, y sólo entonces entendí lo obvio: la penumbra es necesaria para ver la luz.

Algunas de las estrellas que vemos, se extinguieron hace mucho, pero nos llega su luz, como un recuerdo encendido. El espejo de agua ya no existe, pero su brillo sobrevive.

Esa noche en Kansas fue domingo. Antes de dormir, recordé que era día del padre.

Familia: Donde se relata el encuentro de los Jorges y otros hechos no menos interesantes

Querido lector, ya llevas cuatro días viajando conmigo y quizás piensas que tengo un perfecto dominio del territorio que recorremos. Que te estoy guiando como quien se sabe dueño del mapa, la brújula y el astrolabio; no obstante, debo confesarte que estoy desorientado. Narrar es un viaje en sí mismo y cada día me pongo a pensar en el itinerario. ¿A dónde he de llevarte? ¿Qué debes ver? Recorreremos esta anécdota, pasearemos por esta memoria, descansaremos en este recuerdo. Hoy he tenido en mente muchos puntos de interés, pero he decidido que todo viaje está compuesto también, y tal vez sobre todo, de personas.

Conociendo el terreno: La casa

Las casas suelen ser extensiones de las personas. Mi casa, por ejemplo, es un reguero de libros desperdigados, papeles, cajas y cachivaches varios. Estoy seguro de que una labor arqueológica podría revelar vestigios de civilizaciones de hormigas bajo algunos de los trastos que nos hemos rehusado a recoger desde que nos mudamos. En el caso de Kristin y su familia, el dictum es más apegado a la realidad, pues su casa fue de hecho casi construida por ellos. La compraron en muy mal estado y la arreglaron y rehicieron a su modo, con sus manos.

Al llegar, lo primero que hice, como cumpliendo un designio del instinto, fue dirigirme hacia su biblioteca. Rolf, hermano de Kristin (pero ya deberías saberlo, lector. No has estado haciendo trampa saltándote capítulos, ¿o sí?) dijo que uno sabe quién es lector porque al entrar a una casa inmediatamente ve los libros. Y es cierto. Los lectores solemos ser incluso involuntariamente groseros al respecto. Para tomar agua, ir al baño o saber la clave del wifi, pedimos permiso. Para ver los libros nos saltamos todas las normas de cortesía. Y esto tiene una razón de peso: como perros en el primer olfateo, leemos los títulos y autores en los lomos de los libros para conocer a las personas.

La biblioteca de Kristin es pequeña, pero es evidente que hay cariño en ella. Los estantes (como gran parte de la casa) fueron hechos por David, esposo de Kristin, y los libros están relativamente ordenados por autores y temas, pero con suficientes volúmenes fuera de lugar para saber que es una biblioteca amada, que se visita, y no un adorno (desconfía, lector, de quien tiene una biblioteca impoluta y organizadísima, pues o es un psicópata o no lee).

Al centro de la sala hay una antigua estufa de pesado hierro negro que ha sido adaptada como chimenea. Las paredes están pintadas de un color morado profundo y vivo. En la pared hay una alfombra siria (Es triste pensarlo ahora, me dijo Kristin al contarme de dónde vino esa alfombra). Hay adornos de todos lados, desde México hasta Irán (Debemos ser la única gente en Kansas con algo de Irán, comentó Kristin). Sobre la mesa del comedor dos jarrones con flores. Una salita contigua donde hay un piano de pared, partituras e instrumentos de viento.

El fantástico cuartito que me sirvió de guarida

El diminuto cuarto donde dormí estaba repleto de libros. Al lado de la cama estaba un librero en donde distinguí varios libros en español, entre ellos dos antologías donde se han publicado mis microcuentos. No me sentí en casa. Me sentí mejor.

Retrato de familia

La familia de Kristin es, hay que decirlo, estrafalaria, pero ¿acaso no todos aquellos que admiramos lo son? A los hijos de Kristin les hicieron una entrevista para la revista de la escuela en la que les preguntaban cómo había sido crecer en una casa sin televisión. Supongo que no ha sido tan malo pues ambos, Cedar y Luke, saben de plantas y de animales, dibujan y pintan (Cedar tiene incluso un cómic publicado), tocan instrumentos de viento (Cedar el trombón y Luke el fagot) y juegan en el equipo de fútbol americano de su escuela. En mi segundo día ahí, mientras desayunaba, Kristin me dijo que la mesa en la que estaba comiendo la había hecho Luke para un proyecto escolar. Luke tiene catorce años y no estoy hablando de una mesa chueca o fea que la madre utiliza por una mezcla de amor y lástima, tampoco de una tabla con patas tembeleques, ni de esas mesas hípsters hechas con tarimas viejas de conglomerado que se venden a 10 mil pesos en La Roma. Estoy hablando de una mesa fuerte y con adornos tallados. David, el esposo de Kristin, por su parte, es un científico agrónomo que trabaja en la posibilidad de generar cultivos perennes para consumo humano que puedan salvar a la tierra de la erosión causada por los cultivos anuales, y quien también toca el piano y el trombón, cocina estupendamente y en su tiempo libre hace libreros y otros arreglos domésticos. De Kristin ya he hablado, pero ¿mencioné que en sus años de universidad fue la segunda corredora de largas distancias más rápida del estado de Kansas? Y no terminamos aquí. Rolf, (el hermano de Kristin, lector. ¡Por Dios! Debes ser más atento) es un exitoso autor de libros de viajes con varios títulos publicados, quien el año pasado vivió en Namibia y Sudáfrica, y quien tiene trofeos por su desempeño en el equipo de soccer de su antigua escuela.

Yo sé cocinar huevos revueltos y sincronizadas. Mi proyecto escolar más arriesgado fue una lámpara que el día de la muestra no prendió. Mis habilidades de supervivencia, y dejemos de supervivencia, de vivencia cotidiana, son nulas, a tal grado que uno de mis mejores amigos me dijo un día, afligido, pero seriamente, que no podía incluirme en su equipo para enfrentar un posible apocalipsis zombi, y encima fui un deportista tan malo que, en primero de primaria, el entrenador de mi equipo de fútbol no me metía a los juegos. El entrenador era mi papá.

Pero había un miembro de la familia que me haría recobrar mi autoestima y aceptarme con todos mis defectos.

Cuando Jorge conoció a Jorge

La tarde que fuimos a Coronado Heights, los padres de Kristin vinieron a reunirse con nosotros para la carne asada. Alice, la madre de Kristin, es una mujer pequeña y delgada, de cabello blanco y mirada dulce. Su padre es un hombre alto y también delgado. Con el rostro levemente inexpresivo, pero, de alguna forma, cálido. Kristin me presentó. Su padre, al escuchar que mi nombre era Jorge y revelar que el suyo era George, encontró un punto en común que fundó una rápida amistad. Aquí se sientan los Horhes (me dijo con esa “j” tan suave, casi suspirada que les sale a los angloparlantes). Me senté junto a él y me contó que ahora estaba retirado, pero había sido maestro. Le dije que yo era maestro también. Esta segunda coincidencia, a sus ojos, fue casi como un llamado del destino. Los Jorges nos teníamos que conocer. A partir de aquí hablamos de la experiencia de enseñar. Él fue maestro durante cuarenta y ocho años, la mayor parte de los cuales los pasó en escuelas de zonas marginadas donde problemas de drogadicción, violencia y pobreza eran comunes. Yo llevo dos años dando clases en el Tecnológico de Monterrey, donde una alumna me pidió permiso para salir de clase porque tenía cita con la mejor diseñadora de modas de la ciudad para que le hiciera su vestido de graduación. Y sin embargo, George me trató como su colega y me aseguró que yo era un gran maestro.

A la hora de comer, George decidió impresionarme con su español: Una cerveza, por favor. (Kristin ya me había advertido antes que éstas eran las únicas palabras que su papá sabía en español).

Al despedirnos esa noche, Alice me dijo cuando le extendí la mano: Oh, los americanos también damos abrazos. George y Rolf, en cambio, me dieron la mano y Rolf explicó en broma: Los hombres habitantes de Kansas, luteranos, germánicos no podemos dar abrazos. Un apretón de manos está bien.

Cuando Jorge le reveló a Jorge una verdad profunda de su ser y condición

La tarde del lunes, mi último día en Kansas, pasamos por la casa de los padres de Kristin. Una casa muy grande con un terreno inmenso. Kristin debía imprimir algo y en su casa no hay impresora. Mientras ella se encargaba de eso, Alice y George me invitaron a sentarme en su sala. Platicábamos un poco, de todo y de nada, cuando entró Rolf. Nos saludó y me preguntó a mí si sabíamos qué haríamos más tarde. Yo tartamudeé y finalmente dije que no sabía, que yo sólo seguía a Kristin. Y entonces George, de manera pausada y tranquila, sentenció: Sí, así somos los Jorges. Nunca sabemos qué está pasando.

La frase me dio mucha risa en su momento y se me quedó grabada. Ha seguido resonando en mi cabeza desde ese día. Tanto que, si me hiciera un tatuaje, probablemente sería eso. Si escribiera mis memorias, ése sería el título. Con los días me he dado cuenta de cuánta verdad hay en la afirmación, por lo menos para este Jorge que te escribe ahora, lector.

Así que ahora y antes de que continuemos con nuestro viaje, te pregunto, ¿estás dispuesto, querido lector, a tener como guía a un Jorge que nunca sabe qué está pasando?

Si la respuesta es sí… Sigamos.

Mi amigo Juan

La correspondencia es, por razones evidentes, la más literaria forma de la amistad. Los amigos que se envían cartas tienen un cariño que se alimenta de la palabra escrita.

En ese sentido la literatura puede ser un terreno muy fértil. Hay escritores ante quienes se puede sentir un enorme respeto, incluso una cierta admiración cariñosa, pero siempre acompañada por la triste certeza de que no podría haber una amistad. Pongo por ejemplo a Borges. Ante ese portento que enseñó a la literatura hispana el arte de pulir el lenguaje hasta su último y más significativo reducto ¿qué palabras caben? Un ‘hola’ parecería una afrenta. Existen en cambio autores y autoras que se sientan ante el papel dispuestos a urdir una trama como quien escribe una carta, iniciando una relación amistosa con miles de destinatarios.

Juan Villoro escribió, con motivo del centenario de Cortázar, que aquel enorme cronopio supo abrigarnos a todos en su inmenso y prodigioso abrazo. Es curioso porque el propio Villoro parece abrirnos las puertas de su casa cuando abrimos uno de sus libros.

Hace un par de años recibí su primera misiva: ‘La Casa Pierde’. Desde entonces hemos trabado una amistad profunda y duradera. Él, que tiene muchas cosas relevantes que decir, toma las riendas y se encarga de todo lo que toca al arte de escribir; mientras que yo me contento con fungir como un alegre Momo en esa otra forma de escuchar que es leer.

La literatura nos muestra que la realidad tiene grietas y que en ocasiones por ahí se cuela la fantasía. La noche del 18 de septiembre, motivo de una generosidad que no he merecido, pude ser testigo y parte de uno de esos prodigios. La amistad que funcionaba muy bien prescindiendo del conocimiento mutuo, se materializó al menos unas horas.

Alrededor de las diez y a miles de kilómetros de la Ciudad Luz, tuve mi Medianoche en París. Después de una sabrosísima charla pambolera entre Villoro y Gustavo Matosas, me encontré sentado en una mesa del Rincón Gaucho. Al otro lado, se sentó el entrañable remitente al que tanto he admirado.

El admirador se conforma con un libro firmado. Una fotografía ya es motivo de gran alegría. Compartir churrasco y tertulia es suficiente para rozar el paro cardiaco.

Villoro habla de forma desenfadada y cercana, sin perder en ningún momento la calidad de su prosa. Pedir un tequila o coordinar a los comensales para ordenar se convierte, en su voz, en una labor literaria. La agudeza mental, el chiste perfecto y las brillantes referencias culturales que distinguen su obra poblaron la mesa y justo como en sus libros, uno no se siente al margen de eso, sino todo lo contrario: te hace partícipe. Como los números 10 más excelsos de las canchas, Villoro mejora a quienes lo rodean.

A todo esto conviene recordar una anécdota que Miguel Herráez rescata en su biografía de Julio Cortázar. Una noche, el autor de Rayuela y algunos amigos escritores e intelectuales se reunieron a cenar. En ese círculo selecto se había colado un admirador del máximo ludópata lingüístico, quien se conformaba con estar cerca de aquel mago y de su magia. Cortázar lo notó y de inmediato lo incluyó.

En esta cena sucedió algo parecido. A pesar de contar con varios interlocutores muy interesantes, Villoro supo atender también a las preguntas nerviosas del muchacho sentado al otro lado de la mesa con espontaneidad y simpatía. El gigante duplicó su altura al mostrar interés en el más pequeño de la mesa.

El Referéndum de Escocia, la situación de TV UNAM, los familiares y amigos, la preocupación por desarrollar una identidad nacional en los niños que se crían en la era globalizada fueron algunos de los temas que sazonaron la velada.

Al levantarnos, el magnífico escritor me rodeó con su brazo caminando hacia la entrada y aún me dio oportunidad de platicar con él acerca de esa bellísima oda al mundo de los libros que es ‘El Libro Salvaje’.

Un abrazo fraternal de despedida confirmó lo anhelado: Juan es mi amigo. Quizás él lo olvide en el terreno físico, la realidad en donde el escritor peregrina por el mundo dando conferencias y clases magistrales, visitando a sus otros miles de amigos; pero no lo olvidará en el plano literario, donde cada determinado tiempo vuelve a sentarse para escribirme una carta.

Juan Villoro