Los viajes son curiosos, lector, pues aunque están llenos de encuentros y alegrías, hay un contrato preestablecido y tácito en ellos: todo debe acabar, y por lo tanto también están llenos de despedidas y pequeñas tristezas. El martes 20 de junio, tuve que dejar atrás las grandes llanuras de Kansas y pasar al paraíso postindustrial perdido de Detroit; de las tazas de delicioso café casero a los vasos de Starbucks donde mi nombre aparecía mal escrito.
Mis expectativas con relación a Detroit eran bajas. Sabía que era una ciudad enfrentando una larga crisis económica y social. Sabía que era una ciudad parcialmente abandonada. Y encima, el día antes de partir de Kansas, Cedar, el hijo de Kristin, averiguó que también ocupa el segundo lugar en crímenes violentos en Estados Unidos. Sin embargo, como todo en este viaje, fue una dulce sorpresa.
Escena 1: Donde nuestro héroe incurrió en alta traición gastronómica
Al llegar a Wayne State University, lo primero que hicimos después de dejar nuestras maletas, fue buscar algo qué comer.
La universidad contaba con un comedor estudiantil que ya estaba cerrado. Más allá de eso todo era comida rápida: comida china, alitas y… Taco Bell. Contemplé el letrero morado brillante del establecimiento, cautivado por los platillos heréticos que ofrecía y apenado por sentir la tentación de probarlos.
¡Deberíamos comer aquí!, dijo Kristin emocionada como una niña por hacer a un mexicano comer una versión tergiversada y apócrifa de mi comida nacional. Accedí.
Pedí unos Doritos Tacos Locos (uno de esos extravagantes tacos duros llenos de lechuga, pero con la tortilla hecha de doritos) y un Quesarito. Sabían a traición. Claro que no tenían nada que ver con la comida mexicana, pero eso se sabe de antemano. Y sin embargo (¡Oh, Doña Lupe, hacedora de garnachas, perdona mis ofensas!) estaba rico.
Escena 2: Donde nuestro héroe buscó consuelo en el alcohol y encontró macarrones con queso
Esa noche, Kristin fue a dormir muy temprano y yo, que arrastraba una tristeza en aquel momento (algo que no vale la pena explicar), decidí escaparme del campus y adentrarme en la ciudad, en busca de un solaz etílico.
Cuando llegaba a pensar en la posibilidad de ir a Estados Unidos algún día, siempre pensé en que tendría que encontrar un bar como el que aparece en Nighthawks, la famosa pintura de Edward Hopper. Me imaginaba diluyéndome entre los parroquianos de una taberna en el corazón de una ciudad, con la noche presionándose contra los cristales y la iluminación de las farolas recortando una fotografía en blanco y negro. Con un vaso de whiskey en la mano, una melodía en piano demorándose en el aire, y la luz enturbiada por el humo de cigarrillos; mientras Joe, detrás de la barra, limpiaba morosamente un vaso y preguntaba: ¿Qué tal van las cosas? Y yo respondía: Como siempre, Joe. Como siempre.
Lo que obtuve fue muy distinto: Para empezar no se permite fumar en los bares, así que lo del humo era imposible. No sé tomar whiskey y es carísimo, así que eso también estaba perdido de antemano. Además, se acercaban las nueve de la noche, pero el sol seguía brillando. Aun así, esperaba encontrar un sitio donde tomar dignamente una cerveza, pero no hallaba nada cercano (en parte porque no quería perderme alejándome mucho), así que me metí a un lugar que se llamaba “Brewz!” (Yo pensé que tenía que ver con “brew” y por ende con cerveza). No era así.
Entré y había más colores chillones que en una tienda de piñatas y la música no era un piano melancólico, sino una selección de éxitos de pop-eclectrónico. Me acerqué al mostrador como un alienígena en busca de información sobre el planeta al que ha llegado y pregunté cómo funcionaban ahí las cosas, pues nadie me atendía. Me dijeron que tenía que pedir mi platillo (señaló el menú escrito en un pizarrón grande sobre nuestra cabeza) y pagar (extraño método) y yo pregunté si tenían algo de tomar. La mujer señaló un refrigerador con refrescos. ¿Tienen cerveza? Señaló un pequeñísimo refrigerador con tres tipos de cervezas gringas comerciales. Pedí la única que no conocía esperando que fuera mejor que las otras. ¿Y de comer?, preguntó. Me dio pena aceptar que sólo quería una cerveza así que pedí lo más barato: macarrones con queso.
Tomé mi cerveza y comí mis macarrones con queso servidos en un plato de unicel, en una mesa pegada a la ventana. Sentí que aquello era más triste que la pintura de Hopper.
Escena 3: Donde nuestro héroe se encontró con el extraño mundo de los académicos
Desde antes de partir a Estados Unidos, estaba levemente nervioso porque no entendía para nada lo que era ASLE (Association for the Study of Literature and Environment). Iba a participar en un panel ahí, pero no sabía qué hacía la organización. ¿Se reunían a discutir la presencia de un árbol en una novela de Faulkner?
Por otra parte, también me preocupaba cómo me recibirían en su clan. Todos los asistentes tenían doctorados o postdoctorados. Yo apenas recibí mi título de licenciatura hace unos meses. Encima, existe este estigma sobre los académicos de literatura: murciélagos intelectuales que viven en bibliotecas y aulas y deambulan en revistas, publicando artículos para mantener su estatus. Extraños Übermenschen ultra especializados que escriben ensayos que nadie lee sobre el arroz que cocinaba la tatarabuela de Alfonso Reyes y cómo se presenta en su obra poética tardía y las lecturas socioeconómicas que de ello se desprendían del rol de la mujer en el México de los cincuentas. Pero para acabarla de amolar, éstos eran también ambientalistas: veganos fundamentalistas que me mirarían con asco y superioridad si me veían comer un cubito de jamón. Resultó que estaba muy equivocado. La extraña quimera que surge de un académico de literatura preocupado por el medio ambiente, es en realidad un hippie posmoderno amigable y entusiasmado.
En el segundo panel del primer día de la conferencia, me llegó la iluminación. Era un panel sobre literatura latinoamericana y una chica muy joven habló sobre Navidad en las montañas de Manuel Altamirano y de El luto humano de José Revueltas. Analizó cómo la administración posrevolucionaria trató de vender una utopía agraria que sobreexplotó la tierra y dejó enormes porciones del territorio mexicano, otrora fértiles, totalmente áridas; y de cómo esto se reflejaba en esas novelas. Quedé pasmado: en escasos quince minutos, esa ponencia me había aclarado el panorama: en la literatura mexicana hay mucho qué desenterrar relativo al ecosistema. ¿Si podemos hacer estudios de política y sociedad en las novelas de tal o cual, por qué no podemos hacer lo mismo con el medio ambiente?
Al terminar hice un comentario muy ensayado para sonar inteligente, que en esencia era esto: “Quiero agradecerte, porque no entendía un carajo de lo que ustedes hacían, pero ahora ya vi que sí sirve y está bien chido”. Y, contrario a lo que pensé, esto atrajo a un montón de académicos hacia mí que no venían a decirme: “Eres un tarado”, sino “Qué bien que te nos unas, necesitamos nuevas personas de otros países”. Un hombre llamado Christopher, que hablaba un español más correcto que el mío, incluso me recomendó releer poemas de José Emilio Pacheco para encontrar todas las referencias a la naturaleza que había en su obra. De inmediato pensé en su poema por antonomasia: Alta traición:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Después de esto me sentí parte del clan. Un clan ecléctico y estrafalario, abundante en ropajes y cortes de cabello poco ortodoxos, comentarios amables, referencias literarias y entusiasmo deportivo (en sólo dos días escuché a tres personas diciendo: I’m gonna go for a run); éste último un factor regularmente ausente en los académicos, animales sedentarios que cultivan, además de sus cerebros, barrigas prominentes y calvas precoces.
Escena 4: Donde nuestro héroe y Kristin fueron los raros entre los raros
El jueves 22, para el final de la jornada, los organizadores habían preparado charlas y lecturas de poesía en el Museo de Arte Contemporáneo de Detroit. El museo estaba muy cerca de la universidad, así que Kristin y yo decidimos caminar. No obstante, no contábamos con una tormenta que estaba decidida a comenzar al mismo tiempo que nuestra caminata.
Llegamos al museo ensopados y goteando. Entramos a tomar asiento con seguridad, ante las miradas asombradas de los demás asistentes. Pedí una cerveza para mí y una copa de vino tinto para Kristin y tomamos asiento, sin preocuparnos por los charquitos de agua que crecían bajo nuestras sillas. Me sentía orgulloso pues, en un mar de académicos estrafalarios que discutían la presencia de un cactus en un poema de una autora nativoamericana, nosotros éramos los raros.
Al terminar la plática dimos un recorrido por el museo. La exposición abundaba en elementos mexicanos, pero era ecléctica: había veladoras de la virgencita y juguetes de acción del Chapo, pero también una hilera de tapas de vasos de Starbucks. Kristin y yo observamos las obras y al terminar discutimos sobre el arte contemporáneo, el cual no entendemos. Si bien hay elementos valiosos en él y artistas que merecen atención, una enorme porción del mismo está permeada por esta idea “subversiva” de poner basura en una galería y preguntar: ¿Qué es arte? Y la verdad, muchachos, esto ya lo preguntó Duchamp desde 1920 y de nuevo Warhol y sus cajas Brillo en los 60. ¿De verdad vamos a pretender que sigue siendo novedoso? ¿En serio no podemos producir nada mejor? ¿No tienen mejores preguntas para nosotros?
Salimos y fuimos a comer a un bar deportivo en el que absolutamente todos los comensales y todos los meseros y todos los barteneders y todos los cocineros eran afroamericanos, pero Kristin y yo, una pelirroja y un mexicano, ya estábamos acostumbrados a no encajar. Esa tarde (y en realidad toda la vida) nos había preparado para eso.