Todos le debemos algo al silencio de Ramiro, a su boca eternamente sellada que de vez en cuando sonríe mientras detrás se adivina un movimiento calmado y medio rumiante. Todos le debemos a su mudez estos rumores que nos entretienen todavía ahora, cuando las clases se ponen nefastas y hay que huir como roedores a las conversaciones por lo bajo.
Es importante aclarar que Ramiro no siempre estuvo mudo, antes era sencillamente un muchacho callado, lo que nosotros decimos raro y las maestras “introvertido”. Mientras le fuera permitido, mantenía aletargadas sus cuerdas vocales y sólo las despertaba cuando estaba en juego su calificación. Es decir, nosotros conocimos su voz densa que se arrastraba, que salía con pesadumbre y se caía, que se tambaleaba por el espacio y llegaba a los oídos medio vapuleada. El cambio, la mudanza al silencio se dio sin aviso y sucedió espontáneamente durante una clase de lingüística y fue esa desaparición anormal de su voz lo que nos hizo investigar su vida en busca de un motivo antiguo.
Según las fuentes, que fueron dos tías chismosas que conocieron Toño y Ceci en una ocasión que fueron a casa de Ramiro por un trabajo en equipo, Ramiro tuvo un origen muy humilde, redondo, liviano y colorido. Cuentan que su papá era un globero del centro que todos los días, acompañado por su pequeño hijo, salía a cumplir abnegadamente su labor y deambulaba por la plaza con su gran báculo prendido de infladas alegrías. Ramiro, recordaban sus tías, pasaba las tardes con genuina felicidad. Corría como potro por sus llanuras de adoquín, se subía al quiosco, se remojaba la cara en la fuente de los leones, se paseaba sintiéndose muy dueño por los corredores y cuando el bolsillo lo permitía se compraba unos chicles y alguna revistita de caricaturas y siempre, siempre iba por un helado de chocolate con un bizcocho y se sentaba muy plácido y muy niño a lamer con devoción le helada y blanda dulzura.
Según va la historia, su padre el sacrificado globero había tenido en otro tiempo la ilusión de un destino letrado y en los ratos tranquilos en que se podía sentar, sacaba de su morral algún libro y leía atentamente. Los autores que estudiaba y que soñaba entender eran Ferdinand de Saussure, Claude-Levi Strauss y Noam Chomsky primordialmente. Había un lingüista frustrado dentro de ese viejo inflador de látex y por las noches al dormir a Ramiro, la esperanza vieja se renovaba en su hijo quien podía continuar el camino que él había abandonado sin haberlo empezado a andar.
De esa manera, Ramiro creció y comenzó a dejar la infancia para sólo estudiar, para hacer feliz a su pobre y cansado papá, para vivir la vida que aquél no pudo tener.
Salió de la primaria sin haber abandonado nunca el cuadro de honor, durante la secundaria se dedicó a hacer de su uniforme un mosaico de condecoraciones y el bachillerato lo pasó entre loas y laureles. Entonces llegó a nuestras vidas, a nuestro salón, con su timidez que a todos nos molestaba un poco porque nos olía a condescendencia. Hablaba poco, pero cada vez que abría la boca era para decir un axioma, un argumento irrefutable, una cita brillante, un aforismo luminoso. El tipo se sacaba invariablemente las mejores notas de la clase. Los parciales se sucedían y comenzábamos a perder la motivación porque cada trabajo, cada ensayo, cada examen sorpresa, cada exposición de Ramiro se hacía acreedora de puntos extra, de molestos halagos y de dagas tan hirientes como: “Si tienen dudas pueden acercarse a Ramiro”. Pobrecillo, lo odiábamos. No sabíamos entonces que era un muchacho resignado al triunfo, un hijo sumiso y leal que se partía el coco para llevarle a su padre, cada mes una boleta inmaculada.
Habrá que recalcar que la clase en la que se desenvolvía con especial maestría y dominio era, para orgullo de su progenitor, lingüística. El profesor veía en él el futuro de la ciencia y no se cansaba de mencionarlo. En más de una ocasión tomó asiento y pidió a Ramiro que por le hiciera “el honor” de impartir la clase. Curiosamente, era también en esa materia cuando yo creía ver en la mirada de este ñoñazo detestable su mirada más distanciada, más triste.
Bueno, al grano. El día D fue un martes, eran las once y cinco minutos de la mañana y el profesor de lingüística escribió en el pintarrón con grandes letras rojas: “Pragmática”. Muchos de mis compañeros, al igual que yo, estábamos preparándonos para echarnos una pestañita y los otros se aplicaban en tareas atrasadas. El único atento era, claro está, Ramiro. Sus ojos de anfibio estaban clavados en la palabreja recién escrita. El enseñante nos indicó que dejáramos todo de lado y que al menos en esa ocasión prestáramos atención porque nuestro compañero Ramiro había preparado la lección. Un generalizado murmullo de repudio se hizo escuchar. Ramiro, sin prisas, con su usual parsimonia que nos parecía de intelectualoide mamón se levantó y se paró al frente. Abrió la boca y dijo, con aquella voz suya pesada y torpe la última frase que le habríamos de escuchar: “Al uso práctico de la lengua se le llama pragmá…” ahí quedó atascada la frase y comenzaron a brotar sonidos como chacoteos húmedos de las profundidades de su garganta. El profesor no tardó en preguntarle si estaba bien y nosotros no demoramos en soltar una que otra risilla venenosa y algunos comentarios burlones, pero hasta el más insensible envidioso del alumnado guardó silencio cuando vimos la cabeza achatada de Ramiro adquirir un preocupante color violáceo. Era claro que se estaba ahogando. El maestro saltó sobre el mesabanco para atender al alumno estrella y nosotros inútilmente conmocionados no hicimos nada más que ver el espectáculo que culminó con Ramiro saliendo velocísimo del salón por sus propios medios.
No tuvimos noticia de él sino hasta el viernes de la misma semana. Cuando entró al salón todos quedamos en suspenso. Se veía igual que siempre. La misma cara redonda, los mismos ojos de sapo, la misma lentitud de anciano. No parecían quedar residuos de su inesperado ataque pero acompañándolo venía la coordinadora quien nos pidió atentamente que a partir de ese día fuéramos comprensivos y cooperadores con nuestro querido compañero que había quedado mudo. Mientras se nos daba ese aviso, Ramiro no quitó la vista ni un segundo de la pared de ladrillos frente a él, supongo que sabía lo que venía, una oleada de preguntas, una espontánea empatía, una amabilidad jamás antes mostrada, y en efecto todos de golpe cambiamos nuestra actitud hacia él que ahora era “el pobre Ramiro” y poco a poco para “no asfixiarlo” nos fuimos acercando para ofrecerle nuestra ayuda y sentirnos mejores humanos. Él, como era obvio, no dijo nada y no dio señas de aceptar nuestras proposiciones.
Con el pasar de los días nos mostró que en realidad nada había cambiado. El que ahora no hablara no le impedía superarnos una vez más en todos los aspectos evaluables por la universidad. De nuevo, parcial tras parcial se ganó calificaciones perfectas y con el pasar de los meses aprendimos de nuevo a odiarlo.
Nunca se nos dijo, y decidimos no inquirir demasiado, qué era exactamente lo que le había pasado y mejor para nosotros porque nos dio la oportunidad de generar hipótesis de todas índoles. Algunas secas como que simplemente tuvo alguna clase de parálisis de cuerdas vocales, otras muy drásticas como que en realidad tenía cáncer de garganta y algún día nos avisarían que ya no vendría porque había alcanzado la frase terminal. De entre las explicaciones, la que triunfó y se generalizó fue la más descabellada, la cual contaba que por alguna extrañísima razón la lengua del susodicho se había inflamado hasta alcanzar proporciones incontenibles por la cavidad bucal (de ahí la asfixia que presenciamos) y que sin más, la lengua se había desprendido y se había dado a la fuga.
Por supuesto es absurdo y lo sabemos y además estamos muy conscientes de que es cruel, no obstante no tenemos realmente ánimos de herirlo, sólo es algo que nos sirve recordar cuando llegan los exámenes y lo vemos salir primero que nadie con un examen indudablemente impío.
Yo a veces lo veo como ahora en la clase de lingüística, con la mirada perdida y medio nostálgica, como si quisiera escaparse. Con la boca sellada que a ratitos se curva en una sonrisa apenas notable y detrás se adivina un movimiento calmado y medio rumiante y no puedo evitar preguntarme si será posible, si será cierto, si en algún lugar habrá una lengua solitaria y contenta que cumpliendo un destino negado al resto del cuerpo, lame con devoción una helada y blanda dulzura en alguna banca del centro.
