Ir y volver. ¿Cuál es cuál?

En diciembre de este año viajé a Estocolmo para pasar un mes con mi novia, F, quien en ese momento estaba estudiando un semestre de intercambio allá. Al regresar me propuse escribir las memorias del viaje, pero ¿por dónde empezar? Hay un problema narrativo capital cuando se trata de viajes: uno sabe de antemano que el final será decepcionante. No sé sortear esta dificultad, así que narraré juntos el inicio y el final y dejaré todo lo que hay en medio, la materia del sueño, para futuras entradas.

Ir

Como todo millenial-viajero que se respete, yo quería ser como esos jóvenes de mirada cándida en los carteles de Mundo Joven y para ello necesitaba una mochila de alpinismo (las de mochilero, pues). Busqué en nuestros templos del Shopping locales: Altacia y Plaza Mayor. No encontré nada o lo que encontré era carísimo. Busqué en Amazon y también era carísimo (cuando te percatas de que todo te parece caro, empiezas a pensar que más bien tú eres pobre). Finalmente mi primo, D, ávido escalador y amante de la naturaleza, me contó que un amigo suyo fabricaba mochilas que se ajustaban a mis necesidades, pero sobre todo, a mi reducido bolsillo.

Como D vive en México, tuve que empacar en una maleta vieja que consideré desechable para el trayecto León-CDMX. Llegué temprano a casa de mis tíos y, mientras esperaba que D despertara (tiene fama de dormir como un oso agripado), vi sobre la mesa de la cocina una especie de costal verde militar con dos asas pegadas. Rogué dentro mío que eso no fuera mi mochila, pero sabía que lo era. Cuando D despertó confirmó mi temor. Algo positivo era que podría haber viajado con toda mi ropa, mi cama e incluso algunos miembros de mi familia en esa mochila: era enorme y al no tener cuerpo (cuando digo costal lo digo en serio) era plegable también, así que era práctica. D quiso mostrarme que la mochila tenía además una especie de arnés para ajustarse a la cintura… el arnés no cerró debido a mi voluminosa barriga, minando no sólo mi esperanza de viajar cómodamente, sino mi ya de por sí precaria autoestima.

Del aeropuerto de México no hay mucho que contar. Mi vuelo salía hasta las 11 de la noche y estaba algo aburrido. Comí unas gorditas en el área de comida rápida (¿por qué las garnachas sólo saben bien en la calle?), vi 25 veces el mismo comercial de Cisco en una pantalla frente a mí y por último entré a una galería de fotos de la Ciudad de México del tiempo en que los capitalinos aún tenían el buen gusto de no abreviar su nombre son siglas pretenciosas y hipsters. Y por último, subí al avión.

Creo que fue Orson Welles quien sabiamente dijo que en un avión sólo hay dos sentimientos posibles: el aburrimiento y el terror. En este trayecto predominó el primero, el terror sólo lo siento antes del arranque, cuando inevitablemente me pongo a pensar en Jorge Ibargüengoitia y en lo triste que sería morir como él, pero con la tristeza agregada de no haber publicado nada. Un año antes había viajado a Europa y había tenido la suerte de contar con todas las películas nominadas al Oscar en el catálogo de la aerolínea. En esta ocasión casi podría decir que el catálogo de canal 5 es mejor. Lo único bueno que vi fue una serie de comedia llamada Baskets y no pude continuarla porque no tenían el segundo capítulo. También tuve el tino de elegir, tanto en la cena como en el desayuno, la más desagradable de las dos opciones y lo sé porque la mujer a mi lado eligió en ambas ocasiones lo opuesto a mí y la diferencia era deprimente.

Llegué al aeropuerto Schiphol de Ámsterdam y fue entonces cuando empezó a invadirme la emoción. Estaba a solo dos horas de llegar con F, algo por lo que había esperado meses. Estaba tan cerca en el tiempo que incluso iba a tardar lo mismo F en llegar de su casa al aeropuerto Arlanda que yo en volar de Ámsterdam a Estocolmo. Además, debo decir que Schiphol es un aeropuerto espectacular. Al entrar al baño le escribí a mi hermano para decirle que los baños del aeropuerto eran más bonitos que nuestra casa entera. Me compré un café y me senté a esperar el abordaje cómodamente mientras leía uno de los muchos libros que llevé (y el único que leí): Historia abreviada de la literatura portátil de Enrique Vila-Matas: ya empezaba a ser feliz.

El vuelo fue mucho mejor. Los asientos no tenían pantallitas, pero pude leer. El avión estaba casi vacío, así que también tenía espacio y bueno, el resto puede adivinarse: llegué, recogí mi costal militar y salí, con esa cara de idiota que tenemos todos al llegar a un aeropuerto desconocido y alguien me abrazó tan súbitamente que se sintió como una tacleada: era F.

Y si la vida fuera realmente bella eso sería todo. Esto sería la historia de cómo F y yo nos mudamos juntos y yo estaría escribiendo desde un frío infernal mientras F estaría en lo suyo, en una habitación de 2×2, pero juntos. Y sin embargo los viajes se acaban.

Volver

Treinta y dos días y seis países después llegó la fecha de mi regreso. El retorno (a menos que sea el de Odiseo) nunca es interesante. Es como un espejo de la ida, pero mal iluminado: todo está al revés y deslucido.

Empaqué con ayuda de F y a estas alturas ya me había encariñado con mi mochila, que resultó ser, como Sancho Panza, un compañero de aventuras ideal a pesar de su aspecto. Me despedí del apartamento y de la nieve, del largo camino al metro que para entonces ya sentía mío, del metro mismo y de sus estaciones que ya reconocía, de Estocolmo, que fue un breve paréntesis de alegría.

Cuando llegué, todo había salido mal. Perdimos un camión y tuvimos que esperar casi media hora cerca de la media noche en un frío de -8 grados por el siguiente. Luego no encontramos la parada de autobús indicada para llegar al apartamento de F y caminamos unas 15 veces por la misma calle, yo con una maleta de 2 toneladas. Pero eso importaba poco, fue divertido. ¿Qué clase de primer capítulo de un libro que se precie de ser bueno no incluye algunos incidentes? En cambio el camino al aeropuerto en la vuelta no tuvo incidentes ni demoras. Llegamos a tiempo y, aunque yo seguía tratando de urdir un plan para quedarme, tuvimos que despedirnos.

Lo peor de los aeropuertos, creo, es que son sitios espantosos para despedirse. Suerte tuvo Rick Blane de poder despedirse de Ilsa Lund en la pista de aterrizaje, ahí sí se puede decir sin temor a parecer ridículo que siempre se tendrá París. En la fila para pasar aduanas no hay tal suerte y tampoco se puede “llorar ante las puertas y los puertos” como sugería Girondo… sólo se puede llorar un poco ridículamente entre el barullo de maletas de rueditas y pasos acelerados.

Nótese que estaba tan deprimido que ya ni tomé fotos en el regreso y estoy tratando de distraerlos de este hecho con imágenes sacadas de internet, fallando miserablemente.

El final de un viaje llega siempre como la alarma cuando se está soñando algo dulce, pero es aún peor porque del sueño uno despierta y ya se está de golpe en la realidad, en cambio el viaje se demora mucho en terminar. Uno sabe que ha acabado, pero hay todavía largos trámites y esperas y entonces todo es como esas películas que no saben cuándo acabarse o como despedirse de alguien en un elevador y que la puerta tarde mucho en abrirse.

¿Cuál es cuál?

En el vuelo de Ámsterdam a México, a eso de las 4 de la mañana, mientras sobrevolábamos Groenlandia, el piloto nos despertó diciendo: “Siento despertarlos, queridos pasajeros, pero a su lado derecho podrán ver unas maravillosas auroras boreales”. Yo estaba en el lado izquierdo y lo que pude ver fue un montón de cabezas apiñadas en las ventanitas del otro lado. Esto es precisamente volver de un viaje. Si el avión hubiese tenido el destino contrario, yo habría estado del lado correcto para ver el fenómeno celeste. En el regreso de un viaje lo terrible es que las maravillas existen, pero ya no para nosotros.

Los términos ir y volver son muy relativos porque no se trata realmente de cuál es el punto de partida, sino de cuál es el sitio donde uno realmente está. Te pido perdón, querido lector, por la cursilería que estás a punto de leer, pero has de saber que la cursilería es el tigre que siempre acecha en mis textos, a veces agazapado a veces, como ahora, evidente: Cuando F me recibió yo supe que había vuelto. Cuando entré a mi casa supe que me había ido.

Tengo la impresión de que no volví, pero de que tampoco me quedé. Soy por ahora como una maleta extraviada, viajando indefinidamente en el vientre de aviones anónimos, y estas líneas y las que estén por venir son un intento de distraerme en lo que llegue a mi destino, en que salga de nuevo con cara de idiota en un aeropuerto y me reciba un abrazo inesperado y F me reclame.

Escribo mientras espero volver.