
En agosto de 2017 vine a estudiar una maestría en semiótica a Tartu, Estonia. Venir a estudiar a Europa siempre había sido un sueño para mí. La forma en que este sueño se estaba cumpliendo, sin embargo, era un poco como el plano inicial del arquitecto comparado con el proyecto final ajustado al presupuesto. Yo había imaginado estudiar literatura comparada en Edimburgo, o quizás teoría literaria en la Sorbona, no semiótica en Tartu.
Buena parte de los encuentros con amigos, familiares y conocidos en mis últimos dos meses en México fueron más o menos así: Oye, ¿que te vas? Sí, ¿cómo ves? ¡Qué chido! ¿Y a dónde? A Estonia. ¿Y eso dónde es? Explico muy vagamente dónde se localiza el país. Órale, ¿y qué vas a estudiar? Semiótica. ¿Y eso qué es? Procedo a decir lo que leí en Wikipedia: “Pues es como la ciencia de los signos”. Órale. Y en este momento yo esperaba que mi interlocutor no inquiriera más sobre la naturaleza de mis futuros estudios o se daría cuenta de que yo tampoco tenía idea de qué era eso que iba a estudiar.
Otra cosa que escuché muchas veces en esos días de preparación para mi mudanza transatlántica era: ¡Qué valiente! Y yo siempre pensaba ¿por qué? Me iré en avión comercial, los cuales tienden a no caerse; viviré en las residencias universitarias, las cuales en efecto suelen ser sitios de drogas, alcohol y decadencia generalizada, pero como sucede entre “chicos bien” es socialmente aceptado y no se considera sórdido o particularmente peligroso. Por otra parte, había visitado a F. en Estonia un año antes y recuerdo perfectamente que un noticiero dedicó cinco minutos a un reportaje sobre un labrador. No tengo idea de qué dijeron ni los entrevistados ni el narrador, pero nada en las imágenes parecía apuntar a que aquél fuera un perro extraordinario. Mientras tanto en México los noticieros no podían dedicar más de tres minutos a una narcofosa cuando ya se estaba hallando otra. En cualquier caso, con tantas personas diciéndome lo valiente que era, empecé a sentirme bien. El hecho de que todos me consideraran valiente por hacer algo que en mi cabeza no daba razones para sentir miedo era la prueba irrefutable de mi valentía ¿no? Pues lo que yo no sabía en ese punto es que aquello no era evidencia de mi coraje, sino de mi estupidez. El terror me llegaría luego, cuando ya era demasiado tarde.
Y es que, evaluemos mi situación de entonces como si fuera la premisa para una película: Nuestro protagonista es un joven que nunca ha vivido solo. Se va a vivir a un país del antiguo bloque soviético donde se habla un idioma que sólo 1.3 millones de personas hablan y que se considera uno de los más difíciles de aprender del mundo, a estudiar algo que prácticamente nadie conoce (ni siquiera él mismo) y que augura, casi con total seguridad, una carrera brillante como artista del hambre. Nuestro protagonista, además, se va sin becas, con un préstamo que le alcanzará sólo para pagar la colegiatura del primer semestre y sobrevivir lo que él calcula serán unos seis meses (no sospecha que en realidad serán sólo tres meses), y cuya familia se encuentra en una situación financiera inestable, de manera que recurrir a ellos para un rescate de emergencia será imposible. Para agregar algo de drama: nuestro protagonista está emprendiendo este viaje por amor, porque su novia está en Estonia, sin detenerse a pensar que la apuesta es demasiado alta y que hay un montón de cosas que podrían salir muy mal.
Una persona que revise esta sinópsis pensará: Oh, esto es una comedia cruel al estilo de los hermanos Cohen en la que el protagonista terminará cayéndose por la borda de un ferry al mar báltico. O bien: esto es un drama deprimente al estilo de Kieslowski en el que el protagonista terminará arrojándose por la borda de un ferry al mar báltico. Yo, en mi afable estupidez, pensé solamente: todo va a salir bien.
Los primeros días
En efecto, al llegar a Estonia, todo pareció ir bien. Nos dedicamos a pasear por Tallin, cuyo centro es magnífico, la ciudadela medieval mejor conservada en Europa; fuimos al cine a ver Dunkirk en IMAX, cocinamos, leímos, vimos series, fuimos a un parque donde están, reconstruidas casas de distintos puntos y distintos siglos de Estonia. Sí, todo iba a bien. Y luego empezó la maestría.
He de aclarar que F., mi novia, vivía en Tallin y yo estudiaría en Tartu, una ciudad a dos horas y media de distancia. De manera que después de dos semanas idílicas en Tallin, tuve que irme a Tartu. Recuerdo que en el camión vi la película de Kubo, que me estaba encantando, y mi pantalla se travó en el climax, así que no sé qué ocurre. Asumo que los buenos ganaron. Llegué a Tartu a la 1 de la mañana y cargué mis maletas (las rueditas de la única de rueditas se acababan de romper) hasta el edificio de residencias. En un punto me detuve a descansar y cuando voltee hacia mi lado derecho, al escaparate de una tienda, había un inmenso muñeco diabólico que daba la bienvenida a Tartu. Otra buena señal, pensé.

El recibimiento para los estudiantes extranjeros ya fue en sí mismo un anuncio de tormenta. Una mujer se dedicó un buen rato a explicar lo horripilante que era el invierno en Estonia y nos encomió a buscar ayuda psicológica de ser necesario. También recomendó tomar vitamina D para evitar la depresión que, casi inexorablemente, se ceriniría sobre nosotros ante la ausencia de sol. Luego, ya en el departamento de semiótica, el director – un venerable profesor de pelo blanco y voz de tercipelo – le dio casi inmediatamente el micrófono a un profesor mucho más joven, de boina y barba de candado, quien tomó el podium y se puso a hablar frenéticamente, como un personaje de Woody Allen, y dijo (esto lo recuerdo perfecto): “La semiótica es peligrosa. Un poco como la píldora roja en The Matrix. Y todo dependerá de qué tan profundo en el agujero de conejo quieran ir”. Pensé: Chale, este señor está deschavetado, ojalá no nos dé clase.
Ese señor se llamaba Tyler y por supuesto nos dio la materia más importante del semestre: Metodología de la semiótica. Ya desde las primeras clases comencé a percatarme de que no entendía nada. A los únicos semiólogos que yo conocía (y muy superficialmente) eran a Umberto Eco, a Roland Barthes y a Algridas Greimas; y llegando me di cuenta de que estos tres, y en esencia todos los demás de quienes había escuchado, importaban muy poco para el currículum. Aquí todo se trataba, o bien de un señor llamado Charles Sanders Peirce, o de Juri Lotman y su pandilla. Yo ponía cara de entendido, claro, como cuando alguien nos habla de un gran músico que no conocemos y nos hacemos como que conocemos hasta la canción secreta que le compuso a su tía abuela; pero me daba cuenta de que no tenía la menor idea de qué diablos estabamos hablando.
La clase más ininteligible y extraña era (no podía ser de otra forma) la de Tyler. Cada clase el profesor llegaba con una prensa francesa llena de té o de café, con su propia silla, y se ponía a hacer un diagrama en el pizarrón, para luego llenar el resto del espacio libre con terminología, nombres, subdiagramas, símbolos, etc. Después comenzaba y una vez que arrancaba era imposible pararlo. Era como un personaje de Woody Allen en metanfetaminas y sobre filosofía. Todos apuntábamos como estenógrafos en un juicio, a sabiendas de que nuestros apuntes serían quimeras ilegibles. Tyler nos hablaba del modelo triádico del signo de Peirce y de sus posibles correspondencias con la diada de Saussure y yo lo que me moría por saber era si todavía podía tomar la píldora azul y despertar en mi cama porque la realidad no me gustaba nada.
Han de entender en este punto, que la maestría estaba minando las bases de mi autoestima intelectual, único tipo de autoestima con el que yo contaba. Mi única opción era desprestigiar el material que yo no era capaz de comprender. Lichtenberg escribió que había quienes por el sólo hecho de entender una idea muy compleja, ya la consideraban cierta sin someterla a juicio. Yo apliqué el método inverso: como no entendía las ideas, aseguraba que eran basura. Durante semanas me dediqué a criticar con saña a los semiotistas, semiólogos, filósofos y lingüistas a quienes estábamos obligados a leer: logócratas, adictos a la terminología, nefandos aristócratas de la abstracción, constructores de torres de marfil de teoría. Sí, es su culpa por ser inaccesibles, no mía por no estar preparado.
Mi otro consuelo era el consuelo de los tontos, es decir, el hecho de que todos sufríamos. Poco a poco, todos los inscritos en la maestría, empezamos a platicar sobre nuestras dudas y entonces sentí brevemente el solaz de la comunidad: todos estábamos igual de perdidos. De hecho, todas nuestras reuniones de estudiantes parecían en realidad ser sesiones de grupos de apoyo: Hola, soy Jorge y no entendí “Structural-Typological Study of Semiotic Modeling Systems” de Zaliznjak, Ivanov y Toporov.
Hogar dulce hogar
Para acabarla de amolar, estaba mi dormitorio. Cuando yo me imaginé el sitio donde iria a vivir, visualicé un cuarto sí pequeño, pero agradable, con un compañero de habitación de nacionalidad y etnia indeterminada, pero del “tercer mundo”, como yo. Este alguien sería fanático del jazz y el cine también, y en cuestión de horas nos converitríamos en mejores amigos. Nuestro primer encuentro sería más o menos así:
Jorge entra en la habitación y escucha las primeras notas de una intrincada pieza de piano. Se acerca al librero y de inmediato reconoce algunos títulos. En ese momento entra el compañero y dice: Hola, disculpa la música. No te preocupes, digo yo, ¿es Thelonious Monk? ¿Acaso hay otro?, responde él. Yo suspiro. Oye, estaba viendo que tienes varios libros de Calvino, digo yo. Sí, dice él, me encanta. Aunque no es Borges, decimos al unísono. En fin, un amor de ésos… digo, amistad. Una amistad de ésas.
Ahora la realidad: llegué al edificio de residencias: Raatuse 22. En las fotos en internet se veía bien, moderno, y en la vida real se veía igual, así que todo en orden. El primer piso tenía unas mesas de ping pong y muchos jóvenes platicando. También todo en orden. Subí al cuarto piso, donde sería mi nuevo hogar, y entré a mi departamento. De golpe me di cuenta de que el diseñador de interiores muy probablemente había aprendido todo lo que sabía de estética en el Gulag. El suelo era gris plomo, las paredes eran gris pálido y el techo era gris cemento. El espacio mental de un daltónico.
Entré a mi habitación y conocí a mi compañero: un muchacho brasileño cuasi albino, con la cabeza rapada, permanentemente en sudadera y pants, jugando videojuegos. Nos saludamos y desde el principio fue evidente que no tenía mucha experiencia hablando con otros humanos. Empecé a acomodar mis libros y los objetos que me había traído para sentirme más a gusto: un Snoopy, un Charlie Brown, un buhito de peluche. Voltée a ver los adornos sobre la mesa de mi compañero: un demonio y una pequeña escultura de la niña de El Exorcista. No hay que desanimarse, me dije y traté de hacer conversación: ¿Oye y no es difícil el invierno sin sol aquí viniendo de Brasil? Me miró por unos segundos como procesando mis palabras y calibrando una respuesta. No. Silencio. La nave nodriza debe haberle indicado que necesitaba decir algo más porque después agregó: Depende de si te gusta el sol. Suficiente conversación, pensé. Me asomé a su librero. Varios libros de texto y el libro: “Cómo hacer amigos e influir en las personas” que asumo jamás leyó o no entendió.
Este departamento estaba compartido entre seis personas divididas en tres cuartos dobles. Dos todavía no llegaban, así que además de mi compañero de habitación, los otros inquilinos eran: un ucraniano que jamás salía de su cuarto y un paquistaní con el que convivía en las mañanas pues ambos éramos los primeros en despertarnos. Este último, al contrario de mi compañero, era muy platicador, pero su plática se reducía a quejarse de Estonia. Cada mañana durante mes y medio escuché sus quejas mientras comía cereal en silencio y asentía. Una de las cosas que más le gustaba repetir, era la lista de países que, a su parecer, era mejor opción que Estonia: “Canada, better than Estonia; US, better than Estonia; UK, better than Estonia, Germany, better than Estonia”, y así hasta completar casi toda Europa occidental y algunos países de Asia.
Mi único solaz ahí era Mariia, una chica rusa que también vivía en Raatuse 22 y también estaba en la maestría en semiótica, y que odiaba ambas cosas con idéntica pasión. Nuestra amistad se forjó quejándonos de todo mientras fumábamos cigarros frenéticamente en el minúsculo balcón salpicado de caca de paloma. Pocas cosas cimentan una relación como el sufrimiento compartido. Lo recomiendo ampliamente.
Hay una película llamada ‘Más extraño que la ficción’ que me gusta mucho. En ella, un hombre descubre que su vida está siendo narrada, que es un personaje en una novela. Consulta a un profesor de literatura y éste le dice que debe averiguar si su historia es una tragedia o una comedia. A partir de ese momento, el protagonista carga una libretita en donde traza marcas en las categorías de tragedia o comedia de acuerdo a lo que le pasa. Al cabo de un solo día, termina con una abrumadora cantidad de marcas para tragedia. Así fue como un día, en mi caso, se me acabó el dinero, tres meses antes de lo planeado, y tuve que comer galletitas saladas con mayonesa un par de días (¿mencioné que mi compañero dormía durante el día y roncaba como un jabalí constipado?). La conclusión era clara, pero aceptarlo era peligroso: Todo había sido un gran error.
La debacle
Cada viernes iba a Tallin a pasar el fin de semana con F. El sábado y domingo eran un pequeño oasis para mí. Pero el lunes siempre era espantoso. Nos despedíamos y yo me iba a esperar mi autobús de regreso como un soldado que está a punto de ser enviado al frente de una batalla de antemano perdida. Tomaba lentamente un café en la cafetería de la central y fantaseaba con no subirme al camión, dejarlo ir, e internarme en el bosque; vivir como desertor en la deshonra.
F. era mi única fuente de alegría y, francamente, mi único lazo; no hay que ser terapeuta de parejas para saber que esta ecuación sólo podía dar un resultado negativo. Yo me recordaba una y otra vez que no podía arruinar esto para ambos. Trataba de ocultar mi descontento o al menos de maquillarlo, sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el silencio elaborara su propio discurso. Me imaginaba dejar la maestría y buscar trabajo en un supermercado, en el puerto, en una fábrica. Pero claro, en todos estos trabajos hablar estonio era un requerimiento. Y además ¿qué hacer con el dineral que ya había gastado? ¿Y qué con el préstamo?
No quedaba otro camino que la autoconmiseración, arte que a los humanos suele dársenos muy bien, lamentablemente. Hay pocas cosas tan vergonzosas como atravesar un periodo de depresión y luego regresar a revisar la evidencia. Coincido con Montaigne quien dice en su ensayo sobre la tristeza que es “siempre perjudicial, siempre loca y como tal siempre cobarde y baja”, no obstante siempre fallo en mi intento de lograr, como Michel, “solidificar” este bajo sentimiento mediante la reflexión. La reflexión más bien lo empeora todo, lo hunde más a uno, se sumerge uno en la tristeza y se ahoga en sus vapores.
A continuación algunos de los brevísimos apuntes en mi diario:
“Vivo en una isla sola
donde también yo estoy solo.
Tengo las manos cansadas.
Tengo sólo fisuras”.
Pero qué melodramático. Y pleonástico, por si fuera poco. ¿Si la isla está sola, no implica ya eso que yo estoy solo?
Aquí otro ejemplo:
“Lo cierto es que no hay marcha atrás. Esto es lo que hay y no me gusta. Puedo manejarlo o puedo sufrir. Una vez más la batalla es conmigo mismo”.
Pero qué peligrosamente se parece esto a un libro de Coelho.
El accidente
El primer viernes de octubre, el departamento de semiótica organizó una excursión para nosotros. Iríamos a visitar la escuela de artes de la universidad, ubicada en un pueblito llamado Viljandi. Luego iríamos a un museo de textiles tradicionales y finalmente a una ciénaga. Estuve a punto de no ir puesto que costaba cinco euros y no los tenía, pero al final me animé a pedir dinero porque pensé que sería una oportunidad de convivir, distraerme, conocer algo de Estonia, pasarla bien.
Y no me equivoqué. En efecto fue una buena excursión. El día fue soleado y relativamente cálido, el otoño ya había comenzado y Estonia, que es casi puro bosque, era un tapiz de amarillos, ocres y rojos. Viljandi tenía unas ruinas medievales desde donde se podía ver un lago de color azul turquesa. El museo de textiles fue interesante – aunque se necesitaba generosidad para llamar a esos dos cuartitos “museo” – y la comida fue en una casa vieja donde todo se sintió muy auténtico: platos y vasos de distintas vajillas, sillas diferentes, mesas de madera muy vieja, señoras que parecían sacadas de un calendario folklórico. La ciénaga fue lo más fascinante; realmente parecía un paisaje de otro planeta: extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba no había más que manchas de hierba dorada y estanques inmaculados, como espejos. En fin, como diría una tía: Todo muy bonito.
Pero lo verdaderamente interesante ocurrió de regreso. A eso de las cinco nos subimos en el camión. Le pregunté a la profesora acompañante si podríamos llegar a Tartu antes de las 7 pues tenía un boleto para Tallin a esa hora y ella me dijo que no me preocupara, ella también tenía un boleto para ese mismo autobús. Perfecto. Nos subimos y nos sumergimos en esa especie de sopor y camaradería tan agradable que da después de una excursión en grupo. Yo iba sentado con Zhou, mi primer amigo en Estonia, un muchacho de China con un sentido impecable de la moda (cosa que resaltaba aún más mis playeras regaladas en eventos grupales y carreras). Veníamos platicando sobre Arrival, la pelicula de ciencia ficción que, Zhou me contaba, estaba basada en un cuento de un autor chino-estadounidense. Nos pasaron una bolsa de chocolatitos. En ese preciso momento el conductor dio un volantazo. Sentí con claridad, como si fuera mi piel contra la arena, cómo las llantas se deslizaban sobre la tierra blanca. Miré por el parabrisas. El camino comenzaba a quedar en ángulo con respecto a nosotros y el ángulo incrementaba. El camión se inclinó un poco. Miré a Zhou quien de pronto ya no estaba a mi lado, sino que iba quedando debajo de mí; vi sus ojos y boca abiertas, vi la ventana detrás de su cabeza y vi el bosque detrás de la ventana acercarse cada vez más. Un golpe fuerte y el mundo súbitamente en perpendicular. Sólo cuando acabó me percaté de la velocidad con la que todo había ocurrido. Nos habíamos volcado.
Zhou sufría pues todo el peso de mi voluminoso cuerpo lo aplastaba contra la ventana. Alguien se había caído de su asiento del lado izquierdo y ahora estaba parado en la puerta central, junto al baño. Fue la profesora la que rompió el silencio incómodo asomándose desde el frente y preguntando: ¿Están todos bien? Con una enorme sonrisa. El conductor, quien comprensiblemente estaba lívido, se acercó y abrió la salida de emergencia del techo. Salimos uno por uno y luego nos fuimos agrupando sin ton ni son alrededor del camión. Pasamos a hacer lo único que nuestra generación sabe hacer en estos casos: tomamos fotos y video. Luego nos pusimos a platicar, contar chistes, fumar. La profesora nos recomendó aprovechar el tiempo para buscar hongos comestibles en el bosque. Parece chiste, pero ella lo hizo y encontró muchísimos. El chofer se me acercó y me pidió un cigarro. Tenía la cara color papel bond. Después de unos veinte minutos nos avisaron que mandarían a otro camión por nosotros, pero que podía tardar un buen rato, que sería mejor que camináramos hacia la carretera de asfalto. Así lo hicimos. La tarde iba muriendo y oscurecía. Mientras andábamos, me junté con Tyler y Mariia. En este improbable escenario, Tyler resultó ser más que un extravagante genio de la semiótica. Compartimos anécdotas, nos reímos, la pasamos bien. En un punto el bosque se abrió y vimos un enorme campo donde acababan de recoger la cosecha. Había neblina y los rollos de alfalfa se dibujaban en la bruma.

Cuando por fin llegamos a la autopista, no había noticias del camión y comenzamos a preocuparnos. Sugata, otro de mis compañeros y una de las personas más entusiastas que he conocido, propuso que, para pasar el rato, hiciéramos fotografías con un largo tiempo de exposición en donde dibujáramos cosas con luz. Cuando el nuevo autobús finalmente llegó por nosotros, casi estábamos decepcionados. No me habría molestado dormir sobre un rollo de paja.
En ‘Más extraño que la ficción’, cuando un trascabo destruye la casa del protagonista por error, éste va con el profesor de literatura a consultar de nuevo. ¿Qué significa esto? Le pregunta. El profesor le responde que sinceramente ya no tiene idea de si eso es una comedia o una tragedia. Y es que en realidad la comedia y la tragedia son mucho más cercanas de lo que creemos, ¿no? Para los protagonistas de una comedia, las cosas que les ocurren deben experimentarse como pequeñas tragedias. Nos reímos de su desgracia. Pensemos en nuestras propias anécdotas graciosas; apuesto a que en la mayoría de los casos, sufrimos esos sucesos mientras ocurrían, pero a la distancia podemos reírnos. Algún día nos reiremos de esto, decimos para consolarnos y casi siempre es cierto. La labor del humorista es contrarrestar el dramatismo de una desgracia identificando y subrayando el absurdo que todo lo invade. En una sentencia: la comedia es la tragedia que no se da importancia. El único apunte en mi diario por ese entonces que muestra señas de vida inteligente es precisamente: “Debo darme menos importancia”.
El accidente del camión fue el punto en que esto se volvió claro para mí. El que el camión se volcara no me proporcionó una epifanía. No vi mi vida frente a mis ojos y decidí a partir de ese momento vivir cada segundo al máximo No empecé a comer más sano, no me detuve a oler las flores, no sonreí a extraños. Pero sí pensé que acababa de vivir algo muy extraño y eso me llenó de energía. A partir de entonces, si todo fallaba, al menos tenía una gran historia por contar, ya no todo sería en balde. Me imaginé a mis amigos pensando: Sólo a Jorge le puede pasar esto. Me los imaginé riéndose de mi desgracia y no pude más que reír con ellos. Seamos honestos, si Dios existe seguramente nosotros somos su programa de cámara escondida. Mejor asumirlo y reír con él.
Fue después de esto que me dije: bueno, Jorge, tu tiempo de ser el listo se acabó. Ahora tienes que chambear, echarle ganas, estudiar. No eres especial y está bien. La suerte quiso, además, que una o dos semanas después leyéramos a Julia Kristeva en la clase de Tyler. Esto me voló la tapa de los sesos y empecé a obsesionarme. Mientras tanto en la clase de biosemiótica tuve que escribir un ensayo para el cual leí sobre la segunda ley de la termodinámica, sobre las cuatro causas en la filosofía de Aristóteles y sobre la alternativa de Peirce y, cuando lo entendí, eso también me reconectó los cables de la cabeza. Descubrí que era mejor opción tratar de entender las cosas por el simple placer de entenderlas y dejar de pensar si yo era lo suficientemente bueno o no para la maestría.
Antes de venir yo le decía a las personas que me preguntaban: ¿por qué semiótica? Que era porque la semiótica más que una ciencia en sí misma, era una metaciencia. Una especie de lente teórico para poder estudiar caulquier otra cosa. Lo decía sin saber y un poco de dientes para afuera. La verdadera razón era que venía por F. y punto. Y sin embargo, ahora miro hacia atrás y veo que mis ensayos y proyectos me dieron la razón. Escribí sobre un cuento de David Foster Wallace, sobre la historia de la edición en el cine, sobre The Shape of Water, sobre el tráfico de animales salvajes en México debido al narcotráfico, sobre cómo los animales se adaptan a las ciudades, sobre el discurso histórico y político del Museo de Antropología e Historia, sobre las marcas de ropa que se apropian de los diseños indígenas, sobre el axolotol y su casi inevitable extinción, sobre las teorías de la conspiración, y sobre 2666 de Roberto Bolaño. Ahora, dos años más tarde, me doy cuenta de que no preferiría haber estudiado otra cosa. Esto es justo lo que quería hacer.

Al terminar el semestre, fue Tyler el profesor que más me felicitó por mi trabajo. El ánimo que me dio tras mi primer ensayo fue suficiente para seguir intentando. Finalmente fue él mismo mi asesor de tesis y el resto es historia. Curiosamente Tyler y Mariia, quien fue sin duda mi mejor amiga de la maestría, son ahora pareja. F. y yo salimos en citas dobles con ellos.
Y bueno, ya. Aquí acaba la historia por ahora. Ha habido momentos difíciles, sí. Cada seis meses tengo crisis financieras, pero salimos adelante. F. y yo vivimos juntos en Tallin. Estonia es un país muy bello cuando uno presta atención No tengo idea de qué pasará, pero lo que llegue habrá que tomarlo con humor.
Hablando de humor, un par de días después del accidente abrí mi mochila y vi que había guardado la bolsa de chocolatitos que me habían pasado justo antes de que el camión se volcara. No recordaba en qué momento la había puesto ahí, pero pensé que por fin la suerte me sonreía. Luego tomé uno y descubrí que era de chocolate con menta. No cabe duda que si Dios existe es un sádico.
