Una vez que salí del baño y había recuperado la entereza, saludé a Rolf, como era debido y, sólo en este punto, me di cuenta del lugar en donde estaba.
La isla de Manhattan, como quizás sabes, lector, está dividida en calles numeradas del 1 al 220. En ese momento yo estaba más o menos a la altura de la calle 1, en una calle llamada Bleecker Street, en el barrio de NoHo. En el piso cinco. En un departamento de ensueño. El recibidor se abría a un espacio amplísimo, con suelo de madera clara, en donde había, del lado izquierdo, una sala con sillones y sillas de diseñador; del lado derecho el comedor y un muro repleto de carteles fantásticos y, finalmente, la cocina, con una barra de piedra oscura. Además, estaba la habitación principal, la cual no vi, y un estudio con biblioteca, más una pequeña sala de televisión. No supe qué hacer. Es decir, había visto revistas de decoración de interiores, pero nunca había estado dentro de una. ¿Qué se hace? ¿Se puede sentar uno en los sillones, o sólo se debe admirarlos?
Finalmente, nos sentamos, aunque me sentía nervioso de saber que mi posterior rozaba un sillón tan bonito. Rolf se sentó como si fuera su casa y nos hizo sentir en casa también. Nos contó que sobre la misma calle había un cine que exhibía sólo películas de arte y que esa semana tenían en cartelera Stalker, de Tarkovski, recién remasterizada por The Criterion Collection. Por vez primera en mi vida, deseé con toda mi alma ser un millonario, para vivir en ese departamento e ir a ver obras maestras diariamente en ese cine. Justo cuando estaba vagando por las calles de mi ilusión, Rolf me dijo: “Disfruta este departamento, pues dudo mucho que vuelvas a ver uno así en este viaje”. Era una frase honesta. Dudo incluso que vuelva a ver uno así en mi vida.
Estábamos platicando cuando llegó V. Una semana antes, aún en Kansas, Rolf nos había dicho que nos recibiría esta misteriosa “V.”, quien nos tenía contemplados también para ir a una lectura de poesía. Yo supuse que V. sería la novia de Rolf. Imaginé a una mujer hermosa y curvilínea, con esmeraldas por ojos y labios rojos y brillantes. Una adinerada editora neoyorkina, intelectual y segura, con un vestuario elegante, oscuro, provocador sólo dentro de los límites de la belleza. Es decir, la perfecta femme fatale. Cuando V. entró a la habitación, me llevé una enorme sorpresa: 1. Era chaparra y algo barrigona. 2. Usaba lentes y estaba calva. 3. Tenía barba entrecana. 4. Era un hombre (y aquí, lector, es cuando suspiras aliviado, pues ya te estabas imaginando algo muy estrambótico).
Resultó que V. era en realidad un amigo de Rolf, un amigo que hizo años atrás mientras ambos estudiaban una maestría en creación literaria. Ahí, Rolf y V. se habían vuelto amigos cercanos (de manera azarosa, supongo, pues sus personalidades son muy distintas), de manera que cada vez que Rolf debía viajar a NY, V. lo hospedaba.
V. nos dio la bienvenida, no sólo al apartamento, sino a Manhattan, y nos ofreció todo cuanto había en su refrigerador. Elegimos sólo agua. V. comenzó a platicar y, una de las primeras cosas que dijo es que era productor de Broadway. Hace unos años produjo una obra que ganó dos Tonys y actualmente era inversor de otra obra, un musical estelarizado por Josh Groban. Por lo que entendí, V. había sido trabajado en Wall Street y había amasado una cantidad envidiable de dinero, se había retirado joven y ahora vivía el sueño.
Pensé en V., en su deseo de hacerse llamar por una sola letra, en el misterio que lo envolvía, en su departamento lujoso y en su vida cultural. Pensé también en su personalidad, tan afable y dulce a pesar de su deseo de anonimato, y me pareció que estaba conociendo en persona a un personaje salido de una novela de Roberto Bolaño. Un ser interesantísimo, con una vida nutrida de anécdotas, que, sin embargo, sólo hemos de conocer por un instante en el reloj de la vida, para después dejarlo atrás, preguntándonos qué será de él. Y bueno, como el propio Bolaño decía cuando le preguntaban por qué dejaba tramas truncas: “Es que así es la vida”.
La lectura de poesía
Salimos a la calle y Rolf nos guio hacia el bar donde se haría la lectura de poesía organizada por V. En el camino, tomamos una vía alterna para pasar por Washington Park, el parque donde se erige el famoso arco de Friends (ya sé que su significación es más grande que Friends, lector, pero, no te hagas, tú también lo conoces por Friends). Atravesamos el parque, ese curioso claro de la ciudad, donde las personas se relajaban, caminaban, patinaban (a pesar de los letreros que prohibían patinar).
Llegamos al bar indicado y bajamos al sótano. Pedimos una copa de vino tinto cada quien y nos sentamos justo a un lado del pequeñísimo escenario donde los poetas de la noche habrían de reinar por unos minutos.
V., el maestro de ceremonias, subió para inaugurar la velada y presentó al primer literato. Un joven afroamericano quien leyó un fragmento de un cuento. Yo seguía con el sentido del oído casi imposibilitado, así que escuchaba sólo un golpeteo de palabras contra las bolsas de aire que se habían alojado en mi oído interno. Y, no obstante, aunque no entendí casi nada, me gustó. Tenía un buen ritmo. Luego siguió una mujer, alrededor de los cincuenta, rubia y un poco pasada de peso, quien de inmediato decidió escandalizarnos con un poema sobre “su fuego interno”, que tampoco pude escuchar, pero el cual, a juzgar por los rostros del público, era de un erotismo desbordado y muy gráfico. Leyó varios poemas y, mientras leía, un joven sentado frente a mí, asentía y hacía sonidos como: “Mmmh, yeah”, como si estuviera escuchando un gran rap. En mi condición de sordo, me limité a aplaudir.
La escritora que tomó posesión del escenario a continuación era una chica muy guapa, tatuada y con corte a la Skrillex, habló de un viaje a Eslovenia, que hizo con su prometido. Parece ser que sus antepasados fueron eslovenos y, aunque ella había nacido en Canadá, había decidido hacer el viaje en busca de sus raíces a Eslovenia, antes de casarse. Le entendí pocas cosas, pero me llamó la atención que, en lugar de hablar de Eslovenia, habló de sí misma. No había ni una sola escultura, edificio, monumento o arbolito esloveno que no relacionara consigo misma. Como si sus antepasados hubieran sido los arquitectos, escultores y jardineros encargados de aquellas proezas. El texto terminaba más o menos así: “Ahora la veo”, decía su prometido. “¿Ves Eslovenia?”, preguntaba ella, creo que junto a uno de los íconos del país. “No…” (Pausa dramática). “Te veo a ti”. Me pareció de un egocentrismo tremendo. ¿Qué les pasa a los norteamericanos que están obsesionados con saber de dónde vienen? Hay montones de gringos que pagan cientos o miles de dólares por pruebas de ADN que les dicen quiénes fueron sus antepasados. Existen incluso Apps que rastrean el probable árbol genealógico de una persona. Sólo porque la tatarabuela Simbrozkya vino de Polonia, eso no te hace dueño y santo patrono de todo el legado cultural polaco. Me pareció casi tan absurdo como si yo fuera a la Ciudad de México y, señalando el Templo Mayor, dijera: “¿Ahora la ves?… No es México. Soy yo”. No mameyes en tiempo de aguacates.
En fin.
El último en presentar fue el joven que estaba asintiendo con sonoros: “Mmmh” y “You tell them, brotha´!” como si estuviese en un concierto de Tupac. Y, debo decirlo, fue el mejor. Leyó un librito llamado: The Garage? Just torch it. Una antología de poemas breves que (a pesar de que entendí un 25% de ellos) me pareció bueno y cuyo entusiasmo para declamar, hizo mejor. Al terminar nos regaló el libro y lo autografió (con una firma que sospecho improvisada y que, espero por su seguridad, no sea su firma en los bancos y documentos legales).
Pizza y vino… (y seducción fatal)
V., siguiendo su carácter de mecenas del siglo XXI, invitó a todos los presentes a su departamento, para tomar vino y comer pizza. Así que emprendimos el viaje de regreso, pero siendo unas veinte personas más en la caravana.
Yo tenía muy grandes expectativas con respecto a la pizza neoyorkina, de manera que, como casi siempre que uno tiene grandes expectativas, me decepcionó. Estaba algo seca y costaba trabajo masticarla. Tomé vino blanco. Después de un rato ahí, me di cuenta, como en casi todas las aglomeraciones de gente, que no encajaba para nada. Todo mundo hablaba de sus publicaciones, de sus influencias, de sus procesos de escritura. Y yo no sabía qué decir. Así que empecé a aislarme. De pronto, Kristin, me preguntó si quería escapar e ir a The Strand, la librería más famosa de Nueva York. No necesitaba convencerme. Me tenía en “librería”.
Salimos y le dije que debía ir al baño antes, así que me esperó en el descanso fuera del departamento. Pero el baño estaba ocupado, de modo que tuve que esperar. En esos minutos de espera, una mujer, rubia, alrededor de las cinco décadas de edad, con cierto grado de sobrepeso, se aproximó a mí y se quedó contemplando un cuadro en la pared, y, sin aviso, dijo: ¿Qué te parece? Pensé que quizás estaba hablándole a alguien más. Así que esperé y no respondí. Luego me clavó su deslavada mirada azul. ¿Qué te parece? Ahora era evidente que se dirigía a mí, y yo no sabía qué hacer, así que le respondí: ¿Qué?
La pintura, dijo, pasando la mirada velozmente de mí a un cuadro en la pared.
Se tambaleó un poco. Era evidente que había tenido varias copas de vino. Le dije que el cuadro era bonito y seguí esperando que se abriera la puerta del baño. Luego me dijo: Mira, es negra. Supe que no podría seguir ignorándola, así que empecé a ponerle más atención. Comenzó a describirme el cuadro que estaba frente a ambos, como si yo fuera ciego:
-
Mira, las figuras son negras.
-
Sí.
-
Y mira, hay unos que parecen diablos.
-
Ajá.
-
Y uno de ellos está de cabeza y tiene cuernos.
-
Sí, y hay dos perros con cuernos también – dije yo, tratando de no ser muy descortés.
-
Y un monociclo. – terminó ella, como si hubiera descubierto una pista. Para luego preguntarme: – ¿Eres de Nueva York?
-
No. Soy de México.
-
¡¿México?! Es un largo camino para venir a una lectura de poesía…
Entonces supe, al escuchar el tono tipludo de su voz: era la primera poeta, la que leyó poemas eróticos sobre su fuego interno. Me sentí en problemas.
-
No, vine a una conferencia y…
-
(Interrumpiéndome) Oh, eres escritor.
-
No, bueno, intento.
En este punto ella, tambaleándose, mostró un gesto que quise interpretar como de reproche:
-
¿Cómo? ¿Escribes o no?
-
Bueno, este, sí. Pero no soy un escritor conocido.
-
A ver, déjame preguntarte algo – dijo ella acerándose a una distancia incómoda – ¿Qué harías si alguien te dijera que no puedes volver a escribir en tu vida? -. Me puso un dedo sobre el pecho.
-
Ejem… pues yo creo que seguiría escribiendo.
-
¡Entonces eres un escritor! – dijo emocionada, como si estuviera frente a Rimbaud.
A estas alturas yo ya ni quería ir al baño, sólo quería librarme de ella, y, por suerte, el timbre sonó. Ella actuó como si fuera un llamado del hiper-espacio.
-
¿Qué es eso?
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El interfon – dije yo.
Aproveché su embriaguez y la llamada para fingir que el interfon no servía y salí del departamento.
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¿A dónde vas?
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A abrirle la puerta – dije.
Pero al salir le dije a Kristin que corriéramos y que no mirara atrás, pues no quería acabar atrapado en el veterano fuego de aquella extraña poeta. Y corrimos hasta la primera planta, y luego hacia la noche, y luego hacia The Strand, la librería que será nuestra siguiente parada.
¿Qué dices, lector? ¿Que el final de hoy fue flojo? Pues discúlpame. Te has puesto muy exigente. Pero mañana te compensaré, como siempre hago.