Pobre de ti Joaquín El Pescador, que aquella mañana de abril te encontraste de nuevo con el maldito cangrejo, ese cangrejo que años atrás hechizó tu infancia y arrulló tus noches con el metrónomo de sus tenazas.
Aquella mañana recordaste con tristeza al hombre que te rescató del mar, que te cuidó como suyo y te enseñó a pescar, recordaste a tu abuelo, Agustín El Pescador. Y recordaste aquel día en que llegó el maldito cangrejo y se perpetuó en el arrecife y en sus vidas, y atrapó a tu abuelo y lo llevó a la locura. Finalmente recordaste aquel domingo de Pascua, en que tu abuelo se lanzó al mar, sin bote y sin red, en busca del cangrejo y el misterio de la eternidad escondido en su caparazón y en su lugar encontró la muerte en la marea.
Y te quedaste solo Joaquín El Pescador, solo con el mar, hasta aquella mañana lluviosa de abril, en que regresó el maldito cangrejo que no se moría y se paró en el arrecife de nuevo. Y desde ese día Joaquín El Pescador, estás sentado en el puerto, indiferente al mar y a la arena, al sol y a la luna, al mundo y a la vida; y así será por siempre Joaquín El Pescador que como tantos otros, ahora sólo podrás pensar en la inmortalidad del cangrejo.