Ser Real: Donde se narra el cumpleaños de nuestro héroe en Detroit y la llegada de un regalo tardío

El domingo 25 de junio fue mi último día en Detroit. Las conferencias ya habían terminado y para entonces, el campus estaba casi vacío. La parvada benévola y entusiasta de los académicos de ASLE había emprendido la vuelta a casa, pero Kristin y yo estábamos varados ahí, esperando el lunes, día en que podríamos irnos a Nueva York. El domingo 25 de junio también fue mi cumpleaños.

El cumpleaños

El domingo es el peor de los días. El lunes es el más odiado, sí, pero este odio es injusto. El lunes es malo sólo porque es el día en el que se reinstaura la rutina, que, si bien es engorrosa, también ofrece pequeños placeres. El domingo, por otra parte, no es un día. Es un limbo de 24 horas. Una especie de sala de espera que hemos de ocupar una vez a la semana, sin que nadie nos atienda y sin saber qué esperamos. Es la melancolía del sábado que ha pasado y no podemos recuperar y la sombra del lunes que se cierne sobre nosotros. La revista Science asegura que el domingo y el lunes son los días con más intentos de suicidio, y probablemente los que lo intentaron el lunes, lo hicieron entonces porque el domingo no tuvieron ni el ánimo necesario para salir de la cama por el frasco de somníferos. Y la suerte quiso (no la suerte, sino el lento avance de los astros y nuestro calendario gregoriano) que mi cumpleaños cayera en domingo. Pero el imperio gris dominical no contaba con Krisitn.

Para empezar el día fuimos en busca de un café. (Haz de saber, lector, que el café es el líquido más importante del mundo para mí después del agua, y ello sencillamente porque el agua se necesita para hacer café). Salimos a caminar por la ciudad en busca de un café abierto, pues todo parecía haber sido arrasado, como si el fin de las conferencias hubiera sido también el fin de la ciudad. Finalmente encontramos un lugar fantástico (y muy caro).

Detroit es un sitio muy interesante, pues ha enfrentado décadas de decadencia, pero se mantiene en pie y de cierta forma funciona como una metáfora habitable del progreso humano y su naturaleza autodestructiva. Una vez la ciudad con mayor crecimiento en Estados Unidos, ahora una especie de paraje postapocalíptico: Las fábricas de autos que fueron las más prósperas del mundo, ahora vacías y llenas de graffiti, son reclamadas de nuevo por la naturaleza que rompe el concreto. Y sin embargo, los hípsters, esa especie que siempre escapa a una taxonomía precisa, han visto aquí una mina de oro y, como aves millenials y chavorrucas carroñeras, se han acercado con sus rayos gentrificadores a transformar los edificios abandonados y las naves industriales derruidas en cafés, bares y tiendas de “diseño”. Y lo cierto es (malditos hípsters) que han logrado rescatar al menos una parte de la ciudad.

El local al que llegamos era un perfecto ejemplo. Evidentemente se trataba de un antiguo almacén, cuyo encanto decadente había sido explotado por los nuevos ocupantes, para tener ahora una cafetería, una tienda de artículos de piel, una de bicicletas y otra de relojes.

Kristin y yo bebimos nuestro café y comimos panqués mientras platicábamos de maestros que habíamos tenido en nuestras vidas y de escritores que eran importantes para nosotros.

Después de esto salimos a caminar. El día era muy soleado y caminamos pausadamente, demorando el avance, como se anda cuando el camino es el fin y no el medio. Fuimos al Museo de la ciudad, en donde Diego Rivera pintó por encargo una sala central, y, travieso (y cabrón, la verdad) como era en la vida y en el amor, pintó fábricas de autos, sí, pero subrayando la injusticia social que había detrás de ellas.

Yo esperaba ver los murales de Diego, e irme, pero el museo resultó ser enorme y estar lleno de tesoros. Había pinturas de los impresionistas originales: Degas, Monet, Renoir; y también del chico malo (y triste) del postimpresionismo: Van Gogh; más los puntillistas: Pissarro y Seurat. También había obra de Cezanne y Gaugin, además de algunas pinturas de Matisse, Modigliani, Picasso (que no encontré) y Francis Bacon, y esculturas de Giacometti.

Nos demoramos en el museo, espacio donde, como en todos los museos, el tiempo se desdibuja y estuvimos tanto tiempo ahí, que terminamos quedándonos a comer. Yo un caldo y un té, porque seguía con tos y ahora con un catarro naciente; Kristin ensalada, porque es rara y le gusta comer cosas sanas.

Al salir del museo Kristin me dijo que debía escribir un correo a su universidad, así que yo me dirigí a mi cuarto a dormir una siesta.

Más tarde nos reunimos de nuevo y nos dirigimos al Jolly Pumpkin, el bar que se había convertido en nuestro sitio preferido en Detroit. Pedimos una pizza y cervezas. Y conversamos. Conversamos sobre todo y sobre nada, en una conversación que volaba errática, como una bolsa movida por el aire. Hablamos del universo, del sentido de la vida, de libros que había que leer y de libros que habíamos leído y de libros que queríamos escribir.

En algún punto, hablamos de cómo el ser humano parece haberlo arruinado todo, si somos honestos. Estamos llevando a la Tierra como la conocemos a su fin y con ello, nos estamos aproximando a nuestro propio fin. Y la culpa es nuestra y de nadie más. Además, hemos desatado guerras sin cesar y estamos viendo ahora cómo odios que queríamos creer enterrados o moribundos han regresado con fuerza. Y, sin embargo, también es cierto, le dije a Kristin, que este mundo es maravilloso, como cantaba Louis Armstrong, y que aunque los humanos somos un desastre, también somos capaces de crear una gran belleza, y no sólo eso, sino que somos los únicos seres en los 450 millones de años de nuestro planeta, que tienen la capacidad de celebrar, cantar y expresar esa belleza. Y que, como dijo Hesse en la introducción a Demian, cada persona es: “el punto único y especial, en todo caso importante y curioso, donde, una vez y nunca más, se cruzan los fenómenos del mundo de manera singular”. Y vale la pena luchar por eso. Vale la pena luchar, incluso cuando parezca que estamos perdidos.

Nos corrieron del bar muy temprano, pues era domingo y cerraban antes de lo habitual. Volvimos a la universidad, nos despedimos, y fuimos a dormir esperando al día siguiente partir a Nueva York.

Me di cuenta ese día, que la suerte (no la suerte, sino el lento avance de los astros y nuestro calendario gregoriano) había decidido que fuera mi cumpleaños un domingo, para demostrarme que es sólo un día más, y somos nosotros quienes decidimos si será una prisión o una fuente de alegría.

El regalo tardío

El viaje terminó, como es debido, y yo volví a México. Los días han transcurrido y he querido engañarme escribiendo, tratando de extender el viaje. Sin embargo, ya mañana se cumplen dos semanas desde que acabó.

Mientras estuve en Estados Unidos, en una de las muchas pláticas que tuve con Kristin, le recomendé que viera Beginners, una película del 2010, dirigida por Mike Mills y protagonizada por Ewan McGregor, Mélanie Laurent y Christopher Plummer. Es una de mis películas favoritas pues me parece una de las películas más honestamente humanas que he visto. Lidia con temas difíciles, como la pérdida y el luto, la naturaleza compleja y muchas veces dolorosa del amor, el miedo al amor, la soledad, la incertidumbre, la autoaceptación; pero lo hace de una manera sencilla y poética, a través de una narrativa rota y múltiple (como la vida), con un perro que habla a través de subtítulos y una serie de fotografías y dibujos intercalados.

La semana pasada Kristin me escribió para decirme que la había visto y le había encantado. Me dijo que particularmente le había gustado la referencia a The Velveteen Rabbit, el clásico de la literatura infantil. Le dije que yo no lo había leído. Respondió: Tienes que leerlo. Era mi libro favorito cuando era niña y quizás aún lo es. Lloré la primera vez y lloro cada vez que lo leo.

Eso fue todo. Pero Kristin es como una especie de punto en el universo donde la generosidad se condensa y adquiere cuerpo y alma, así que esta mañana de martes 11 de julio; mañana lluviosa y taciturna, en mi puerta apareció The Velveteen Rabbit.

Lo leí, desprevenido, mientras la lluvia se estrellaba leve sobre la ventana. Lo leí pensando, ingenuamente, que mi edad me hacía invulnerable a sus efectos. El libro es para niños, yo tengo 25 años. Pero (oh, lector, no cometas mis errores) debí entender que los libros para niños son muchas veces los más profundos, y que, quizá sólo son para niños porque sólo los niños tienen la fuerza (derivada de una visión limpia y esperanzada) para soportarlos, y también que, mientras más se adentra uno en la vida adulta, más necesarios se vuelven. Nos llegan como lecciones tardías, que no aprendimos a tiempo.

Kristin me había dicho que ella había llorado. Pero yo no suelo llorar. Me cuesta mucho trabajo llorar. Vi La tumba de las luciérnagas y también Ladrón de bicicletas, que son las películas más tristes que he visto, y mientras mi hermano y mi madre moqueaban, yo, aunque conmovido, mantuve mis lagrimales adormecidos. He enfrentado la muerte de mis perros (seres a quienes amo como a hermanos o mentores por su amor absoluto e incondicional) sin lágrimas. En ocasiones he buscado deliberadamente cosas que me hagan llorar, porque sé que es necesario, pero fracaso. En resumen, no lloro prácticamente jamás, y nunca, nunca había llorado por un libro. Me había encariñado con los personajes, había lamentado muertes, había extrañado universos literarios; pero nunca había derramado una lágrima. Pero hoy, hoy en el sillón de mi sala, mientras mi madre servía la comida, leí las últimas palabras en el papel y sentí un nudo en la garganta y una ebullición salada y tibia acercándose a mis ojos. La ahogué. Creí estar bien. No obstante, mientras comíamos, me quebré.

Lloré, lector. Lloré como hace años no lo hacía. Lloré incontrolablemente, estúpidamente, ridículamente. Y traté de ahogarlo, traté de reprimirlo, pero el llanto rompió los diques.

Si no has leído The Velveteen Rabbit, no te lo arruinaré, sólo te diré que la premisa es la de un conejito de peluche que pasa los primeros días de su vida abandonado entre un montón de juguetes, sintiéndose solo e inseguro. El único juguete que lo trata bien es un caballo desvencijado, viejo y sabio. Un día el conejo le pregunta: ¿Qué es real? Y el caballo le responde que ser real no se trata de cómo está uno hecho, sino que es algo que le pasa a uno. Y que pasa lentamente. “Generalmente, para cuando eres Real, casi todo tu pelo se ha desgastado por el amor, y tus ojos se salen, y tus articulaciones se aflojan, y te vuelves andrajoso. Pero estas cosas no importan para nada, porque una vez que eres Real, no puedes ser feo, excepto para las personas que no comprenden”. Y el libro muestra que la forma de volverse Real, es a través del amor.

En este mundo cada vez más individualista en el que vivimos, en donde estamos cada vez más aislados y convivimos sólo con pantallas, existe una especie de narrativa que dice que somos autosuficientes. Basta abrir Facebook para encontrarse con 30 publicaciones al día de artículos, imágenes o reflexiones genéricas que dicen, básicamente, que sólo nos necesitamos a nosotros. Eso está muy bien, hasta cierto punto. Quiere decir que debemos amarnos, apreciarnos y no esperar la aceptación de los otros. No obstante, ¿cómo puede uno amarse a sí mismo si nadie le ha mostrado amor jamás? Llegar a decir que podemos prescindir del cariño de nuestros seres queridos es inhumano y, cuando tanta gente comparte las mismas reflexiones prefabricadas, lo que se lee entre líneas es que cada vez necesitamos más esa conexión, pues, como el loco que se repite que no está loco; los solitarios del siglo XXI nos repetimos que no estamos solos si estamos con nosotros mismos.

Traté de rastrear la razón por la cual el libro me conmovió a tal grado. Y empecé a pensar en un episodio de mi niñez que a veces vuelve, como una brisa.

Cuando era un niño pequeño, mis papás trabajaban mucho, y crecí, en gran medida, en los brazos de una muchacha muy joven, quien me cuidaba. Ella era dulce y cariñosa. Pasaba horas jugando conmigo y siempre parecía feliz.

Un día, no recuerdo de qué año, le avisó a mis papás que tenía que irse. Había encontrado otro trabajo. Recuerdo que la vi irse, llena de lágrimas. Pero no se despidió de mí. La entendí cuando crecí: la despedida habría sido muy difícil para ella también y prefirió evitarla. Y sin embargo fue una tristeza muy honda para mí. Ella fue la primera persona, tal vez, que me hizo Real.

¿Quiénes nos hacen Reales? ¿Cómo agradecerlo?

No sé cuál es la respuesta. No sé tampoco, qué podemos hacer con nuestra realidad una vez que somos Reales, pues a veces la realidad duele. A veces incluso, podemos olvidar que somos Reales. Pero existen los amigos y los viajes; existen las conversaciones y las caminatas; existe la lluvia en la ventana y los libros; existen las personas a las que amamos y que nos aman, cada uno como puede con sus errores y sus heridas. Y tenemos la vida, para averiguar el resto.