«A lo largo de las generaciones
los hombres erigieron la noche (…)
y el tiempo la ha cargado de eternidad». J.L. Borges
Dedicado a mi padre
Hubo un tiempo en el que las estrellas eran verdad, pero lo hemos olvidado. Hace mucho que inventamos los bombillos y todo se fue al traste. Inventamos la luz eléctrica para engañar a la noche, para estirar el día, para seguir trabajando, para dormir menos. Parece increíble pensar que hace apenas doscientos años, en los más de cien siglos de civilización humana, si uno salía a ver el cielo nocturno, ya fuera en el campo o la ciudad, las estrellas eran igualmente innumerables. Ahora vemos sólo una minúscula fracción. Hicimos la luz en la tierra, pero apagamos la del cielo.
Cuando era niño vivía en las afueras de la ciudad, mucho antes de los mega outlets y las fábricas. Esto me aisló, pues no había niños en kilómetros a la redonda, y yo me entretenía inventando vidas para mis juguetes. Pero también me dio ventajas. Una de ellas era la noche.
En el jardín de mi casa había un espejo de agua al que llamábamos “la alberquita”, con un optimismo autocensurado por el diminutivo. No debía ser mayor a los tres metros de largo por uno y medio de ancho, y aun en la edad en que apenas empiezan a caerse los dientes de leche, no me llegaba ni a la barriga. Muchas noches, mi papá y yo salíamos, nos quitábamos los zapatos y calcetines, metíamos los pies en la alberquita y mirábamos el cielo.
Siempre he tenido una relación curiosa con él. No la llamaría distante, pero tampoco es cercana. Es una relación que, siguiendo la huella de Hemingway, asoma sólo un octavo de sí misma a la superficie y el resto queda bajo el agua. Hablamos de cine, de libros, de política y nos contamos anécdotas. Nos saludamos y despedimos con un apretón de manos y sólo nos abrazamos en ocasiones especiales: cumpleaños y navidades. Nos escribimos mensajes breves, casi siempre monosilábicos y cuando alguien externo nos ve, sólo sabe que somos padre e hijo por el parecido físico.
Mi papá tenía apenas dos años cuando murió mi abuelo. De él le quedan solamente una chamarra verde de cuero y un estuche para rasurarse con un par navajas oxidadas. El resto son pedacitos de un rompecabezas incompleto. Mi abuelo, a su vez, fue huérfano de ambos padres. Trabajó como minero desde muy joven y, tras casarse con mi abuela, encontró trabajo en una refresquería y ahí, participando con compañeros en un equipo de ciclismo amateur, descubrió que era un prodigio del ciclismo. Llegó a estar seleccionado para participar en las olimpiadas de Tokio 64. Meses antes de ir, le detectaron leucemia. Murió en cuestión de semanas a los 26 años. Hacemos lo que podemos con lo que nos fue dado. Mi papá tomó esa chamarra, ese estuche, las memorias que sobrevivieron al tiempo, las llantas de una bicicleta que no llegó a rodar, y con eso construyó un camino para querernos a mí y a mi hermano. Un sendero indirecto, lleno de vueltas y puntos ciegos, pero un sendero al final.
De entre mis memorias de niñez, ver las estrellas desde el espejo de agua es la que más me visita. Durante años lo hicimos. A veces pasaban meses y conforme fui creciendo lo hicimos cada vez menos. Pero ahora, mientras avanzo hacia ese territorio siempre inhóspito de la adultez, cada vez lo añoro más. No hablábamos mucho y si lo hacíamos, era sólo de las minucias del día. En ocasiones ni siquiera hablábamos. Sentíamos el agua fresca en los pies y veíamos un cielo en el que las estrellas todavía parecían infinitas. Mi papá no trataba de darme consejos, ni instruirme. No me daba frases de sabiduría paternal. O eso creía yo. Como dije, nuestra relación sigue la teoría del iceberg, y entonces yo no sabía sumergirme para ver el mundo que me regalaba sin decir una palabra.
Algo que admiro de mi papá es su estoicismo. La vida puede golpearlo una y otra vez, y como un boxeador veterano y testarudo, se rehúsa a caer. Durante una década o más, correr fue su pasión. Lo hacía por gusto, jamás ganó nada, pero todos los días salía a correr y en todas las carreras participaba. Hace un par de años descubrió que tiene osteoartrosis y tuvo que dejar de hacerlo. Después de esto una vez me dijo: “Dios te golpea donde más te duele”. Me pareció tristísimo. Pero una semana después empezó a andar en bicicleta. Perdió la casa que amaba y ahora ha hecho su casa a su gusto, de nuevo. Mi abuela murió también en el 98 y el 22 de mayo pasado, mi tío Manuel, su hermano menor, murió repentinamente. Cuando Dodger, nuestro perro, murió, él lo miró mucho tiempo en silencio y luego dijo: “Se acaba de morir mi mejor amigo” y era verdad. Pero no se quebró. Nunca se quiebra. Guarda silencio y frunce el ceño. Y sigue. Y yo recuerdo las palabras de Leonard Cohen en su discurso de aceptación del Príncipe de Asturias: “Nunca hay que lamentarse casualmente. Y si uno va a expresar el gran, inevitable fracaso que nos espera a todos, debe hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y la belleza”.
Cuando me siento más desolado, pienso en el espejo de agua, en el cielo nocturno y en mi padre, y entiendo que quizás me decía: “Mira, la vida es difícil, pero existe la noche, y existen las estrellas, y existe el agua fresca en tus pies”. Y eso es suficiente. Eso es más que suficiente.
No he vuelto a ver el cielo de la misma manera. Mis padres se divorciaron hace años y nos mudamos. La casa que fue mía ahora es una gasolinera.
Una tarde en Kansas, regresando a casa de Kristin, el cielo estaba despejado y le dije a Kristin El cielo de noche debe verse maravilloso aquí. Ella me respondió que sí, pero que como era temporada de tormentas, quizás no lo vería. Pero más tarde, mientras me preparaba para dormir, Kristin entró a mi cuarto y me dijo: Deberías venir.
Salimos y ahí estaba, sobre nosotros, la bóveda del cielo, abierta y absoluta. La ciudad más cercana estaba a media hora en coche y no había luces en el horizonte. Ahí, en ese momento, el cielo estaba lleno de estrellas de nuevo. Había áreas donde estrellas lejanísimas y diminutas se apiñaban como un enjambre de luciérnagas. Otras estrellas eran tan grandes que parecían colgar cerca de nosotros como frutas maduras.
Pensé en mi papá. Pensé en el iceberg que hemos construido y en los mensajes que me siguen llegando, lentamente. En esa noche en Kansas, sentí el césped fresco en mis pies como agua, y me pareció ver a mi padre con la mirada en los astros, y sólo entonces entendí lo obvio: la penumbra es necesaria para ver la luz.
Algunas de las estrellas que vemos, se extinguieron hace mucho, pero nos llega su luz, como un recuerdo encendido. El espejo de agua ya no existe, pero su brillo sobrevive.
Esa noche en Kansas fue domingo. Antes de dormir, recordé que era día del padre.