La correspondencia es, por razones evidentes, la más literaria forma de la amistad. Los amigos que se envían cartas tienen un cariño que se alimenta de la palabra escrita.
En ese sentido la literatura puede ser un terreno muy fértil. Hay escritores ante quienes se puede sentir un enorme respeto, incluso una cierta admiración cariñosa, pero siempre acompañada por la triste certeza de que no podría haber una amistad. Pongo por ejemplo a Borges. Ante ese portento que enseñó a la literatura hispana el arte de pulir el lenguaje hasta su último y más significativo reducto ¿qué palabras caben? Un ‘hola’ parecería una afrenta. Existen en cambio autores y autoras que se sientan ante el papel dispuestos a urdir una trama como quien escribe una carta, iniciando una relación amistosa con miles de destinatarios.
Juan Villoro escribió, con motivo del centenario de Cortázar, que aquel enorme cronopio supo abrigarnos a todos en su inmenso y prodigioso abrazo. Es curioso porque el propio Villoro parece abrirnos las puertas de su casa cuando abrimos uno de sus libros.
Hace un par de años recibí su primera misiva: ‘La Casa Pierde’. Desde entonces hemos trabado una amistad profunda y duradera. Él, que tiene muchas cosas relevantes que decir, toma las riendas y se encarga de todo lo que toca al arte de escribir; mientras que yo me contento con fungir como un alegre Momo en esa otra forma de escuchar que es leer.
La literatura nos muestra que la realidad tiene grietas y que en ocasiones por ahí se cuela la fantasía. La noche del 18 de septiembre, motivo de una generosidad que no he merecido, pude ser testigo y parte de uno de esos prodigios. La amistad que funcionaba muy bien prescindiendo del conocimiento mutuo, se materializó al menos unas horas.
Alrededor de las diez y a miles de kilómetros de la Ciudad Luz, tuve mi Medianoche en París. Después de una sabrosísima charla pambolera entre Villoro y Gustavo Matosas, me encontré sentado en una mesa del Rincón Gaucho. Al otro lado, se sentó el entrañable remitente al que tanto he admirado.
El admirador se conforma con un libro firmado. Una fotografía ya es motivo de gran alegría. Compartir churrasco y tertulia es suficiente para rozar el paro cardiaco.
Villoro habla de forma desenfadada y cercana, sin perder en ningún momento la calidad de su prosa. Pedir un tequila o coordinar a los comensales para ordenar se convierte, en su voz, en una labor literaria. La agudeza mental, el chiste perfecto y las brillantes referencias culturales que distinguen su obra poblaron la mesa y justo como en sus libros, uno no se siente al margen de eso, sino todo lo contrario: te hace partícipe. Como los números 10 más excelsos de las canchas, Villoro mejora a quienes lo rodean.
A todo esto conviene recordar una anécdota que Miguel Herráez rescata en su biografía de Julio Cortázar. Una noche, el autor de Rayuela y algunos amigos escritores e intelectuales se reunieron a cenar. En ese círculo selecto se había colado un admirador del máximo ludópata lingüístico, quien se conformaba con estar cerca de aquel mago y de su magia. Cortázar lo notó y de inmediato lo incluyó.
En esta cena sucedió algo parecido. A pesar de contar con varios interlocutores muy interesantes, Villoro supo atender también a las preguntas nerviosas del muchacho sentado al otro lado de la mesa con espontaneidad y simpatía. El gigante duplicó su altura al mostrar interés en el más pequeño de la mesa.
El Referéndum de Escocia, la situación de TV UNAM, los familiares y amigos, la preocupación por desarrollar una identidad nacional en los niños que se crían en la era globalizada fueron algunos de los temas que sazonaron la velada.
Al levantarnos, el magnífico escritor me rodeó con su brazo caminando hacia la entrada y aún me dio oportunidad de platicar con él acerca de esa bellísima oda al mundo de los libros que es ‘El Libro Salvaje’.
Un abrazo fraternal de despedida confirmó lo anhelado: Juan es mi amigo. Quizás él lo olvide en el terreno físico, la realidad en donde el escritor peregrina por el mundo dando conferencias y clases magistrales, visitando a sus otros miles de amigos; pero no lo olvidará en el plano literario, donde cada determinado tiempo vuelve a sentarse para escribirme una carta.