
«Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.«
Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo, Don Quijote de la Mancha, Capítulo I.
Hoy se conmemora uno de los hechos más insólitos en una historia nacional de por sí pródiga en rarezas. El 26 de agosto de 1808, Donasiano Izagaga, líder de una protoconjura contra la corona española, fue asesinado por uno de los suyos en el palco del ‘Corral de comedias’, hoy Teatro Principal de Guanajuato. Durante más de un siglo se le tuvo como uno de tantos héroes nacionales e incluso contó con una estatua en la Plaza de los Ángeles, hasta que la Dra. Olga López Andonegui hizo un hallazgo demoledor. Días antes del atentado, Izagaga había sido descubierto a punto de enviar una alerta al corregidor delatando a los soberanistas. Había que ajusticiarlo, pero el movimiento era demasiado joven para aguantar semejante golpe a la moral. Se resolvió entonces disfrazar su ejecución de martirio y el propio Izagaga, buscando redimirse y darle significado a su muerte, accedió a participar en la pantomima que lo pintaría como héroe traicionado y no como traidor.
Este fascinante episodio ocurrió y ocurre todavía cada vez que alguien lee de nuevo Tema del traidor y del héroe de la colección de cuentos Ficciones, de Jorge Luis Borges, aunque con otros nombres y geografía. De no haber revelado su falsedad, nada nos impediría creer que las cortinas de un palco de teatro en Guanajuato se mancharon con la sangre de un conspirador. Bastan unas cuantas referencias precisas, algunas reales, otras inventadas. Ayuda también que el mundo esté siempre más loco que la ficción.
A los pobladores del siglo XXI nos sobran amenazas que nos hacen sentir especiales, entre ellas las fake news. Asustados y fascinados hemos corrido a preguntar a los sociólogos, a los psicólogos, a los neurólogos, a los politólogos, a los biólogos evolutivos, a los programadores y, ya víctimas de la desesperación, hasta a los filósofos: ¿Qué son las fake news?, ¿cómo combatirlas?, ¿por qué creemos en ellas? Sorprende que a nadie se le haya ocurrido interrogar a la cofradía que ha hecho un arte del embuste: los escritores. Y de entre ellos, nadie ejerció el engaño como Borges.
En 1935 fue publicado Historia universal de la infamia, una compilación de siete breves biografías de criminales. Escrito con rigor académico y acompañado de bibliografía, firmado por un intelectual conocido entonces sólo como ensayista y esporádico poeta, el libro consiguió pasar como auténtica enciclopedia de truhanes para más de un lector. No obstante, por primera vez en su vida y en un movimiento que alteró la literatura, Borges se había atrevido a mentir – más o menos.
Todos los crímenes narrados en Historia universal de la infamia están documentados y todos los biografiados son trasuntos de personajes históricos reales, pero sus hazañas están alteradas, engrandecidas, silenciadas, fabuladas a placer. En el prólogo a la edición de 1954, Borges describe estos relatos como: “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias”[1]. Este método de mezclar verdad y mentira, ensayo erudito y ficción fantástica, de cimentar lo imaginado en arduas citas y notas al pie, se convirtió en el sello del cuentista y su impronta más duradera; método que perfeccionó en su siguiente libro (y a mi gusto personal, el mejor): Ficciones.
Ficciones es a la vez el mejor tratado, parábola, advertencia y manual sobre fake news. En el cuento que abre el volumen, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, el protagonista – el propio Borges – se entera de una región de Asia Menor llamada Uqbar de boca de Bioy Casares, quien a su vez leyó sobre ésta en la Anglo-American Cyclopaedia. Al revisar la edición de Borges se percatan de que no hay referencia a Uqbar por ningún lado. Sorprendido, Bioy trae su ejemplar y constatan que son en todo idénticos exceptuando la entrada sobre Uqbar. Esto desencadena una pesquisa libresca de corto alcance que arroja más sombras sobre el misterio. Mucho después, en un hotel de Androgué, Borges encuentra el tomo undécimo de una enciclopedia llamada A First Encyclopaedia of Tlön, que en vida perteneció al ingeniero amigo de su padre, Herbert Ashe. En ella, aprende sobre el planeta Tlön, su sistema de pensamiento y su lenguaje. Indagando a mayor profundidad, descubre que esta enciclopedia y el planeta al que hace referencia, son creación de Orbis Tertius, una sociedad secreta de intelectuales iniciada en el siglo XVII (y que en sus muchas generaciones incluyó a Leibniz). En una labor de siglos, dicha sociedad produjo cuarenta tomos en donde se exploran todas las minucias de ese imposible lugar: su historia, literatura, su química, física y matemática, su zoología, botánica y astronomía. En un posdata, Borges cuenta que la enciclopedia completa fue localizada en una biblioteca de Memphis y que reimpresiones de la misma pueblan las bibliotecas del mundo, que no pasó mucho tiempo antes de que objetos de Tlön comenzaran a ser hallados en la tierra, que la enseñanza de los conocimientos sobre Tlön empieza a usurpar el sitio de la enseñanza corriente. Finalmente escribe con temblor y certeza: “El mundo será Tlön”.
Es el raciocinio que utiliza el protagonista para explicarse esta callada aceptación de la humanidad lo que me parece interesante aquí: “¿Cómo no someterse a Tlön?”, pregunta Borges. Ante un mundo incomprensible cuya vastedad y entramado nos rebasa, cómo no someterse a este planeta extraño pero perfectamente ordenado? “Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por los hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres”, escribe el autor.
La lotería en Babilonia es otra aproximación al mismo fenómeno. Un hombre explica la historia y funcionamiento de la lotería que rige todos los aspectos de la vida en el reino. La lotería babilónica, que fue inventada en un pasado remoto e indefinido, no difería de la lotería regular. Un número premiaba a uno de muchísimos participantes con dinero. Este principio se volvió tedioso rápidamente ya que sólo apelaba a la esperanza y no a otras posibilidades, como el miedo o la aprehensión. Entonces se empezaron a sortear también multas, luego temporadas de prisión, luego cualquier clase de castigo o vejación. Los premios también dejaron de ser sólo monetarios y comenzaron a comprender toda clase de resultados que pudieran prodigar felicidad. Se decidió en algún punto que todos los habitantes del reino participaran en la lotería e incluso que hubiera actos impersonales decididos por esta suerte, por ejemplo: que cada siglo se retire o se agregue un grano de arena a la playa. La complejidad y alcance del juego se volvió tal que el comité encargado de la lotería, conocido simplemente como la Compañía, pasó a ser omnipotente. Sus agentes, que operan en secreto y a quienes nadie conoce, deciden todo cuanto ocurre. En las últimas líneas, el narrador concede que existen heresíacas que niegan la existencia de la Compañía y aún otros que afirman que el que exista o no es irrelevante ya que “Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.”
Si en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius nos encontramos ante un mundo ficticio que coloniza y suplanta al mundo real porque es más inteligible, en La lotería en Babilonia nos presentan un mundo donde esta operación ya ha ocurrido, siglos atrás, y donde las personas prefieren creer que hay un orden y una inteligencia detrás del azar.
Mas inclusive en un universo organizado hasta el paroxismo, como el descrito en La Biblioteca de Babel, los moradores se entregan a conspiraciones fútiles basadas en creencias y rumores: unos destruyen libros que juzgan inútiles, otros se aventuran de galería en galería buscando el libro exacto que justifique su existencia, otros esperan dar con un libro total que justifique el universo, y existen todavía quienes se valen de métodos prohibidos para crear aquellos elusivos libros. En esta confusión los humanos viven solos y se suicidan con frecuencia tan alarmante que el narrador pronostica la extinción de la raza humana. La biblioteca, por otro lado: “perdurará: iluminada, solitaria, infinita perfectamente inmóvil, armada volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta”. Tal vez haya un patrón, pero la incapacidad de discernirlo nos obliga a inventar otros.
Los procesos más elementales tampoco escapan de la sospecha. En La secta del Fénix, el autor retrata la procreación como un rito y a la especie humana como una secta. En el mundo que Borges nos ofrece, todo es un signo, un mensaje cifrado, un movimiento en el tablero en el que sólo somos piezas: “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”, se preguntó años más tarde en un soneto sobre el ajedrez. Con el mismo alivio y el mismo horror que el protagonista de Las ruinas circulares, Borges se da cuenta de que él como todos no es más que el sueño de otro alguien en donde no tiene ningún control. Sabe también, que lo único más aterrador que este descubrimiento: no controlo mi propio destino, es la revelación de que nadie lo controla, el sueño carece de soñador, somos súbditos del vértigo.
Pero Borges no cede al abismo con angustia (de otro modo sería un existencialista más) sino con una resignación en la que casi hay gratitud, y su antídoto para la pesadumbre es siempre esa deliciosa ironía inglesa que aprendió de muchos, especialmente de De Quincey. En sus laberintos hiperintelectuales de un lenguaje pulido con severidad, asoma siempre una sonrisa pícara como la del gato de Cheshire porque Borges sabe demasiado bien – y saberlo, como a todos nosotros, le duele – que nada tiene un significado profundo o ulterior, que todo lo que tenemos y todo lo que somos no son más que historias.
En Pierre Menard, autor del Quijote, que trata de la reescritura exacta del Quijote por un dlirante autor francés en el siglo XX, un exégeta nos presenta con pormenorizados comentarios en que coteja ambas versiones para probar el valor artístico de la empresa, entre los cuales destaca: “… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” pasaje del Quijote que escrito por Cervantes – a ojo del crítico – se trata de “un mero elogio retórico de la historia”, en cambio cuando Menard escribe exactamente lo mismo, nos dice, estamos ante una idea “asombrosa” ya que “Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”.
Lo que juzgamos que sucedió, eso es lo que importa. Los hechos fueron unos, impenetrables, inaccesibles, como los que registra la prodigiosa memoria de Funes y cuya acumulación termina por atormentarlo. Lo que interesa para el resto de nosotros, desmemoriados, es la interpretación en que hemos acordado.
Es lo que ocurre en el relato que alteré para mi párrafo introductorio, Tema del traidor y del héroe, en donde se monta una obra gigantesca que incluye a cientos de actores, parcialmente basada en el asesinato de Julio César y con diálogos plagiados de Macbeth, todo con tal de mantener en alto el nombre de un traidor demasiado importante para la revolución irlandesa. Una vez escrita, la historia oficial se transforma en la historia.
Esto implica, por supuesto, que la realidad – o el acuerdo que de ella tenemos – es precaria, falible y múltiple. En El jardín de senderos que se bifurcan seguimos la historia de Yu Tsun, espía chino al servicio de Alemania durante la Primera Guerra Mundial. La narración se hace desde un cómodo presente en que la misión de Tsun ha fallado, no obstante, cuando salimos del cuento y si prestamos atención nos damos cuenta de que la historia se ha alterado, hay una bifurcación en el tiempo, en otro plano, conectado apenas por unas páginas con el nuestro, Alemania ha vencido a Inglaterra.
No es mi intención manchar la obra de Borges usándola en defensa de las fake news ni tampoco esgrimirla como un argumento a favor de un relativismo total del que Borges habría abominado, sino proponer el placer de la relectura de Ficciones con esto en mente, para recordar una vez más que “la era de la postverdad” es sólo una de las muchísimas maneras en que legitimamos nuestra egocéntrica creencia de que somos los primeros en algo; recordar, pues, que ya Daniel Defoe se quejaba en el siglo XVII de los rumores falaces que se contagiaban más rápido que la peste que azotaba a Londres; recordar que la realidad es un hecho independiente de nosotros, sí, pero que la realidad humana siempre es un tejido de significado y como tal es permeable y falible; y recordar por último que somos una tribu de historias y todos somos capaces de, ya sea por facilidad de comprensión o por inclinaciones afectivas e ideológicas, preferir unas narrativas a otras.
En ocasiones las razones para abrazar una teoría de la conspiración son puramente estéticas. En La muerte y la brújula, el detective Lönnrot rechaza la versión de los hechos que aventura su compañero diciendo:
“Posible, pero no interesante. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar”.
Es más interesante creer que la pandemia que nos arrincona es resultado de un intrincado plan con miras a la conquista global, que aceptar que es algo en lo que ha intervenido copiosamente, no sólo el azar, sino la estupidez humana.
Aunque nadie sabe… después de todo, tú que me lees, ¿estás seguro de que todo lo que aquí he citado es auténtico? Tendrás que creerme.
[1] El argentino continuaba así el peregrinaje de un curioso subgénero literario comenzado por su admirado Marcel Schwob en Vidas imaginarias (1896) y seguido por su amigo y mentor Alfonso Reyes en Retratos reales e imaginarios (1920). A la aportación de Borges le seguirían La sinagoga de los iconoclastas (1972) de Rodolfo Wilcock y La literatura nazi en América (1996) de Roberto Bolaño.