La sirenita, o porqué el camino a la otredad es otro

Inicialmente no participé en el «debate» sobre la nueva Sirenita de Disney porque no sabía muy bien qué pensaba al respecto. No obstante hoy me cayó como un rayo el peso real del asunto.

Creo que el rechazo al casting proviene de muchas áreas sentimentales e ideológicas. La veta más ruidosa, como siempre, es la racista.

Algunos de los argumentos más elaborados en contra de la elección de actriz tenían que ver con una supuesta «lealtad» al original. «La sirenita» original es un cuento de Hans Christian Andersen, quien era danés y entonces la sirenita debería ser danesa: una sirena nórdica, caucásica. Argumentos así se han usado muchas veces. Hace poco en la película de «Mary, Queen of Scots», hubo muchas quejas que señalaban la inconsistencia histórica de tener asiáticos y afrodescendientes en la Escocia del siglo XVI. Es muy fácil desenterrar el racismo oculto detrás de estas objeciones «racionales». ¿Si tanto les molestaba un afrodescendiente en la corte de Mary, porqué no les molestaba una australiana haciendo el papel de la reina Elizabeth (Margot Robbie)? Australia ni siquiera existía. Eso es un error flagrante que pasa desapercibido para los defensores de la historia. ¿Si tanto les molesta que una criatura mitológica en un cuento danés sea de pronto una afrodescendiente, por qué no les molestó que hubiera un cangrejo cubano en la versión de caricatura?

Habiendo dicho esto, considero que la gran mayoría de las defensas de la elección de Disney eran bien intencionadas, pero igualmente superficiales. Hay algo un poco patético, un poco tétrico, en defender las elecciones de la empresa de entretenimiento más grande del planeta, fundada por un antisemita y cuasi fascista (¿sabían que en 1938 Walt Disney invitó a Leni Riefenstahl a Hollywood y le dio un tour privado de tres horas por el parque? ¿O que en 1937 Disney visitó Italia y se hospedó en la villa del mismísimo Mussolini?) y que hasta la fecha esclaviza mano de obra en otros países para hacer sus juguetes (¿sabían que la muñeca de Ariel se produce en China y que por cada muñeca, que cuesta 35 dólares, una trabajadora recibe 1 penique y trabaja 5 veces el tiempo legal permitido al mes? A ver si Disney tiene el cinismo de utilizar a las mismas trabajadoras chinas para hacer las muñecas de Mulan). Me imagino a los empresarios de Disney muy contentos por la publicidad gratuita de nuestras batallas por los derechos humanos en redes sociales. No sólo ganan toneles de dinero, sino que además ahora consolidan su fama de defensores de la diversidad.

Por supuesto hay un elemento positivo en esto. Sí, Disney es terrible, y sí, sus películas no son más que productos de mercado, pero Jorge, ¿no opinas que al menos es una buena señal que estén integrando a otras etnias, otros colores de piel, otras culturas? ¿No ves lo que tener una heroína así puede significar para las pequeñas niñas de piel oscura que siempre han sido enfrentadas a imágenes de “belleza” y “bondad” blancas? Pues sí, claro. Claro que es bueno. ¿Pero nadie más siente algo detrás? ¿Algo preocupante? ¿Un signo oscuro de nuestro tiempo oculto detrás de la bondad? Yo así lo sentía. Y hoy, leyendo “La expulsión de lo distinto” de Byung-Chul Han de pronto me ha quedado claro. He podido identificar, gracias a la fantástica mente de este filósofo, cómo el veneno no sólo se ha disfrazado de néctar, sino que ha logrado que todos nos pongamos a venderlo.

La tesis fundamental del libro es que el malestar de nuestra sociedad no proviene del exterior sino del interior. El infierno ya no son los otros, sino nosotros mismos. Nuestra enfermedad es la igualdad, la expulsión de la diferencia.

Esto, dice Han, tiene consecuencias profundas, que lo afectan todo: la ética, la epistemología y el ser mismo. Sin la otredad no hay dialéctica y sin dialéctica no hay cambio. El verdadero conocimiento, la comunicación, hasta los acontecimientos se imposibilitan porque tienen la estructura dialéctica de la redención. La redención no significa que las cosas vuelven a un estado anterior, inalterado, sino que hay una resolución que ha creado un nuevo estado por completo. Lo mismo con el conocimiento: el estado actual de la mente se enfrenta con un objeto nuevo, distinto, irreducible en su diferencia, y comprender significa una transformación tanto del objeto como de la mente. Ahora que lo distinto es asimilado por la aplanadora de lo global, estos procesos desaparecen también en favor de otros más superficiales:

“El terror de lo igual alcanza hoy todos los ámbitos vitales. Viajamos por todas partes sin tener ninguna experiencia. Uno se entera de todo sin adquirir ningún conocimiento. Se ansían vivencias y estímulos con los que, sin embargo, uno se queda siempre igual a sí mismo. Uno acumula amigos y seguidores sin experimentar jamás el encuentro con alguien distinto”.

¿Qué tiene que ver esto con La sirenita? Que creo que aquí se revela el cariz real del fenómeno que nos incumbe y se revela en consecuencia su relevancia más allá de otro fenómeno viral. El problema con estas estrategias de inclusión es que no se tratan de la aceptación y el diálogo con el otro, sino de la asimilación del otro, de la obliteración de su otredad: “La comunicación global solo consiente a más iguales o a otros con tal de que sean iguales”.

Byung-Chul Han lo resume magistralmente en la siguiente sentencia: “Como término neoliberal, la diversidad es un recurso que se puede explotar. De esta manera se opone a la alteridad, que es reacia a todo aprovechamiento económico”.

La alteridad es inexorablemente un choque, una violencia, pero una violencia de la que puede nacer un nuevo estado. Tener una experiencia con el otro, con quien es diferente a mí, implica una desestabilización del yo, pero sólo a través de esta dialéctica puede nacer un genuino “nosotros” del encuentro entre “tú” y “yo”, y ambos, tú y yo seremos ya otros. La estrategia de la industria cultural y en realidad de buena parte de nuestra civilización actual es exigir que el otro deje de ser el otro. Que sólo traiga consigo aquellas cosas que lo hacen agradable, interesante, atractivo para mí (aquello que me gusta y que por tanto, es, de cierta forma, ya una extensión de mí). Este fenómeno no dista mucho de lo que ocurría en la era de la segregación racial en Estados Unidos, cuando se hacían excepciones para que músicos negros entretuvieran a audiencias blancas.

La niña de piel negra, el muchacho de rasgos indígenas, la joven aborigen, ya tienen sus héroes y heroínas. Pero las colonizaciones (tanto las mercantiles y militares como las culturales) sepultaron ésas historias, las hicieron vergonzosas o cuando menos, secundarias. Así que no hay razón para celebrar ni defender que ahora esta megaindustria cultural continúe con la labor de aplanar al mundo, de incluir al otro con tal de hacerlo parecido. El camino a la otredad es otro.

Propuestas para resolver la crisis migratoria mundial sin tener que cambiar nuestro estilo de vida

Refugees, Pawel Kuczynski

Refugees, Pawel Kuczynski

Sabemos bien que la crisis migratoria y de refugiados en el mundo entero sólo empeorará con el cambio climático. Año tras año vamos viendo como aumenta la intensidad y frecuencia de “desastres naturales”: inundaciones, sequías, tormentas de nieve, heladas sin precedentes, ondas de calor con temperaturas nunca antes registradas, etc. Por supuesto los países más afectados serán los que tengan menos recursos para enfrentar estos cambios. Las luchas civiles, étnicas y religiosas, además de los conflictos geopolíticos de ayer y hoy se mezclarán con la precariedad derivada de la crisis ambiental y habrá cada vez más desplazados que correrán, como es natural, al norte. Ya lo estamos viendo y lo veremos más y más. El obstáculo principal para buscar soluciones de raíz, según veo, es que todos, desde los principales organismos internacionales y la “comunidad internacional”, los dueños de las grandes fortunas, hasta la mayoría de los ciudadanos de a pie, nos negamos a implementar medidas drásticas para problemas drásticos. Muchos queremos que las personas del mundo dejen de sufrir, sí, pero no queremos que eso nos cause a nosotros ninguna molestia. Así que hoy quiero proponer algunas soluciones para la crisis migratoria que no se salgan de nuestro paradigma actual:

  1. Propongo que Netflix haga un spinoff de “Jefe encubierto” que se llame: “Estrella encubierta” en donde actores y actrices de los más populares, y/o ganadores de al menos un premio prestigioso, y/o cuando menos muy atractivos, serán enviados a sitios como Honduras o Sierra Leona, para viajar con un grupo de migrantes indocumentados. Los ganadores del Oscar a mejor vestuario y mejor maquillaje del año precedente se encargarán, en cada temporada, de hacer a los actores casi irreconocibles, de manera que se integren en los grupos de sufrientes sin ser notados. Al final de cada capítulo el actor o actriz haría una reflexión muy sentida, llorando, ante la cámara. Si es posible cargando a un niñito o niñita. Esto le daría más visibilidad al problema y pondría en primera línea a personas que sí importan (y no a esos anónimos cadáveres de las fotos de las noticias) y con suerte ejercería mucha presión sobre la comunidad internacional. Conviene que el primer capítulo sea con una estrella de carisma irresistible. Mis sugerencias: George Clooney, Samuel L. Jackson, Ryan Reynolds (que le cae requete bien a los adolescentes), o cualquiera de los principales Avengers.

  2. Este plan involucra a Jeff Bezos, quien en este momento tiene un valor neto de 164.9 mil millones de dólares. Al señor Bezos se le plantearía una oportunidad de negocios sin precedentes. La ONU y demás concilios de naciones ofrecerían al magnate la oportunidad de comprar, por un precio irrisorio, todos los países más pobres y más amenazados por el calentamiento global. Con los países me refiero a los territorios, no a las poblaciones, ojo; no es trata de humanos. La condición es que el señor Bezos convierta la mayor parte de las áreas de estas naciones en inmensos almacenes de Amazon donde contrate a toda la población de estos países. A los ciudadanos/trabajadores se les pagaría con comida, hacinamiento, digo, alojamiento y protección de los embates de la madre naturaleza.

  3. También involucra a Jeff Bezos, y aunque más viable en el largo plazo, es quizás más controversial. Esto sería una iniciativa para ofertar por Amazon a los migrantes y desplazados a personas de espíritu altruista del primer mundo. Habría que desarrollar una excelente campaña de mercadotecnia y tener a un equipo de relaciones públicas de primerísimo nivel, claro, porque no faltarán los criticones que empezarán a comparar esto con el tráfico de esclavos por parte de los imperios coloniales. Por ejemplo, el área donde se hicieran estas ofertas podría ser una página web hermana de Amazon en donde cada término sería cuidadosamente elegido. No se “compraría” a personas, no, sino que se les adoptaría como amigos. Pensemos en esto como un paso más allá de Children International, algo todavía mejor, más filantrópico, más conmovedor. Podría hacerse un comercial en el que una persona blanca aparezca feliz en distintas situaciones genéricas junto a una persona de etnicidad vagamente africana, árabe, centroamericana u oriental, y al final el benefactor diga: “Yo creía que yo estaba salvando su vida, pero de cierta forma, él me la salvó a mí”. Otras medidas para evitar atraer malas reseñas podrían ser: 1) los migrantes y refugiados se enlistarían voluntariamente en este programa (aunque habría que recalcarles las consecuencias de no enlistarse: hambruna, plagas, sequías, ahogarse en algún mar o río fronterizo); 2) una vez adoptados, los migrantes serán totalmente libres, aunque su permiso de residencia estará siempre supeditado a sus adoptadores. A cambio de ser recibidos en un nuevo hogar, los amigos-invitados recién llegados tendrían que ayudar en lo que sus amigos-anfitriones requieran. A esto se le puede llamar: “Acuerdo de amistad”. Por seguridad, un chip con GPS se pondrá (muy humanamente y reitero, siempre con su anuencia) en la nuca de los amigos adoptados, para asegurarse de que no traten de alejarse mucho de sus nuevas familias.

  4. Ésta es, casi con toda seguridad, la más eficaz de todas las propuestas, no obstante me temo que nuestra tecnología sigue demasiado en pañales como para aplicarla. La someto a consideración de cualquier modo, en caso de que Elon Musk se anime a crear otra de sus compañías para desarrollar el proyecto. La idea es: usando ingeniería genética de la más avanzada, los migrantes y refugiados que decidan entrar al programa (véase método de convencimiento de la propuesta anterior) serían transformados en perros. Piénsenlo un momento antes de juzgar. Es una idea fantástica. Estoy absolutamente seguro de que si las imágenes emblemáticas de esta crisis humanitaria fueran protagonizadas por perritos en lugar de por humanos, algo ya se habría hecho. El sufrimiento humano es de mal gusto, es aguafiestas, arruina las conversaciones, pone a la gente de malas, nos enfrenta con preguntas que no queremos responder. El sufrimiento de un perrito, en cambio, une corazones y discursos. La mente colectiva de las redes sociales es incapaz de ver sufrir a un perrito. Visualicen el cambio dramático: si en lugar de ver a un individuo de un color de piel distinto al nuestro, sucio por días sin bañarse, y con un atuendo roído por el camino pidiendo dinero para comer, viéramos a un pobre perrito meneando la cola, sin chistar le daríamos pan, lo llevaríamos a nuestra casa, al veterinario y le conseguiríamos hogar. La tragedia de Óscar y Valeria, o la de Aylan, quizás se hubieran evitado si supiéramos de miles y miles de perros y cachorritos que cruzan mares o ríos en condiciones peligrosísimas con tal de encontrar una oportunidad para vivir. Los millones de buenos samaritanos que no emergen con el dolor humano se abrirían como flores de generosidad ante semejante abyección. ¡Pero si son perritos! Gritaríamos. Pobres bebés, hay que hacer algo, diríamos a coro. Y quizás en poco tiempo un porcentaje muy significativo de los migrantes encontrarían una casa donde serían amados.

Estas propuestas podrán parecer absurdas. Y lo son. Pero lo son tanto como las propuestas actuales: el sonsonete del “crecimiento económico”, la promesa del desarrollo que desde hace tanto tiempo pende como una zanahoria frente a nosotros y que seguimos persiguiendo tercamente como mulas. Paquetes económicos, inyecciones de inversión extranjera, préstamos de organizaciones internacionales; son, en el mejor de los casos, paliativos; en el peor y más frecuente, un excelente tónico para la creación o afianzamiento de fortunas exorbitantes. Seguimos tratando de arreglar un sistema dañado pegándolo con cinta adhesiva, cuando lo que se requiere es reemplazar todo el mamotreto o por lo menos hacerle rediseños considerables. La solución real implica cambios drásticos en políticas económicas y tributarias que sean auténticamente agresivas con los grandes conglomerados de empresas mayoritariamente responsables de la catástrofe o de plano un cambio de sistema económico. Siquiera sugerir esto último pone más miedo y más apasionada indignación en los corazones de muchos que las tragedias diarias de los otros. Por ello se siguen postergando las medidas necesarias en favor de buenas intenciones, de filtros con banderas para cada nueva tragedia, de publicaciones indignadas que leerán nuestros amigos y conocidos que coinciden con nosotros para empezar, de listas de Buzzfeed e infografías de Pictogram sobre las diez cosas que podemos hacer para no contaminar. Igual estaríamos rezando tres aves maría y un padre nuestro.

Una carrera matutina

Hay un libro de Murakami que se titula: “De qué hablo cuando hablo de correr” o algo así. Debo admitir que soy muy escéptico con respecto a Murakami. El misántropo snob que habita mi alma ha escuchado a demasiada gente recomendarlo y esa agria voz dentro de mí me dice: “Si le gusta a todos, debe ser muy regular”. He leído un cuento suyo y me gustó a secas. Pero éste no es el tema. Menciono a Murakami y a su libro sobre correr porque, a pesar de no haberlo leído, sé más o menos de que va: correr puede ser muy bueno para pensar y pensar puede ser muy bueno para escribir. Eso me imagino, al menos, y con esa premisa coincido plenamente.

Correr es mi ejercicio favorito. Una de sus mejores características, o al menos la que me atrae más a mí, es que es un deporte solitario. Uno lo hace solo y mientras lo haces, te aíslas del mundo. Los peatones que se cruzan con uno parecen habitar una dimensión paralela; son imágenes indefinidas y difractadas que se confunden entre sí. El corredor existe con él mismo. Y en esta existencia aislada ocurre un fenómeno curioso. Nuestro cuerpo se mueve más rápido, pero nuestros pensamientos se suceden a la velocidad de siempre, como si el cerebro flotara tranquilo, distante de la algarabía de los músculos trabajando, el corazón bombeando sangre agitadamente y los pulmones esforzándose por pescar suficiente oxígeno para sostener la operación. Quizá son este tipo de aparentes desfases los que sostienen la tan persistente dualidad cartesiana. Pero me pierdo por las ramas.

Y bueno, es que justo eso es lo estimulante del pensamiento mientras uno corre. Que mientras las piernas nos llevan en una dirección, la mente fija su propio y errático itinerario. No sé cómo son las cabezas de los demás, pero en mi caso constantemente me reprocho no poder concentrarme. Me molesta estar haciendo algo y que mis pensamientos se escapen cada diez segundos a otro tema, y lo peor es que tampoco se comprometen con ese tema, sino que una vez llegado a él, brincan a otro. Cuando corro, sin embargo, me libero de estos reproches. Es como si mi cerebro fuera un perro mal entrenado y al correr lo llevara a un parque y le dijera, ya, bueno, aquí puedes hacer tu desmadre.

Así que esta entrada es sobre una los pensamientos que tuve en mi carrera de hoy por la mañana. Empecemos por el principio. Justo antes de comenzar, miré hacia mis pies y a un costado de mi pie izquierdo vi una pieza de rompecabezas. Ahí, abandonada, tirada en el suelo, solita. Esto me pareció un hallazgo poético y la recogí. Este tipo de objetos encontrados por azar es lo que llamo: catalizadores de historias. Conforme trotaba, pensaba en esa pieza. ¿Qué se podría escribir a partir de ella? Siempre hay que partir de preguntas. ¿Cómo llegó esa pieza ahí? Me imaginé un niño pequeño, distraído, cargando la cajita del rompecabezas que acaban de darle. Como buen niño, es impaciente así que abre la caja En ese instante su mamá, que ya se había adelantado bastante, lo agarra del brazo y le dice algo como: “¡Peeter, pon atención!” y lo jala para que no pierdan el camión. Por el jalón, una pieza del rompecabezas se cae. Peeter no se ha dado cuenta y más tarde, cuando esté por terminar su rompecabezas, se dará cuenta de que la imagen está incompleta. Luego se siguen cosas de este escenario: Peeter debe ser un niño introvertido e intelectualoide si le emociona un rompecabezas como regalo. Sabemos que Peeter es distraído también. ¿Provienen estas características de su personalidad de un ambiente hostil que lo obliga a abstraerse del mundo? ¿Tiene Peeter una familia problemática? ¿Acaso por eso su mamá tiene prisa? ¿Están huyendo de un padre que los maltrata? ¿La pieza faltante del rompecabezas simbolizará el hecho de que la vida de Peeter siempre estará incompleta?

No lo sé. No escribiré esa historia, pero es divertido pensar. Pronto, el podcast que estaba escuchando me sacó de estas fantasías a medio cocer. Escuchaba 99% Invisibe – un podcast que recomiento muchísimo – pero me sentí engañado cuando Roman Mars – el conductor – anunció que en ese episodio en realidad escucharíamos el podcast de alguien más, y ése alguien más es John Green, el autor de libros para adolescentes como “Bajo la misma estrella”. Estuve a punto de quitarlo, pero ya que me quedaba una media hora de camino, pensé en darle una oportunidad.

Este podcast dentro del podcast se llama “The Anthropocene Reviewed” y la idea es ingeniosa. Un tema específico cualquiera, mientras caiga dentro de la esfera de lo humano, desde el sabor del refresco Dr. Pepper hasta la Basílica de San Pedro, son reseñados y calificados en un formato de 5 estrellas, parodiando las reseñas de Yelp, Amazon Reviews, etc. Esto, por supuesto, es sólo una buena excusa para hablar de temas más interesantes. La primer reseña que escuché, fue la de las pinturas rupestres de la cueva de Lascaux, Francia. La historia de cómo fueron descubiertas ya en sí es interesante. Un adolescente llamado Jacques Marsal iba caminando en el bosque en una tarde de septiembre de 1940, cuando su perro Robot (no era un perro mecánico, el perro se llamaba Robot) se internó en un agujero y no salió. Robot regresó a casa esa noche, pero al día siguiente Marsal decidió regresar con sus amigos a investigar ese agujero. Dentro, encontraron un sistema de cuevas cuyas paredes de roca estaban llenas de pinturas de renos, bisontes, felinos del paleolítico, un rinoceronte lanudo y muchas impresiones de manos. Los adolescentes trajeron expertos y se comenzaron a estudiar las pinturas. Sin embargo, por falta de presupuesto, no se hizo nada para proteger el lugar por un tiempo y dos de los adolescentes que lo habían hallado, decidieron acampar fuera de la entrada a la cueva por casi un año.

Por fortuna, acabando la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Francia se puso las pilas y para 1948 la cueva se abrió al público. No obstante, apenas quince años después, se volvió a cerrar porque los paleoarqueólogos se dieron cuenta de que el dióxido de carbono y la humedad emitida por los más de mil visitantes diarios estaba dañando las pinturas. Y aquí es donde la cosa se pone realmente interesante: En 1983, a doscientos metros de la cueva real, se instaló una reproducción exacta de la cueva original, bautizada Lascaux II, para que los visitantes todavía pudieran ver las pinturas en las condiciones más “auténticas” posibles. Esto envió a mis sinapsis a una nueva empresa porque, qué sugerente es esto de crear una réplica exacta de una cueva y ponerla a doscientos metros de la original. Hay varios senderos filosóficos que recorrer aquí, relativos a la reproducción artística, la iconicidad, ¿qué es lo que apreciamos cuando apreciamos arte? ¿es la obra en sí o la experiencia que la rodea? ¿hay realmente preeminencia entre original y copia? Pero bueno, esto lo han pensado otros – te estoy viendo a ti, Walter Benjamin – con mentes infinitamente más prodigiosas que la mía. En lugar de meterme a esa cueva, elegí la alternativa vecina de la ficción. Por ejemplo: imaginemos que por algún cataclismo– te estoy viendo a ti, calentamiento global – nuestra civilización actual es borrada junto con todo rastro de nuestro saber histórico. Imaginemos que dentro decenas de miles de años, humanos del futuro o alienígenas descubren la cueva de Lascaux (esta vez el perro sí podría ser un perro robot) pero es Lascaux II. Lo datan y descubren que es del año 1983 d.C. (claro que su sistema de medición sería distinto si toda la historia se ha borrado). Para ellos, las características de nuestro mundo contemporáneo serían las del mundo que nosotros sabemos del mundo paleolítico. ¿Importa esta diferencia? ¿Cuál es el original ahora? ¿Depende la originalidad del objeto o de quien descubre el objeto? Y ahora otra versión. Somos nosotros quienes encontramos la réplica. La primer cueva, la hallada en 1940 por Robot, era ya una copia.

Buenas ideas todas estas. O al menos entretenidas para correr. El problema es que en ese punto ya me había perdido la mitad del podcast por andar en el debraye. Le regresé y seguí escuchando. Después del podcast dentro del podcast, Roman Mars hace una pausa para entrevistar, ahora sí en su podcast, a John Greene, el autor del otro podcast. Es en este momento en el que recordé que había estado escuchando a John Green. Y pensé: ¿qué me pasa? ¿Qué está mal conmigo? ¿Cómo puede ser que me haya gustado algo producido, escrito y narrado por John Green, el mismo señor que vive (y muy holgadamente) de escribir novelas hiperedulcloradas para niñas de doce años? Y peor aún, escuchándolo en la entrevista descubro que me cae bien. Bastante bien. ¿Qué me ocurre? ¿Serán las endorfinas por el ejercicio?

Aquí me fui por otra tangente, esta vez pensando qué es lo que me lleva a odiar a John Green si ni siquiera lo he leído. Esto tiene que ver con un estricto código de ética y estética que me he impuesto y que me mueve a odiar a rajatabla a todos los escritores malos o mediocres que a la vez son sumamente exitosos. Es un código que además sigo rigurosamente. Hay pocas cosas que odie tanto, con tanta virulencia, como a los malos autores que escriben best sellers. Este es un odio, además, que está muy extendido entre los “lectores serios”. Creo que hay algo válido en ocasiones detrás de esta aversión. Es la indignación ante la mediocridad premiada, ante aquello que es puro gesto y pose, la literatura rebajada a estrategia de mercado, los escribidorcillos que se pavonean con sus millones de libros vendidos, pero que jamás de los jamases se han internado en el corazón de las tinieblas que es la verdadera literatura. Y sin embargo también creo que mucho de este odio es infundado y más bien envidioso, sobre todo en aquellos quienes, como yo, deseamos ser un día escritores y acariciamos en sueños las mieles del reconocimiento. Pocas especies tan rencorosas e insidiosas deambulan por este planeta como los aprendices de artista que se sienten merecedores de más aplausos. El hecho es que hay casos en que sí, el escritor podrá ser mediocre como una pizza de Lupillos, y rico como hijo de Slim, pero también puede que ese escritor se sepa mediocre y no lo oculte. Escuchando a John Green esta mañana me dio la impresión de que él sabe muy bien lo que es. Que nunca ha pretendido ser un gran autor. Que sabe que escribe libros cursis para niñas de secundaria. Y creo que esto lo aprecio, su honestidad. Digo, alguien debe escribir para las niñas de secundaria después de todo.

En algún momento John Green hablaba de las cosas que odiaba cuando era joven y que ahora, ya a sus cuarenta y tantos (o los años que tenga) le gustan. Mencionó a las Spice Girls. Empecé a preguntarme si lo mismo me estaba pasando a mí en ese momento: ¿El hecho de que de pronto me caiga bien John Green, quiere decir 1) que estoy cambiando de parecer y que mi brújula estética está perdiendo el norte? Y 2) ¿que de pronto me he hecho viejo? No. La verdad no lo creo. Sí me hago viejo, pero creo que más que perder la brújula aprendí algo: los autores no son sólo autores de sus libros, sino personas con varias facetas y pueden ser conocidos por la faceta equivocada. John Green es un autor mediocre, pero un excelente podcastero. Yo le recomendaría que ya sólo se dedique a eso. Él me diría: ¿Y de dónde sacaría los millones para poder dedicarme todo el día a podcasts? Él tendría razón.

En este punto había llegado al final de mi carrera matutina. Tomé el tranvía de regreso a casa. Al llegar a mi departamento y vaciarme los bolsillos del pants me encontré con la pieza de rompecabezas que ya había olvidado. Pensé un momento al respecto tratando de encontrar una enseñanza. Un rompecabezas entero con una pieza faltante es trágico: es una historia sin final; pero una pieza sola sin rompecabezas es prometedora: es una historia que comienza.

Al escuchar esta reflexión dentro de mi cabeza me reproché: Tengo que dejar de escuchar a John Green.

El semiólogo accidental

Photo by Sugata Bhattacharya.

En agosto de 2017 vine a estudiar una maestría en semiótica a Tartu, Estonia. Venir a estudiar a Europa siempre había sido un sueño para mí. La forma en que este sueño se estaba cumpliendo, sin embargo, era un poco como el plano inicial del arquitecto comparado con el proyecto final ajustado al presupuesto. Yo había imaginado estudiar literatura comparada en Edimburgo, o quizás teoría literaria en la Sorbona, no semiótica en Tartu.

Buena parte de los encuentros con amigos, familiares y conocidos en mis últimos dos meses en México fueron más o menos así: Oye, ¿que te vas? Sí, ¿cómo ves? ¡Qué chido! ¿Y a dónde? A Estonia. ¿Y eso dónde es? Explico muy vagamente dónde se localiza el país. Órale, ¿y qué vas a estudiar? Semiótica. ¿Y eso qué es? Procedo a decir lo que leí en Wikipedia: “Pues es como la ciencia de los signos”. Órale. Y en este momento yo esperaba que mi interlocutor no inquiriera más sobre la naturaleza de mis futuros estudios o se daría cuenta de que yo tampoco tenía idea de qué era eso que iba a estudiar.

Otra cosa que escuché muchas veces en esos días de preparación para mi mudanza transatlántica era: ¡Qué valiente! Y yo siempre pensaba ¿por qué? Me iré en avión comercial, los cuales tienden a no caerse; viviré en las residencias universitarias, las cuales en efecto suelen ser sitios de drogas, alcohol y decadencia generalizada, pero como sucede entre “chicos bien” es socialmente aceptado y no se considera sórdido o particularmente peligroso. Por otra parte, había visitado a F. en Estonia un año antes y recuerdo perfectamente que un noticiero dedicó cinco minutos a un reportaje sobre un labrador. No tengo idea de qué dijeron ni los entrevistados ni el narrador, pero nada en las imágenes parecía apuntar a que aquél fuera un perro extraordinario. Mientras tanto en México los noticieros no podían dedicar más de tres minutos a una narcofosa cuando ya se estaba hallando otra. En cualquier caso, con tantas personas diciéndome lo valiente que era, empecé a sentirme bien. El hecho de que todos me consideraran valiente por hacer algo que en mi cabeza no daba razones para sentir miedo era la prueba irrefutable de mi valentía ¿no? Pues lo que yo no sabía en ese punto es que aquello no era evidencia de mi coraje, sino de mi estupidez. El terror me llegaría luego, cuando ya era demasiado tarde.

Y es que, evaluemos mi situación de entonces como si fuera la premisa para una película: Nuestro protagonista es un joven que nunca ha vivido solo. Se va a vivir a un país del antiguo bloque soviético donde se habla un idioma que sólo 1.3 millones de personas hablan y que se considera uno de los más difíciles de aprender del mundo, a estudiar algo que prácticamente nadie conoce (ni siquiera él mismo) y que augura, casi con total seguridad, una carrera brillante como artista del hambre. Nuestro protagonista, además, se va sin becas, con un préstamo que le alcanzará sólo para pagar la colegiatura del primer semestre y sobrevivir lo que él calcula serán unos seis meses (no sospecha que en realidad serán sólo tres meses), y cuya familia se encuentra en una situación financiera inestable, de manera que recurrir a ellos para un rescate de emergencia será imposible. Para agregar algo de drama: nuestro protagonista está emprendiendo este viaje por amor, porque su novia está en Estonia, sin detenerse a pensar que la apuesta es demasiado alta y que hay un montón de cosas que podrían salir muy mal.

Una persona que revise esta sinópsis pensará: Oh, esto es una comedia cruel al estilo de los hermanos Cohen en la que el protagonista terminará cayéndose por la borda de un ferry al mar báltico. O bien: esto es un drama deprimente al estilo de Kieslowski en el que el protagonista terminará arrojándose por la borda de un ferry al mar báltico. Yo, en mi afable estupidez, pensé solamente: todo va a salir bien.

Los primeros días

En efecto, al llegar a Estonia, todo pareció ir bien. Nos dedicamos a pasear por Tallin, cuyo centro es magnífico, la ciudadela medieval mejor conservada en Europa; fuimos al cine a ver Dunkirk en IMAX, cocinamos, leímos, vimos series, fuimos a un parque donde están, reconstruidas casas de distintos puntos y distintos siglos de Estonia. Sí, todo iba a bien. Y luego empezó la maestría.

He de aclarar que F., mi novia, vivía en Tallin y yo estudiaría en Tartu, una ciudad a dos horas y media de distancia. De manera que después de dos semanas idílicas en Tallin, tuve que irme a Tartu. Recuerdo que en el camión vi la película de Kubo, que me estaba encantando, y mi pantalla se travó en el climax, así que no sé qué ocurre. Asumo que los buenos ganaron. Llegué a Tartu a la 1 de la mañana y cargué mis maletas (las rueditas de la única de rueditas se acababan de romper) hasta el edificio de residencias. En un punto me detuve a descansar y cuando voltee hacia mi lado derecho, al escaparate de una tienda, había un inmenso muñeco diabólico que daba la bienvenida a Tartu. Otra buena señal, pensé.

El recibimiento para los estudiantes extranjeros ya fue en sí mismo un anuncio de tormenta. Una mujer se dedicó un buen rato a explicar lo horripilante que era el invierno en Estonia y nos encomió a buscar ayuda psicológica de ser necesario. También recomendó tomar vitamina D para evitar la depresión que, casi inexorablemente, se ceriniría sobre nosotros ante la ausencia de sol. Luego, ya en el departamento de semiótica, el director – un venerable profesor de pelo blanco y voz de tercipelo – le dio casi inmediatamente el micrófono a un profesor mucho más joven, de boina y barba de candado, quien tomó el podium y se puso a hablar frenéticamente, como un personaje de Woody Allen, y dijo (esto lo recuerdo perfecto): “La semiótica es peligrosa. Un poco como la píldora roja en The Matrix. Y todo dependerá de qué tan profundo en el agujero de conejo quieran ir”. Pensé: Chale, este señor está deschavetado, ojalá no nos dé clase.

Ese señor se llamaba Tyler y por supuesto nos dio la materia más importante del semestre: Metodología de la semiótica. Ya desde las primeras clases comencé a percatarme de que no entendía nada. A los únicos semiólogos que yo conocía (y muy superficialmente) eran a Umberto Eco, a Roland Barthes y a Algridas Greimas; y llegando me di cuenta de que estos tres, y en esencia todos los demás de quienes había escuchado, importaban muy poco para el currículum. Aquí todo se trataba, o bien de un señor llamado Charles Sanders Peirce, o de Juri Lotman y su pandilla. Yo ponía cara de entendido, claro, como cuando alguien nos habla de un gran músico que no conocemos y nos hacemos como que conocemos hasta la canción secreta que le compuso a su tía abuela; pero me daba cuenta de que no tenía la menor idea de qué diablos estabamos hablando.

La clase más ininteligible y extraña era (no podía ser de otra forma) la de Tyler. Cada clase el profesor llegaba con una prensa francesa llena de té o de café, con su propia silla, y se ponía a hacer un diagrama en el pizarrón, para luego llenar el resto del espacio libre con terminología, nombres, subdiagramas, símbolos, etc. Después comenzaba y una vez que arrancaba era imposible pararlo. Era como un personaje de Woody Allen en metanfetaminas y sobre filosofía. Todos apuntábamos como estenógrafos en un juicio, a sabiendas de que nuestros apuntes serían quimeras ilegibles. Tyler nos hablaba del modelo triádico del signo de Peirce y de sus posibles correspondencias con la diada de Saussure y yo lo que me moría por saber era si todavía podía tomar la píldora azul y despertar en mi cama porque la realidad no me gustaba nada.

Han de entender en este punto, que la maestría estaba minando las bases de mi autoestima intelectual, único tipo de autoestima con el que yo contaba. Mi única opción era desprestigiar el material que yo no era capaz de comprender. Lichtenberg escribió que había quienes por el sólo hecho de entender una idea muy compleja, ya la consideraban cierta sin someterla a juicio. Yo apliqué el método inverso: como no entendía las ideas, aseguraba que eran basura. Durante semanas me dediqué a criticar con saña a los semiotistas, semiólogos, filósofos y lingüistas a quienes estábamos obligados a leer: logócratas, adictos a la terminología, nefandos aristócratas de la abstracción, constructores de torres de marfil de teoría. Sí, es su culpa por ser inaccesibles, no mía por no estar preparado.

Mi otro consuelo era el consuelo de los tontos, es decir, el hecho de que todos sufríamos. Poco a poco, todos los inscritos en la maestría, empezamos a platicar sobre nuestras dudas y entonces sentí brevemente el solaz de la comunidad: todos estábamos igual de perdidos. De hecho, todas nuestras reuniones de estudiantes parecían en realidad ser sesiones de grupos de apoyo: Hola, soy Jorge y no entendí “Structural-Typological Study of Semiotic Modeling Systems” de Zaliznjak, Ivanov y Toporov.

Hogar dulce hogar

Para acabarla de amolar, estaba mi dormitorio. Cuando yo me imaginé el sitio donde iria a vivir, visualicé un cuarto sí pequeño, pero agradable, con un compañero de habitación de nacionalidad y etnia indeterminada, pero del “tercer mundo”, como yo. Este alguien sería fanático del jazz y el cine también, y en cuestión de horas nos converitríamos en mejores amigos. Nuestro primer encuentro sería más o menos así:

Jorge entra en la habitación y escucha las primeras notas de una intrincada pieza de piano. Se acerca al librero y de inmediato reconoce algunos títulos. En ese momento entra el compañero y dice: Hola, disculpa la música. No te preocupes, digo yo, ¿es Thelonious Monk? ¿Acaso hay otro?, responde él. Yo suspiro. Oye, estaba viendo que tienes varios libros de Calvino, digo yo. Sí, dice él, me encanta. Aunque no es Borges, decimos al unísono. En fin, un amor de ésos… digo, amistad. Una amistad de ésas.

Ahora la realidad: llegué al edificio de residencias: Raatuse 22. En las fotos en internet se veía bien, moderno, y en la vida real se veía igual, así que todo en orden. El primer piso tenía unas mesas de ping pong y muchos jóvenes platicando. También todo en orden. Subí al cuarto piso, donde sería mi nuevo hogar, y entré a mi departamento. De golpe me di cuenta de que el diseñador de interiores muy probablemente había aprendido todo lo que sabía de estética en el Gulag. El suelo era gris plomo, las paredes eran gris pálido y el techo era gris cemento. El espacio mental de un daltónico.

Entré a mi habitación y conocí a mi compañero: un muchacho brasileño cuasi albino, con la cabeza rapada, permanentemente en sudadera y pants, jugando videojuegos. Nos saludamos y desde el principio fue evidente que no tenía mucha experiencia hablando con otros humanos. Empecé a acomodar mis libros y los objetos que me había traído para sentirme más a gusto: un Snoopy, un Charlie Brown, un buhito de peluche. Voltée a ver los adornos sobre la mesa de mi compañero: un demonio y una pequeña escultura de la niña de El Exorcista. No hay que desanimarse, me dije y traté de hacer conversación: ¿Oye y no es difícil el invierno sin sol aquí viniendo de Brasil? Me miró por unos segundos como procesando mis palabras y calibrando una respuesta. No. Silencio. La nave nodriza debe haberle indicado que necesitaba decir algo más porque después agregó: Depende de si te gusta el sol. Suficiente conversación, pensé. Me asomé a su librero. Varios libros de texto y el libro: “Cómo hacer amigos e influir en las personas” que asumo jamás leyó o no entendió.

Este departamento estaba compartido entre seis personas divididas en tres cuartos dobles. Dos todavía no llegaban, así que además de mi compañero de habitación, los otros inquilinos eran: un ucraniano que jamás salía de su cuarto y un paquistaní con el que convivía en las mañanas pues ambos éramos los primeros en despertarnos. Este último, al contrario de mi compañero, era muy platicador, pero su plática se reducía a quejarse de Estonia. Cada mañana durante mes y medio escuché sus quejas mientras comía cereal en silencio y asentía. Una de las cosas que más le gustaba repetir, era la lista de países que, a su parecer, era mejor opción que Estonia: “Canada, better than Estonia; US, better than Estonia; UK, better than Estonia, Germany, better than Estonia”, y así hasta completar casi toda Europa occidental y algunos países de Asia.

Mi único solaz ahí era Mariia, una chica rusa que también vivía en Raatuse 22 y también estaba en la maestría en semiótica, y que odiaba ambas cosas con idéntica pasión. Nuestra amistad se forjó quejándonos de todo mientras fumábamos cigarros frenéticamente en el minúsculo balcón salpicado de caca de paloma. Pocas cosas cimentan una relación como el sufrimiento compartido. Lo recomiendo ampliamente.

Hay una película llamada ‘Más extraño que la ficción’ que me gusta mucho. En ella, un hombre descubre que su vida está siendo narrada, que es un personaje en una novela. Consulta a un profesor de literatura y éste le dice que debe averiguar si su historia es una tragedia o una comedia. A partir de ese momento, el protagonista carga una libretita en donde traza marcas en las categorías de tragedia o comedia de acuerdo a lo que le pasa. Al cabo de un solo día, termina con una abrumadora cantidad de marcas para tragedia. Así fue como un día, en mi caso, se me acabó el dinero, tres meses antes de lo planeado, y tuve que comer galletitas saladas con mayonesa un par de días (¿mencioné que mi compañero dormía durante el día y roncaba como un jabalí constipado?). La conclusión era clara, pero aceptarlo era peligroso: Todo había sido un gran error.

La debacle

Cada viernes iba a Tallin a pasar el fin de semana con F. El sábado y domingo eran un pequeño oasis para mí. Pero el lunes siempre era espantoso. Nos despedíamos y yo me iba a esperar mi autobús de regreso como un soldado que está a punto de ser enviado al frente de una batalla de antemano perdida. Tomaba lentamente un café en la cafetería de la central y fantaseaba con no subirme al camión, dejarlo ir, e internarme en el bosque; vivir como desertor en la deshonra.

F. era mi única fuente de alegría y, francamente, mi único lazo; no hay que ser terapeuta de parejas para saber que esta ecuación sólo podía dar un resultado negativo. Yo me recordaba una y otra vez que no podía arruinar esto para ambos. Trataba de ocultar mi descontento o al menos de maquillarlo, sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el silencio elaborara su propio discurso. Me imaginaba dejar la maestría y buscar trabajo en un supermercado, en el puerto, en una fábrica. Pero claro, en todos estos trabajos hablar estonio era un requerimiento. Y además ¿qué hacer con el dineral que ya había gastado? ¿Y qué con el préstamo?

No quedaba otro camino que la autoconmiseración, arte que a los humanos suele dársenos muy bien, lamentablemente. Hay pocas cosas tan vergonzosas como atravesar un periodo de depresión y luego regresar a revisar la evidencia. Coincido con Montaigne quien dice en su ensayo sobre la tristeza que es “siempre perjudicial, siempre loca y como tal siempre cobarde y baja”, no obstante siempre fallo en mi intento de lograr, como Michel, “solidificar” este bajo sentimiento mediante la reflexión. La reflexión más bien lo empeora todo, lo hunde más a uno, se sumerge uno en la tristeza y se ahoga en sus vapores.

A continuación algunos de los brevísimos apuntes en mi diario:

“Vivo en una isla sola
donde también yo estoy solo.
Tengo las manos cansadas.
Tengo sólo fisuras”.

Pero qué melodramático. Y pleonástico, por si fuera poco. ¿Si la isla está sola, no implica ya eso que yo estoy solo?

Aquí otro ejemplo:

“Lo cierto es que no hay marcha atrás. Esto es lo que hay y no me gusta. Puedo manejarlo o puedo sufrir. Una vez más la batalla es conmigo mismo”.

Pero qué peligrosamente se parece esto a un libro de Coelho.

El accidente

El primer viernes de octubre, el departamento de semiótica organizó una excursión para nosotros. Iríamos a visitar la escuela de artes de la universidad, ubicada en un pueblito llamado Viljandi. Luego iríamos a un museo de textiles tradicionales y finalmente a una ciénaga. Estuve a punto de no ir puesto que costaba cinco euros y no los tenía, pero al final me animé a pedir dinero porque pensé que sería una oportunidad de convivir, distraerme, conocer algo de Estonia, pasarla bien.

Y no me equivoqué. En efecto fue una buena excursión. El día fue soleado y relativamente cálido, el otoño ya había comenzado y Estonia, que es casi puro bosque, era un tapiz de amarillos, ocres y rojos. Viljandi tenía unas ruinas medievales desde donde se podía ver un lago de color azul turquesa. El museo de textiles fue interesante – aunque se necesitaba generosidad para llamar a esos dos cuartitos “museo” – y la comida fue en una casa vieja donde todo se sintió muy auténtico: platos y vasos de distintas vajillas, sillas diferentes, mesas de madera muy vieja, señoras que parecían sacadas de un calendario folklórico. La ciénaga fue lo más fascinante; realmente parecía un paisaje de otro planeta: extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba no había más que manchas de hierba dorada y estanques inmaculados, como espejos. En fin, como diría una tía: Todo muy bonito.

Pero lo verdaderamente interesante ocurrió de regreso. A eso de las cinco nos subimos en el camión. Le pregunté a la profesora acompañante si podríamos llegar a Tartu antes de las 7 pues tenía un boleto para Tallin a esa hora y ella me dijo que no me preocupara, ella también tenía un boleto para ese mismo autobús. Perfecto. Nos subimos y nos sumergimos en esa especie de sopor y camaradería tan agradable que da después de una excursión en grupo. Yo iba sentado con Zhou, mi primer amigo en Estonia, un muchacho de China con un sentido impecable de la moda (cosa que resaltaba aún más mis playeras regaladas en eventos grupales y carreras). Veníamos platicando sobre Arrival, la pelicula de ciencia ficción que, Zhou me contaba, estaba basada en un cuento de un autor chino-estadounidense. Nos pasaron una bolsa de chocolatitos. En ese preciso momento el conductor dio un volantazo. Sentí con claridad, como si fuera mi piel contra la arena, cómo las llantas se deslizaban sobre la tierra blanca. Miré por el parabrisas. El camino comenzaba a quedar en ángulo con respecto a nosotros y el ángulo incrementaba. El camión se inclinó un poco. Miré a Zhou quien de pronto ya no estaba a mi lado, sino que iba quedando debajo de mí; vi sus ojos y boca abiertas, vi la ventana detrás de su cabeza y vi el bosque detrás de la ventana acercarse cada vez más. Un golpe fuerte y el mundo súbitamente en perpendicular. Sólo cuando acabó me percaté de la velocidad con la que todo había ocurrido. Nos habíamos volcado.

Zhou sufría pues todo el peso de mi voluminoso cuerpo lo aplastaba contra la ventana. Alguien se había caído de su asiento del lado izquierdo y ahora estaba parado en la puerta central, junto al baño. Fue la profesora la que rompió el silencio incómodo asomándose desde el frente y preguntando: ¿Están todos bien? Con una enorme sonrisa. El conductor, quien comprensiblemente estaba lívido, se acercó y abrió la salida de emergencia del techo. Salimos uno por uno y luego nos fuimos agrupando sin ton ni son alrededor del camión. Pasamos a hacer lo único que nuestra generación sabe hacer en estos casos: tomamos fotos y video. Luego nos pusimos a platicar, contar chistes, fumar. La profesora nos recomendó aprovechar el tiempo para buscar hongos comestibles en el bosque. Parece chiste, pero ella lo hizo y encontró muchísimos. El chofer se me acercó y me pidió un cigarro. Tenía la cara color papel bond. Después de unos veinte minutos nos avisaron que mandarían a otro camión por nosotros, pero que podía tardar un buen rato, que sería mejor que camináramos hacia la carretera de asfalto. Así lo hicimos. La tarde iba muriendo y oscurecía. Mientras andábamos, me junté con Tyler y Mariia. En este improbable escenario, Tyler resultó ser más que un extravagante genio de la semiótica. Compartimos anécdotas, nos reímos, la pasamos bien. En un punto el bosque se abrió y vimos un enorme campo donde acababan de recoger la cosecha. Había neblina y los rollos de alfalfa se dibujaban en la bruma.

Photo by Sugata Bhattacharya

Cuando por fin llegamos a la autopista, no había noticias del camión y comenzamos a preocuparnos. Sugata, otro de mis compañeros y una de las personas más entusiastas que he conocido, propuso que, para pasar el rato, hiciéramos fotografías con un largo tiempo de exposición en donde dibujáramos cosas con luz. Cuando el nuevo autobús finalmente llegó por nosotros, casi estábamos decepcionados. No me habría molestado dormir sobre un rollo de paja.

En ‘Más extraño que la ficción’, cuando un trascabo destruye la casa del protagonista por error, éste va con el profesor de literatura a consultar de nuevo. ¿Qué significa esto? Le pregunta. El profesor le responde que sinceramente ya no tiene idea de si eso es una comedia o una tragedia. Y es que en realidad la comedia y la tragedia son mucho más cercanas de lo que creemos, ¿no? Para los protagonistas de una comedia, las cosas que les ocurren deben experimentarse como pequeñas tragedias. Nos reímos de su desgracia. Pensemos en nuestras propias anécdotas graciosas; apuesto a que en la mayoría de los casos, sufrimos esos sucesos mientras ocurrían, pero a la distancia podemos reírnos. Algún día nos reiremos de esto, decimos para consolarnos y casi siempre es cierto. La labor del humorista es contrarrestar el dramatismo de una desgracia identificando y subrayando el absurdo que todo lo invade. En una sentencia: la comedia es la tragedia que no se da importancia. El único apunte en mi diario por ese entonces que muestra señas de vida inteligente es precisamente: “Debo darme menos importancia”.

El accidente del camión fue el punto en que esto se volvió claro para mí. El que el camión se volcara no me proporcionó una epifanía. No vi mi vida frente a mis ojos y decidí a partir de ese momento vivir cada segundo al máximo No empecé a comer más sano, no me detuve a oler las flores, no sonreí a extraños. Pero sí pensé que acababa de vivir algo muy extraño y eso me llenó de energía. A partir de entonces, si todo fallaba, al menos tenía una gran historia por contar, ya no todo sería en balde. Me imaginé a mis amigos pensando: Sólo a Jorge le puede pasar esto. Me los imaginé riéndose de mi desgracia y no pude más que reír con ellos. Seamos honestos, si Dios existe seguramente nosotros somos su programa de cámara escondida. Mejor asumirlo y reír con él.

Fue después de esto que me dije: bueno, Jorge, tu tiempo de ser el listo se acabó. Ahora tienes que chambear, echarle ganas, estudiar. No eres especial y está bien. La suerte quiso, además, que una o dos semanas después leyéramos a Julia Kristeva en la clase de Tyler. Esto me voló la tapa de los sesos y empecé a obsesionarme. Mientras tanto en la clase de biosemiótica tuve que escribir un ensayo para el cual leí sobre la segunda ley de la termodinámica, sobre las cuatro causas en la filosofía de Aristóteles y sobre la alternativa de Peirce y, cuando lo entendí, eso también me reconectó los cables de la cabeza. Descubrí que era mejor opción tratar de entender las cosas por el simple placer de entenderlas y dejar de pensar si yo era lo suficientemente bueno o no para la maestría.

Antes de venir yo le decía a las personas que me preguntaban: ¿por qué semiótica? Que era porque la semiótica más que una ciencia en sí misma, era una metaciencia. Una especie de lente teórico para poder estudiar caulquier otra cosa. Lo decía sin saber y un poco de dientes para afuera. La verdadera razón era que venía por F. y punto. Y sin embargo, ahora miro hacia atrás y veo que mis ensayos y proyectos me dieron la razón. Escribí sobre un cuento de David Foster Wallace, sobre la historia de la edición en el cine, sobre The Shape of Water, sobre el tráfico de animales salvajes en México debido al narcotráfico, sobre cómo los animales se adaptan a las ciudades, sobre el discurso histórico y político del Museo de Antropología e Historia, sobre las marcas de ropa que se apropian de los diseños indígenas, sobre el axolotol y su casi inevitable extinción, sobre las teorías de la conspiración, y sobre 2666 de Roberto Bolaño. Ahora, dos años más tarde, me doy cuenta de que no preferiría haber estudiado otra cosa. Esto es justo lo que quería hacer.

Al terminar el semestre, fue Tyler el profesor que más me felicitó por mi trabajo. El ánimo que me dio tras mi primer ensayo fue suficiente para seguir intentando. Finalmente fue él mismo mi asesor de tesis y el resto es historia. Curiosamente Tyler y Mariia, quien fue sin duda mi mejor amiga de la maestría, son ahora pareja. F. y yo salimos en citas dobles con ellos.

Y bueno, ya. Aquí acaba la historia por ahora. Ha habido momentos difíciles, sí. Cada seis meses tengo crisis financieras, pero salimos adelante. F. y yo vivimos juntos en Tallin. Estonia es un país muy bello cuando uno presta atención No tengo idea de qué pasará, pero lo que llegue habrá que tomarlo con humor.

Hablando de humor, un par de días después del accidente abrí mi mochila y vi que había guardado la bolsa de chocolatitos que me habían pasado justo antes de que el camión se volcara. No recordaba en qué momento la había puesto ahí, pero pensé que por fin la suerte me sonreía. Luego tomé uno y descubrí que era de chocolate con menta. No cabe duda que si Dios existe es un sádico.

Photo by Sugata Bhattacharya