Aterricé en el aeropuerto La Guardia alrededor de la 1 de la tarde. Kristin y yo tomamos vuelos separados, así que yo llegué una hora antes. El trayecto había sido un suplicio para mí, pues, como quizás recuerdes, lector, tenía tos y catarro y esto altera a todos los conductos craneales (como mejor sabría explicarlo un otorrino), de manera que el cambio de presión me afectó y durante todo el viaje en avión tuve un dolor muy agudo en los oídos, tanto que pasé gran parte del tiempo balanceándome hacia adelante y hacia atrás en mi asiento, lo cual alarmó claramente a la pobre sexagenaria que viajaba a mi lado.
El caso es que, al bajar del avión, descubrí que había perdido casi todo el sentido del oído. Era como si escuchara al mundo a través del agua y como si en mi cráneo hubiera bolsas de aire que se inflaban y desinflaban. Decidí que tenía que tomar una cerveza. Me acerqué a un establecimiento que se llamaba Beer Place, o un nombre con ese calibre de creatividad (¿Te das cuenta, lector, de que, cuando un nombre está en inglés aquí, lo aceptamos por mediocre que sea?). Un puestito sin chiste donde, sin embargo, apostaron todo por la ridiculez de sustituir a los cajeros humanos con iPads, operación que no les funcionaba gran cosa, porque el cantinero debía ir, explicar y manipular las tablets para completar las órdenes de los comensales. Ordené una cerveza llamada Bronx, que no estaba mala, (y vi que vendían XX ambar como “una suave cerveza mexicana” a 18 dólares… Hablemos de estafas). Cuando iba a medio vaso, el cantinero, que era un latino, se acercó y habló conmigo. Yo apenas y escuchaba a través de mi sordera recién adquirida y me dio miedo que me quisiera cobrar más, o que quizás me estuviera diciendo que mi pobre aspecto molestaba a la muchacha sentada al lado de mí, que tenía una incorruptible cara de fuchi. Lo único que le entendí claramente fue “Sorry” y después me trajo otro vaso de cerveza. Entonces entendí: Me había cobrado una cerveza grande, pero me había dado una chica, de manera que me estaba dando otra chica para remediar su error. El problema es que me quedaba media hora para acabarme una cerveza y media, y que la supuesta pequeñez del vaso era muy relativa. Es decir, era pequeña comparada con una caguama, era grande comparada con un vaso cristiano normal.
Kristin me escribió y me dijo que me esperaba en el área de taxis. Apuré el segundo vaso de un trago, cargué mis maletas y me levanté, constatando inmediatamente que estaba borracho. Y sordo.
Al subir al taxi, como turista nivel legendario, tomé una foto (¿puedes culparme? Son los taxis que hemos visto tanto en películas y series, con sus ventanitas internas para hablar con el taxista). Y después de avanzar unos kilómetros tuve que comunicarle tres verdades de mi estado a Kristin: 1. Estaba borracho. 2. Estaba sordo. 3. Mi vejiga estaba al borde del colapso. Esta última característica era la que requería una solución más urgente y, dado que el tráfico de NY no era fluido (¡no hablemos de fluidos ahora!) tenía que distraerme, encontrar un espacio zen en mi cabeza.
Me gustaría contarte, lector, que mi llegada a la Gran Manzana fue como las que seguramente has visto en el cine. Que vi maravillado desde la ventana del taxi amarillo la Estatua de la Libertad, la línea quebradiza de los rascacielos cortando el cielo, el Empire State (en el cine los taxis parecen ser turibuses, porque apenas en la llegada a la ciudad recorren todas las zonas famosas de una sola vez). Pero mi llegada fue muy distinta. Entre la sensación acuática en mi oído interno y la sensación acuática en mis entrañas inflamadas de cerveza, sólo tenía cabeza para evitar orinarme. Comencé a contar las ventanas de los edificios y cuando esto no sirvió, comencé a multiplicarlas y a dividirlas. A encontrar su raíz cuadrada. A elevarlas a n. A tratar de hallar x. A integrarlas y derivarlas. Pero no lograba concentrarme. Le pedí a Kristin que me contara algo, pero pronto nos quedamos sin historias y lo único que me salvó, fue una pregunta luminosa de Kristin, acerca de poesía latinoamericana, que me llevó a hablar ardorosamente de los antipoemas de Nicanor Parra. Hablando del buen Nicanor, olvidé el torrente de pipí cervecil que se acumulaba dentro de mí. Antes de acabar de contar una anécdota relativa a Parra, a Neruda y a la épica nariz de Neruda, el taxista anunció: Llegamos.
Bajamos del taxi y Kristin presionó en el interfon un botón a un lado de una etiqueta que solamente leía “V.”. Entramos y nos dirigimos al elevador. Yo sentía cómo el esfínter estaba preparándose para el alivio, para el suspiro, para el triunfante “Ah”. Sin embargo, ¡Oh, máquina de los dioses!, el elevador debía ser el más lento de entre los cientos y cientos de elevadores de Manhattan. Las puertas se abrieron después de segundos que se sintieron eternos y subimos hasta el piso cinco, a un ritmo tortuoso, como si dos ancianas artríticas operaran secretamente las poleas que nos hacían subir. Finalmente, llegamos. Rolf, el hermano de Kristin nos abrió y, olvidándome de todos los buenos modales que mi madre me había enseñado con esmero, me salté los rituales y dejé que Kristin explicara mi penosa situación.
Entré al baño y me desahogué. Y mientras la cerveza dejaba mi sistema, comencé a recuperar mis capacidades cerebrales. Miré la sala de baño en la que estaba y vi una pequeña pintura (¿quizá mexicana?) a un lado de mí, a la altura de mis ojos, en la que se mostraban las secuelas de una fiesta de pueblo (creo).
Pensé que era el lugar idóneo para un cuadro así. Un cuadro distendido donde, después de las cervezas (o bebida de tu preferencia) uno sabe que ya la libró.
Me lavé las manos y me mojé la cara. Y al verme en el espejo pensé, al fin: Estoy en Nueva York.