El grito y la risa: Donde se narra cómo nuestro héroe encontró a un nuevo mejor amigo

Un mexicano, tres estadounidenses y dos canadienses entran a un restaurante mexicano en Detroit. Parece la introducción a un chiste, ¿no? Pero hagamos un experimento. Digamos que este restaurante está en las afueras de una ciudad parcialmente abandonada, donde vecindarios enteros se han convertido en fantasmas y la vegetación devora lentamente el asfalto. Digamos que los protagonistas cenan, la pasan bien, toman y ríen; y que, al salir del restaurante y mientras el sol se oculta, caminan por calles silenciosas (demasiado silenciosas) y no parece haber nadie en cuadras. ¿Podría ser una película de terror?

Donde nuestro héroe se pierde en un debraye sobre el grito y la risa

El grito y la risa son hermanos. El grito es a la risa como Tezcatlipoca a Quetzalcóatl: El gemelo maligno, el reflejo oscuro. Y tal vez por ello no es coincidencia que los payasos suelan ser el vértice donde se unen.

Tanto la risa como el grito son respuestas involuntarias. El llanto, por ejemplo, puede aguardar. En cambio, una carcajada es espontánea, como un estornudo. Igual sucede con el grito. Si algo nos sorprende desprevenidos y nos causa pavor, no podemos fingir tranquilidad y gritar hasta que estemos en casa. En este sentido, ambos nos vuelven vulnerables. Si estamos enojados con alguien, pero nos hace reír, flaqueamos. Si estamos tratando de impresionar a alguien, pero de pronto vuela una cucaracha, perdemos la compostura.

Ambos dependen también del buen manejo del tiempo: la demora, bien manejada, da mayores resultados, pues hay que hacer que la audiencia baje la guardia, y esto nos lleva a otro elemento en común, quizás el más importante: la sorpresa. El humor y el miedo se parecen en que, necesariamente, son un desajuste. Una situación es graciosa, o da miedo, porque no encaja en nuestras expectativas. Pero el humor y el miedo no son aún la carcajada y el grito. Estamos ya en un estado alterado: sabemos que las reglas no están funcionando, pero aún no somos sorprendidos. En Monty Python y el Santo Grial, cuando los caballeros se encuentran con “la bestia asesina” y ésta resulta ser un conejito blanco, estamos ya en el reino del humor. Sin embargo, la carcajada llega sólo cuando el conejo arranca súbitamente la cabeza de uno de los templarios. En El Resplandor, cuando Danny pasea por el hotel en su triciclo, el miedo está presente gracias a la música y a los antecedentes del hotel, pero el grito no surge hasta que, en una vuelta, nos encontramos con las pequeñas gemelas.

Por último, el miedo y la risa, crean alianzas. Cuando alguien ríe de lo mismo que nosotros, ubicamos a un compañero. Cuando un miedo común amenaza, nos replegamos en grupos. Es este último punto el que realmente importa para nuestro capítulo de hoy, lector.

El panel del terror

El día en que llegamos a Detroit, Kristin me contó que el viernes comeríamos con un amigo suyo, Bill, otro académico que se presentaría en un panel. Me dijo que cada año se reunían él, ella y Aubrey, una joven ex alumna de Kristin.

La semana transcurrió y, el jueves por la noche, mientras trataba de decidir a cuál panel quería asistir el viernes por la mañana, me encontré uno en el programa que era sobre literatura y cine de horror y sus relaciones con la ecología. Le dije a Kristin que quería asistir. Me dijo que uno de los panelistas era Bill.

Llegamos a un salón enorme, escalonado, y tuvimos que sentarnos hasta atrás porque estaba lleno. Yo me sentía algo mal, pues llevaba días en las garras de una tos flemática debida al omnipresente aire acondicionado (lector, si un día viajas a Estados Unidos, cuídate del aire acondicionado, pues está en todas partes. En unos años, probablemente, hasta los árboles y arbustos tendrán aire acondicionado). Mi precario estado de salud y la distancia que nos separaba de los ponentes me dificultó concentrarme. Así que escuchaba cachos y luego los hilaba en mi cabeza, perdiéndome en los senderos de mi cerebro. Por ejemplo, el primero dijo en algún punto que él creía que, al ver películas de zombis, debíamos identificarnos con los zombis y no con los héroes. Esto me pareció interesante, aunque no escuché su explicación de por qué. El siguiente (Bill), habló de un cuento donde los árboles de una isla parecían estar acorralando a los protagonistas. Luego, un panelista alto habló de Lovecraft y de un cuento donde hay hombres-peces. Y finalmente otro panelista, muy parecido a Foucault, habló de muchas cosas que no entendí, pero recuerdo la descripción de un video donde el interior de una casa abandonada y llena de polvo que es sometida al poder de ondas sonoras potentes y grabada en cámara hiper lenta. El video grababa el polvo rebotando una y otra vez. De pronto, el cadáver de una mosca entraba a cuadro y se desintegraba con una lentitud terrible. La descripción por sí misma, me pareció aterradora.

Pero, en resumen, no entendí nada. Estaba tosiendo demasiado. Lo único que sabía es que esos tipos eran unos frikis del terror y que los quería conocer.

México y el horror: Donde nuestro héroe encontró a su alma gemela y resultó ser un hombre barbado de 50 años

Por la tarde, una vez que acabaron los paneles y conferencias del día, nos encontramos con Aubrey y Bill en un bar llamado Jolly Pumpkin. Un sitio maravilloso. Una especie de antigua nave industrial adaptada como bar, en cuyo enorme muro trasero se disponían en hilera decenas de drafts de distintas cervezas. Nos sentamos en la terraza y, Aubrey, Bill y Kristin se pusieron al corriente. Yo los escuché, pasmado, mientras hablaban con soltura de libros que estaban escribiendo o a punto de publicar y paseaban por la historia de la literatura norteamericana como el famoso Pedro pasea por su casa.

Aubrey tuvo que irse temprano (pues encima de estar estudiando un postdoctorado en parte creado por ella, también era organizadora del evento de ASLE), pero Bill nos invitó a acompañarlo a un restaurante donde vería a sus amigos, no sin antes advertirme: Es un restaurante mexicano. No sé si quieras ir a comer falsa comida mexicana. Le dije que ya había comido en Taco Bell, así que no podía caer más bajo.

Partimos en un Uber hacia el barrio mexicano. Y debo decir que en cuanto entramos, me sentí en alguna colonia de México. Había gaffitis de la virgencita de Guadalupe y Juan Dieguito, fondas, y casas de colores chillones.

Entramos al restaurante Los galanes y nos reunimos con los amigos de Bill, que eran nada menos que los otros panelistas de la mañana. Y así llegamos al inicio de nuestra historia: un mexicano (yo), tres estadounidenses: Kristin, Bill (el que habló de los árboles malignos) y Pat (el que habló de Lovecraft), y dos canadienses: Andy (el de los zombis) y Marcel (el del horrido video de la mosca).

De inmediato me pidieron que evaluara la autenticidad del lugar. Escanee rápidamente mobiliario, adornos y menú. Es auténtico, determiné en unos segundos. Mi principal evidencia eran dos cuadros horrorosos de fieltro donde se narraba la historia de Popocatépetl e Iztaccíhuatl con colores ultra gaznápiros. Además, la carta servía cosas reales como mole de olla, pozole, mole con pollo y carne en su jugo y nada de “fajitas”. Luego le resté dos puntos cuando vi que trajeron Coronas (una cerveza que sólo toman los extranjeros) con un limoncito en la boca de la botella (¿necesito comentar esto?).

De pronto, yo me convertí en la autoridad en la mesa. Ellos quizás tenían doctorados y post doctorados en literatura, pero yo sí sabía tomar la cerveza como Dios manda y tenía el conocimiento necesario para evaluar una buena salsa (que sí pique). Y en menos de una hora, me sentí rodeado de amigos.

Ese grupo resultó ser extraordinariamente chistoso. Durante la cena no paramos de reír (la risa y el grito son hermanos), y hacia el final, a escondidas, ordené una ronda de tequila para todos. Cuando nos trajeron los caballitos, yo, como sumo sacerdote en el ritual, los instruí en la manera correcta de combinar el limón, el caballito y la sal; y al beber el licor, descubrí que el alcohol es también una forma de hermanar a la humanidad.

Pat, el más alto, pero también el más ingenuo y más bonachón, parecía ser el blanco de burlas de todos. Él había hecho su tesis de doctorado sobre películas de terror de serie B de los años cincuenta y sesenta. Su introducción había sido sobre un filme llamado El cerebro que se rehusaba a morir. Al recordar esto, todos comenzaron a rememorar cómo, cuando estaban estudiando juntos, Pat los arrastraba a ver películas como Los niños del maíz 3, o La cosa que vivía bajo la escalera, quejándose un poco, pero reconociendo por último que Los niños del maíz 3 era bastante buena. Esta breve plática abrió una puerta: El cine. Una de mis más grandes pasiones.

Al salir del restaurante, Pat y yo comenzamos a platicar sobre el género del terror en el cine. Le dije que sentía que era una pena que el cine de horror en México fuera raquítico y parecía sólo copiar al cine gringo. Y que, considerando el horror que vivimos a diario, donde fosas comunes se destapan cada tres días, podría hacerse algo realmente interesante y con una riqueza sociopolítica asombrosa. Pat me dijo que debía solucionarlo yo y escribir un guion.

Luego hablamos de clásicos como El Exorcista, de El Bebé de Rosemary, de El Resplandor; y de íconos del cine independiente como: Halloween e Evil Dead. También de cómo el cine de terror, incluso cuando es malo, suele surgir de los miedos sociales: No es coincidencia que en los setentas y ochentas los villanos asesinaran a adolescentes jariosos que tenían sexo por doquier: El sida estaba aterrando a una generación.

En algún punto empezamos a discutir sobre buenas películas de terror recientes. Hablamos de The Babadook, It Follows, Get out!… (Imagina, lector, a dos absolutos nerds hablando frenéticamente de lo que les apasiona, mientras el resto del grupo hace lo mejor que puede para ignorarlos). Cuando llegamos a hablar de The Witch, con simétrico entusiasmo, no pude contenerme y le dije: Eres mi nuevo mejor amigo. Pat rio. Bill le dijo: Pat, ¿te das cuenta de que alguien tuvo que venir desde México para interesarse en tus pláticas?

Al final terminamos discutiendo el origen mismo del cine. La escuela soviética y el nacimiento del montaje. Los montajes más icónicos del cine… y por fin me dijo: Tú deberías enseñar cine. Tienes tanto entusiasmo. Te apasiona mucho y sabes mucho. Y lector, oh, querido lector, si pudieras imaginar mi emoción en ese momento. Yo, un muchacho con licenciatura, escuchando a un experto con doctorado en cine, diciéndome que debería enseñar cine… ¿Puedes imaginarlo?

Cuando nos despedimos, le pregunté a Pat si me daría su correo y me dijo: Claro, si somos mejores amigos, tenemos que estar en contacto.

Final evidente

Kristin y yo volvimos a las residencias universitarias. El sol ya se había ocultado. Era tarde y no quedaba nadie. Kristin estaba en el piso cuarto y yo en el sexto. Nos despedimos y yo subí dos pisos más.

De golpe, en el elevador, me di cuenta de que tenía miedo. Aquel día permeado de terror me había alterado. Traté de silbar para distraerme, pero no surgió sonido alguno. La puerta se abrió y no había nada detrás de ellas. Salí. Caminé por el pasillo, doblé, seguí caminando. Imaginé que las luces titilaban, que en la siguiente vuelta me esperaría algo innombrable. Pero no. Llegué a mi cuarto y lo encontré vacío. Mis roomies ya habían partido. Estaba solo. Puse música en mi celular para distraerme mientras me cambiaba y me lavaba los dientes.

Pat me había comentado que en los últimos años Detroit se había convertido en el nuevo escenario para películas de terror en Estados Unidos. It Follows se hizo ahí, Don’t Breath también. Traté de no pensar en eso. Cerré los ojos.

La puerta de mi cuarto crujió. No la había cerrado bien. Había sido el viento. No obstante, me asusté y no supe si reír o gritar.