El Cangrejo

Pobre de ti Joaquín El Pescador, que aquella mañana de abril te encontraste de nuevo con el maldito cangrejo, ese cangrejo que años atrás hechizó tu infancia y arrulló tus noches con el metrónomo de sus tenazas.

Aquella mañana recordaste con tristeza al hombre que te rescató del mar, que te cuidó como suyo y te enseñó a pescar, recordaste a tu abuelo, Agustín El Pescador. Y recordaste aquel día en que llegó el maldito cangrejo y se perpetuó en el arrecife y en sus vidas, y atrapó a tu abuelo y lo llevó a la locura. Finalmente recordaste aquel domingo de Pascua, en que tu abuelo se lanzó al mar, sin bote y sin red, en busca del cangrejo y el misterio de la eternidad escondido en su caparazón y en su lugar encontró la muerte en la marea.

Y te quedaste solo Joaquín El Pescador, solo con el mar, hasta aquella mañana lluviosa de abril, en que regresó el maldito cangrejo que no se moría y se paró en el arrecife de nuevo. Y desde ese día Joaquín El Pescador, estás sentado en el puerto, indiferente al mar y a la arena, al sol y a la luna, al mundo y a la vida; y así será por siempre Joaquín El Pescador que  como tantos otros, ahora sólo podrás pensar en la inmortalidad del cangrejo.

La Heroica: Primera sinfonía verdaderamanete romántica

Imaginemos la escena: Un hombre rigurosamente desaliñado y de semblante brutalmente severo sostiene algunos papeles en sus manos. Está furioso y su ira no es para menos, acaban de darle una noticia que ha derrumbado la figura heroica que sustentaba su composición, dejando a los pentagramas de las hojas tambaleándose. La frustración escoge un lápiz como arma y se descarga sobre el papel. Ludwig van Beethoven tacha violentamente el nombre de su tercera sinfonía, inaugurando con esto el romanticismo en la música. ¿Cuál es el nombre tachado? … «Bonaparte».

Así es, en 1804 estos dos gigantes europeos se unieron en el título de una partitura. El que ambos nombres aparecieran en el encabezado de esas páginas revolucionarias no es fortuito, hay una historia detrás.

Veamos la línea del tiempo: En 1769 nace Napoleón Bonaparte, hijo de patricios venidos a menos. Nace en Córcega justo en el año en que es anexada por Francia. Un año después, en Bonn, Alemania nace, en el seno de una familia de músicos, Ludwig Van Beethoven.

Napoleón estudia en la escuela militar de Paris y descuella en las materias de geografía, historia y matemáticas. Beethoven por su parte es reconocido de inmediato como un prodigio de la música y su padre encuentra en ello gratas posibilidades económicas. Inicia una similitud biográfica entre los personajes. Ambos jóvenes de talento extraordinario, ambos seres toscos y solitarios, y luego, siendo aún estudiantes sus respectivos padres mueren, convirtiéndose ellos en sostenes de sus familias.

Pasan unos años y Napoleón inicia su vida militar con el pie derecho. En la batalla contra Tolón su frialdad en el campo y su capacidad como estratega son esenciales para obtener la victoria y con esto se hace acreedor al puesto de general.  A partir de ahí su límite sería el cielo. Fue un caudillo en la revolución; en la guerra contra Italia jugó un papel decisivo; en su campaña en Egipto, (aunque le costaría un batallón entero) conquistó múltiples tierras para Francia; comandó la defensa del directorio y finalmente en el 18 Brumario comandaría también un golpe de estado que lo dejaría a él como Primer Cónsul. Entretanto Beethoven salió de Bonn y llegó a Viena con las mejores cartas de recomendación y pronto fue acogido en las cortes, ya con la responsabilidad sobre sus hombros de haber sido señalado como el sucesor de Haydn y Mozart.
Como podemos ver, las dos vidas tienen ciertas similitudes, similitudes que harían al historiador Veit Valentin decir: “El genio de Beethoven es el contrapunto del héroe del mundo visible, la réplica a Napoleón desde otro mundo.” (1976:359); no obstante este paralelismo se rompería.

Es 1802, ya son casi tres años del 18 brumario y Napoleón ha logrado expandir sus territorios y en el camino ha unido a Europa. El año anterior mandó redactar su “Code Napoleon” en el que plasma las ideas de la revolución francesa, de una forma concisa y concreta. Entretanto Beethoven se ha convertido en un músico que la audiencia vienesa considera “incómodo”. Él mismo no estaba contento con su producción. Sus primeros conciertos estaban claramente influenciados por Mozart, mientras que sus primeras dos sinfonías tenían mucho de Haydn; y su espíritu y su genio buscaban una creación distinta, algo que rompiera los moldes preestablecidos. Marie-Claire Beltrando-Patier  nos cuenta que Beethoven escribió a su amigo Krumpholz sobre esta preocupación: “Hasta ahora no estoy satisfecho con mis obras; a partir de este momento quiero emprender un nuevo camino.”  (2001:478).

Y así fue, Beethoven comenzó a caminar inaugurando senderos. Este mismo año se daría a la titánica tarea de componer la que sería su tercera sinfonía y aunque tenía las ansias y el talento necesario, algo le faltaba, probablemente una razón que diera fuerza y cohesión a su obra, algo que condensara todos los ideales que quería plasmar. Según cuenta Max Steinitzer en el libro que le dedica a Beethoven, Jean-Baptiste Bernadotte, el embajador francés en turno sería el responsable de dar esta pieza faltante al compositor, al sugerirle como título: “Bonaparte”, un apellido que todo europeo conocía. Un hombre que ya entonces era leyenda. Un héroe que aún en vida ya estaba inmortalizado en mármol blanco.
Es fácil comprender porqué el genio musical dedicó su obra al genio militar, al que algunos llamaban: “El liberador de Europa”. Siendo separados por sólo un año, Beethoven y Napoleón habían compartido exactamente la misma época y a nivel personal, habían tenido destinos parecidos. Ambos formaban parte de esta nueva humanidad que la revolución francesa había puesto de pie en el mundo y ambos habían visto en esta revolución ideológica y social una esperanza para sus ambiciones. Para Beethoven el régimen del terror había significado un retroceso que Napoleón remedió y después de la llamada “Guerra Universal”, Napoleón había traído unidad al continente y había llevado al plano real algunas de las ideas de la revolución. La visión que Beethoven tenía de Bonaparte, no era aislada, Veit Valentin escribe sobre él: “Las fantasías, los sueños de toda una generación se hacían realidad viva. Hizo su aparición el hombre del destino, el caso singular, el escultor de su tiempo: la personalidad única.” (1976:327). La epopeya musical había encontrado a su héroe y el artista su motivo.

Max Steinitzer al estudiar esta sinfonía y los motivos tras de ella, escribe: “(Beethoven) Quería crear algo especial, que estuviese, por su significación extraordinaria, a la altura del personaje a quien pensaba dedicarlo, Napoleón Bonaparte.” (1982:85).

Así fue que en un acto profundamente simbólico, Beethoven nombró la sinfonía que lo cambiaría todo, aquella que más tarde sería reconocida por muchos críticos y musicólogos, como la primer sinfonía romántica: “Bonaparte”.

Ahora entendemos la terrible decepción que embargó a Beethoven al recibir la noticia: Napoleón se había autoproclamado emperador. La figura de mármol blanco se desmoronaba y dejaba al descubierto al hombre. El súper hombre, el héroe arrancado del mito es sólo otro humano codicioso y soberbio. Se cuenta que Beethoven al recibir la mala nueva, aseguró: “Ahora sólo obedecerá a su ambición, buscará elevarse más alto que los demás y se convertirá en tirano.” (Steinitzer, 1982:86). Tomó el lápiz y tachó ese apellido que ahora no era más que una mancha en su creación. Dos años después rebautizó su tercera sinfonía como: “La Heroica, sinfonía para festejar el recuerdo de un gran hombre”. Algunos creen que se refería al recuerdo de lo que una vez representó Napoleón. Otros piensan que habla de un héroe inexistente (probablemente del ideal mismo).
Beethoven, además de hombre y músico, fue un punto de quiebre. Su genuina fe en el hombre era algo inusual en la época. Marie-Claire Beltrando-Patier recuerda: “Se ha dicho que Beethoven fue el primero que escribió contra su tiempo y no para él.” (2001:478), idea que me parece falsa. Beethoven escribe para su tiempo mientras que otros escribían para el pasado. En un mundo que renacía, que necesitaba fundamentarse en nuevas ideas, que necesitaba a un hombre no sólo racional y político sino también sentimental y apasionado; surgió Beethoven y vertió en la música los valores de la ilustración. Es evidente al escucharlo que las notas que escribía tenían un significado: esperanza, humanidad, libertad… Veit Valentin sentencia: “La vivencia y el concepto de la libertad es el más precioso legado espiritual del arte de Beethoven” (1976:360). De esta manera, este héroe del otro mundo, (como el mismo Valentin mencionaba) termina siendo el verdadero héroe romántico.

Así llegamos al escenario inicial. ¿Por qué considero a este tachón la nota final de su composición? Porque Beethoven sacrifica a su héroe omitiéndolo, haciéndolo anónimo y por lo tanto más universal. Al tachar a Bonaparte, traidor de los ideales, termina realmente su obra y la corona como la primera sinfonía verdaderamente romántica.

Bibliografía:

  • Valentin, Veit; Historia Universal, Tomo II; Editorial Sudamericana; 1976; Buenos Aires.
  • Steinitzer, Max; Beethoven; Fondo de Cultura Económica; 1982; México D.F.
  • Beltrando-Patier, Marie-Claire; Historia de la Música; Editorial Espasa ; 2001; Barcelona.

De la fe y los tuberculos

Arrinconado en la mesa catorce de un improbable establecimiento de comida germana, un hombre muy viejo, con una cachucha roja calada hasta el inicio de la nariz, bermudas azules y tenis New Balance, corta con una lentitud ceremonial una porción de una gran papa al horno. En el momento preciso en que su lengua y más específicamente sus papilas gustativas frontales reciben el contacto caliente de la superficie del tubérculo horneado, su mente emprende un acelerado retorno hacia el pasado y recorre, como puntos en un mapa hacia núcleo, los instantes múltiples mas nunca suficientes de su vida en que saboreó una buena Ofenkartoffel y llega a la primera que sería acaso la de su madre, allá lejos en el tiempo y el espacio, en Baviera en una tarde que no olvidaría con una papa maravillosa y trascendente portadora de una calidez que ningún horno podría proveer.

El anciano come un segundo bocado e inicia una inquisición teológica y gastronómica profundamente personal, sin prestar atención al ruido tumultuoso que un arranque fanático ha desatado en toda la ciudad. En realidad hay cosas inexplicables, dudas poderosas y es entonces que se requiere tener fe. ¿A aquella primera patata, de dónde la venía su sabor a epifanía, a ventana hacia algo más? ¿Aquella gente afuera se reuniría con la misma extraña devoción si descubrieran que a él una de sus primeras nociones de la presencia de algo superior e indescifrable le había llegado arropada en la indescriptible bondad de una Solanum Tuberosum? ¿Lo seguirían si supieran que al masticar y saborear esa masa caliente que lo devuelve a su tierna infancia se siente tan cerca del altísimo como se siente al adentrarse en los antiguos textos? Y quizás más importante que todo… ¿En realidad tiene él ese efecto de puente en las personas que afuera lo vitorean?… ¡Pfff! ¡Wie Kompliziert!

Ve su reloj. Ahora mismo el doble debe de estar pasando por López Mateos. Tiene tiempo aún para una segunda papa al horno la cual pide despreocupado pues piensa casi imposible que alguien descubra su breve escape. Ni siquiera le incomoda la mirada confundida del mesero quien seguramente piensa conocerlo, pues Joseph sabe que tarde o temprano el joven sonreirá triunfante, convencido de que ése es sólo un viejo tremendamente parecido a un personaje malévolo de la Guerra de las Galaxias.

Escrito encontrado en un pétalo marchito

Han comenzado a llegar las aves
y tienen los tejados llenos de canto.
Hay flores moradas que escarchan el asfalto
y hay colores perfumados en los jardines.
La belleza es imprudente y surge
en regiones de polvo y en grietas.
Los suspiros se desgajan del viento
y me dicen que es primavera
pero yo lo dudo, no les creo,
porque soy hierba seca y tiemblo
porque el verde aún no alcanza mi patio,
porque ya es tarde y no vienen golondrinas,
porque no llegas por más que te espero.

La guerra y la tregua

Las sabanas están hechas un desastre, la tregua las ha desordenado y ha levantado cordilleras de seda. Entre los cuerpos media la única llanura. La lámpara se ha caído de la mesita de noche desparramando una luz muda sobre la alfombra. El cabello de Carola desata su presencia de río oscuro sobre la almohada y sus ojos negros miran a Leonardo que a su vez la mira mientras fuma y sopla jirones de humo que se aglomeran en el techo.

Ayer, antes del tiempo donde el tiempo se deshizo, en el comedor las sillas a contracara eran trincheras y en el denso fango de la conversación marital se ahogaban los posibles mensajes; sólo salían disparadas palabras como cáscaras, una que otra indirecta venenosa y miradas resentidas. Entonces, a eso de las siete comenzó la guerra en el cielo. Un dios prendió la mecha y encendió la línea de pólvora que fue el horizonte. Las nubes fueron las primeras víctimas y Leonardo y Carola las vieron a través de la ventana de la sala. Envueltas en llamas las cumulus se extendieron en alaridos de vapor. Los tenedores y cuchillos siguieron su discurso vacuo cortando el pollo y las bocas se replegaron para masticar, sin embargo una mirada furtiva, como el sonido de una copa al estrellarse, delató un cambio. No tardaron mucho en llegar otras nubes y éstas eran enormes y opacas y respondieron al fuego desencadenando relámpagos y batiendo truenos. El chirrido de los platos cesó y los ojos atravesaron la inmensa distancia que es después de veinte años una mesa y se dijeron quién sabe qué cosa que significó muchísimo y mientras los dioses se atacaban, Carola y Leonardo se rencontraron gracias a antiguos miedos – cosas entre freudianas y mitológicas –  y pidieron una tregua.

Unas gotas muy pesadas y de circunferencias groseras comenzaron a azotar los parabrisas y otros cristales, mientras que el sol se escondía y reforzaba su barrera flamígera esperando salir bien librado. Las almas por su parte, salieron de sus zanjas defensivas y envueltas en una humedad que podríamos llamar amorosa, se encontraron transfiguradas en labios y lenguas. Las manos también jugaron un papel importante, principalmente de atracción y exploración, y no se diga de los ojos que, ya fuera cerrados o abiertos, tenían un diálogo continuo. El conflicto de deidades no cesaba y las nubes azotaban con sus eléctricas espadas y sus balas mojadas la muralla lastimada y roja. La tregua, dentro de casa, recorrió habitaciones y se instaló en el cuarto, en el campo de batalla principal, el de los silencios y las separaciones mínimas y profundas. La luz no hubo que encenderla, había que avanzar con cuidado y en la sombra para no romper aquella paz de suspiros y caricias. El sol ya estaba casi oculto y derrotado pero se resistía ferozmente a los embates de la tormenta, y Leonardo y Carola luchaban con igual pasión para mantener la pausa, y daban pasos pequeños y frágiles hacia la cama y aun cuando se tumbaron en ella lo hicieron cuidadosamente sin cuidado pues intuían que aquello había que decantarlo y llevarlo por donde quisiera ir, sinuosamente, ruidosamente, desordenadamente y convertirlo en una cima de sudor y jadeos para caer al fin deshechos y vueltos a nacer uno sobre el otro.

Los relojes que tuvieron el descaro de avanzar y seguir contando minutos como si el tiempo hubiera sido cierto, marcaron las nueve y los párpados imprudentes se abrieron a la mañana. Las sábanas estaban hechas un desastre y los cuerpos aún desnudos no se habían desenredado. Carola y Leonardo se miraron y se dijeron cosas tibias y palabras dulces, y los labios, rojos de tanto encuentro se besaron de nuevo, pero algo dentro comienza a surgir, algo renace y empuja y ambos lo saben, de nuevo el fango que poco a poco sube, de nuevo las palabras que poco a poco se vacían, de nuevo las miradas que poco a poco se hacen ajenas, y los cuerpos que se levantan y se esconden tras la ropa, y la cama que hay que tender, y la lámpara que hay que recoger, y el cigarro que hay que apagar, y el trabajo al que hay que presentarse, y el maldito cielo azul que ya está despejado, que ya está en tregua.

La pausa


Quiero tomarme una pausa,
respirar
y como en un paréntesis de césped,
sentarme en mi jardín.
Quiero ver hojas caer
y tardes levantarse mientras espero,
mientras la retórica se desvanece,
lentamente, sin violencia,
como una luz volcada a su centro,
como la muerte sosegada del foco.
Quiero el silencio y la sombra,
quiero su verdad
y sólo entonces
quiero recoger las palabras sueltas,
las que no florecieron
y soplar un poco en su costado.
y las querré más que nunca
si saben navegar lejos,
si no me dicen a dónde han querido ir.

Pragmática

Todos le debemos algo al silencio de Ramiro, a su boca eternamente sellada  que de vez en cuando sonríe mientras detrás se adivina un movimiento calmado y medio rumiante. Todos le debemos a su mudez estos rumores que nos entretienen todavía ahora, cuando las clases se ponen nefastas y hay que huir como roedores a las conversaciones por lo bajo.

Es importante aclarar que Ramiro no siempre estuvo mudo, antes era sencillamente un muchacho callado, lo que nosotros decimos raro y las maestras “introvertido”.  Mientras le fuera permitido, mantenía aletargadas sus cuerdas vocales y sólo las despertaba cuando estaba en juego su calificación. Es decir, nosotros conocimos su voz densa que se arrastraba, que salía con pesadumbre y se caía, que se tambaleaba por el espacio y llegaba a los oídos medio vapuleada. El cambio, la mudanza al silencio se dio sin aviso y sucedió espontáneamente durante una clase de lingüística y fue esa desaparición anormal de su voz lo que nos hizo investigar su vida en busca de un motivo antiguo.

Según las fuentes, que fueron dos tías chismosas que conocieron Toño y Ceci en una ocasión que fueron a casa de Ramiro por un trabajo en equipo, Ramiro tuvo un origen muy humilde, redondo, liviano y colorido.  Cuentan que su papá era un globero del centro que todos los días, acompañado por su pequeño hijo, salía a cumplir abnegadamente su labor y deambulaba por la plaza con su gran báculo prendido de infladas alegrías. Ramiro, recordaban sus tías,  pasaba las tardes con genuina felicidad. Corría como potro por sus llanuras de adoquín, se subía al quiosco, se remojaba la cara en la fuente de los leones, se paseaba sintiéndose muy dueño por los corredores y cuando el bolsillo lo permitía se compraba unos chicles y alguna revistita de caricaturas y siempre, siempre iba por un helado de chocolate con un bizcocho y se sentaba muy plácido y muy niño a lamer con devoción le helada y blanda dulzura.
Según va la historia, su padre el sacrificado globero había tenido en otro tiempo la ilusión de un destino letrado y en los ratos tranquilos en que se podía sentar, sacaba de su morral algún libro y leía atentamente. Los autores que estudiaba y que soñaba entender eran Ferdinand de Saussure, Claude-Levi Strauss y Noam Chomsky primordialmente. Había un lingüista frustrado dentro de ese viejo inflador de látex y por las noches al dormir a Ramiro, la esperanza vieja se renovaba en su hijo quien podía continuar el camino que él había abandonado sin haberlo empezado a andar.

De esa manera, Ramiro creció y comenzó a dejar la infancia para sólo estudiar, para hacer feliz a su pobre y cansado papá, para vivir la vida que aquél no pudo tener.
Salió de la primaria sin haber abandonado nunca el cuadro de honor, durante la secundaria se dedicó a hacer de su uniforme un mosaico de condecoraciones y el bachillerato lo pasó entre loas y laureles. Entonces llegó a nuestras vidas, a nuestro salón, con su timidez que a todos nos molestaba un poco porque nos olía a condescendencia. Hablaba poco, pero cada vez que abría la boca era para decir un axioma, un argumento irrefutable, una cita brillante, un aforismo luminoso. El tipo se sacaba invariablemente las mejores notas de la clase. Los parciales se sucedían y comenzábamos a perder la motivación porque cada trabajo, cada ensayo, cada examen sorpresa, cada exposición de Ramiro se hacía acreedora de puntos extra, de molestos halagos y de dagas tan hirientes como: “Si tienen dudas pueden acercarse a Ramiro”. Pobrecillo, lo odiábamos. No sabíamos entonces que era un muchacho resignado al triunfo, un hijo sumiso y leal que se partía el coco para llevarle a su padre, cada mes una boleta inmaculada.

Habrá que recalcar que la clase en la que se desenvolvía con especial maestría y dominio era, para orgullo de su progenitor, lingüística. El profesor veía en él el futuro de la ciencia y no se cansaba de mencionarlo. En más de una ocasión tomó asiento y pidió a Ramiro que por le hiciera “el honor” de impartir la clase. Curiosamente, era también en esa materia cuando yo creía ver en la mirada de este ñoñazo detestable su mirada más distanciada, más triste.

Bueno, al grano. El día D fue un martes, eran las once y cinco minutos de la mañana y el profesor de lingüística escribió en el pintarrón con grandes letras rojas: “Pragmática”. Muchos de mis compañeros, al igual que yo, estábamos preparándonos para echarnos una pestañita y los otros se aplicaban en tareas atrasadas. El único atento era, claro está, Ramiro. Sus ojos de anfibio estaban clavados en la palabreja recién escrita. El enseñante nos indicó que dejáramos todo de lado y que al menos en esa ocasión prestáramos atención porque nuestro compañero Ramiro había preparado la lección. Un generalizado murmullo de repudio se hizo escuchar. Ramiro, sin prisas, con su usual parsimonia que nos parecía de intelectualoide mamón se levantó y se paró al frente. Abrió la boca y dijo, con aquella voz suya pesada y torpe la última frase que le habríamos de escuchar: “Al uso práctico de la lengua se le llama pragmá…” ahí quedó atascada la frase y comenzaron a brotar sonidos como chacoteos húmedos de las profundidades de su garganta. El profesor no tardó en preguntarle si estaba bien y nosotros no demoramos en soltar una que otra risilla venenosa y algunos comentarios burlones, pero hasta el más insensible envidioso del alumnado guardó silencio cuando vimos la cabeza achatada de Ramiro adquirir un preocupante color violáceo. Era claro que se estaba ahogando. El maestro saltó sobre el mesabanco para atender al alumno estrella y nosotros inútilmente conmocionados no hicimos nada más que ver el espectáculo que culminó con Ramiro saliendo velocísimo del salón por sus propios medios.

No tuvimos noticia de él sino hasta el viernes de la misma semana. Cuando entró al salón todos quedamos en suspenso. Se veía igual que siempre. La misma cara redonda, los mismos ojos de sapo, la misma lentitud de anciano. No parecían quedar residuos de su inesperado ataque pero acompañándolo venía la coordinadora quien nos pidió atentamente que a partir de ese día fuéramos comprensivos y cooperadores con nuestro querido compañero que había quedado mudo. Mientras se nos daba ese aviso, Ramiro no quitó la vista ni un segundo de la pared de ladrillos frente a él, supongo que sabía lo que venía, una oleada de preguntas, una espontánea empatía, una amabilidad jamás antes mostrada, y en efecto todos de golpe cambiamos nuestra actitud hacia él que ahora era “el pobre Ramiro” y poco a poco para “no asfixiarlo” nos fuimos acercando para ofrecerle nuestra ayuda y sentirnos mejores humanos. Él, como era obvio, no dijo nada y no dio señas de aceptar nuestras proposiciones.

Con el pasar de los días nos mostró que en realidad nada había cambiado. El que ahora no hablara no le impedía superarnos una vez más en todos los aspectos evaluables por la universidad. De nuevo, parcial tras parcial se ganó calificaciones perfectas y con el pasar de los meses aprendimos de nuevo a odiarlo.

Nunca se nos dijo, y decidimos no inquirir demasiado, qué era exactamente lo que le había pasado y mejor para nosotros porque nos dio la oportunidad de generar hipótesis de todas índoles. Algunas secas como que simplemente tuvo alguna clase de parálisis de cuerdas vocales, otras muy drásticas como que en realidad tenía cáncer de garganta y algún día nos avisarían que ya no vendría porque había alcanzado la frase terminal. De entre las explicaciones, la que triunfó y se generalizó fue la más descabellada, la cual contaba que por alguna extrañísima razón la lengua del susodicho se había inflamado hasta alcanzar proporciones incontenibles por la cavidad bucal (de ahí la asfixia que presenciamos) y que sin más, la lengua se había desprendido y se había dado a la fuga.

Por supuesto es absurdo y lo sabemos y además estamos muy conscientes de que es cruel, no obstante no tenemos realmente ánimos de herirlo, sólo es algo que nos sirve recordar cuando llegan los exámenes y lo vemos salir primero que nadie con un examen indudablemente impío.

Yo a veces lo veo como ahora en la clase de lingüística, con la mirada perdida y medio nostálgica, como si quisiera escaparse. Con la boca sellada que a ratitos se curva en una sonrisa apenas notable y detrás se adivina un movimiento calmado y medio rumiante y no puedo evitar preguntarme si será posible, si será cierto, si en algún lugar habrá una lengua solitaria y contenta que cumpliendo un destino negado al resto del cuerpo, lame con devoción una helada y blanda dulzura en alguna banca del centro.