La vida en tránsito

La vida está en otra parte. Ése es el título de un libro de Milan Kundera. Nunca lo he leído, pero el título me gusta tanto que he creado mi propia versión del libro para ese título. En alguna ocasión pensé en comprarlo, pero al leer la contraportada y hallarla tan distinta del libro que yo había inventado en mi cabeza, lo dejé por la paz. La vida está en otra parte y la historia que yo buscaba, quizás, también.

Este año ha sido curioso porque he tenido varios viajes relámpago. He ido dos veces a México y una vez a Guadalajara. Las tres veces pasé casi el mismo tiempo en el transporte que en mi destino. Quiero hablar precisamente del traslado y no del destino. Es el trámite, muchas veces, lo que más perdura. ¿Alguna vez realmente llegamos?

En febrero hice los dos viajes a México. El primero fue para acompañar a mi buen amigo Tak en su graduación. Mala elección de su parte, pues tengo fama de dormirme en las fiestas y, en efecto, en aquella ocasión ya estaba cabeceando antes de que sirvieran el postre. El segundo fue para presentar un examen de inglés y hubiera sido tan aburrido como suena, si Tak no hubiera venido a rescatar el día con una salida express a Coyoacán. En ambas oportunidades salí a la 1 de la madrugada de León. Hay algo en los viajes nocturnos que me fascina. Probablemente me parecen un sueño dirigido. Subirme al camión y esperar a que salga, sentir el temblor del motor que se enciende, mirar la ciudad dormida que se va dejando atrás. Es una alegría curiosa porque es una alegría que tiene como objeto algo inasible; una alegría de pasajero, una alegría previa que a veces es más concreta que la alegría de llegar y que está próxima a otro sentimiento ¿a la nostalgia, a la anticipación?

El 13 de abril fui a Guadalajara a recibir un premio por un cuento. Llegué tarde a la premiación y apenas alcancé a recibir el reconocimiento. En cuanto terminó, salimos del lugar casi corriendo y me llevaron con el grupo de danza a cenar hamburguesas. Estoy en una edad-limbo en el que no pertenezco ni a los alumnos ni a los otros profesores, de manera que comí mi hamburguesa en silencio, con la vista perdida en un enorme boulevard. Al llegar al hotel me advirtieron que debía despertar a las siete para alcanzar el desayuno gratuito. Salí a fumar un cigarro. Afuera había innumerables bares y frente al hotel un antro. La calle estaba a rabiar de coches y de muchachos. Sentí, como muchas veces, que miraba todo a través de un escaparate, como un hombre de una pintura de Edward Hopper, siempre distanciado. Subí a mi habitación, que tenía dos camas enormes y un gran espejo que la duplicaba. No logré dormir y saqué un libro: Papeles falsos de Valeria Luiselli. Al sacarlo de la maleta cayó de él una foto de F. El día anterior había estado buscando esa foto, que me gusta llevar conmigo y no la había hallado. La levanté del suelo y la contemplé un momento, sentado a la orilla de la cama. Vi su sonrisa. Sonreí. La habitación de pronto, no se sintió tan grande. El espejo, de pronto, no duplicó mi soledad. En ese momento F. estaría en París. “La vida está en otra parte”, pensé antes de dormir.

Al día siguiente me levanté para desayunar. El desayuno fue frugal así que decidí ir por un café. Terminé y regresé a León. Si suena anticlimático es porque lo fue.

En realidad, la experiencia más vital estuvo en la ida y la vuelta.

Nunca he pensado en los trayectos como en un molesto interludio necesario. Hay algo en el camino que puede ser más misterioso e interesante que la meta. Esos viajes hacia fuera son también, y sobre todo, viajes hacia adentro.

Aquel viernes de abril salí a Guadalajara a las 6 de la tarde y el sábado regresé a León a las 11 de la mañana, de manera que no tuve problema para estar despierto. Me repartí entre los cambiantes paisajes de la ventana y los cambiantes paisajes de mi libro, acompañado por mi música (los melómanos y los amantes de los viajes sabrán que pocas veces se disfruta tanto la música como cuando se viaja en solitario). Particularmente en el regreso sentí de nuevo esa alegría extraña de la que hablé antes. Leí Papeles falsos. Descubrí que el lugar donde había puesto la foto de F. coincidía con el ensayo por el cual había comprado el libro, una serie de reflexiones sobre la saudade, esa palabra portuguesa que parece estarnos vedada a todos los que no nacimos en la lengua de Pessoa. Valeria Luiselli tiene una prosa luminosa, pero de un tipo de luz de media tarde que entra a través de cortinas, sobre una sala quieta. En ese libro, Luiselli aventura una definición:

“La saudade es estrábica: mira hacia delante con un ojo y hacia atrás con el otro. Cuando el ojo derecho la insta a moverse hacia delante, el ojo izquierdo la exhorta a ir hacia atrás. Por eso la saudade permanece inmóvil en su sitio y los únicos paseos que le son permitidos son los que hace el alma alrededor de sí misma”.

Desconozco si será una definición precisa, pero aún si no lo es, me parece de una gran belleza. Cerré el libro y miré por la ventana de nuevo. Pensé en esa emoción que por falta de mejor palabra había estado llamando alegría. Algo de nostalgia, algo de anticipación. “Saudade”, me repetí.

Ahora, mientras escribo este texto disperso, pienso en mi breve visita a Berlín hace poco más de un año. Por una serie de equivocaciones, llegué al apartamento donde me hospedaría a las seis de la tarde, cuando debí haber llegado a las 3. Era invierno y oscurecía temprano. Lukas, el muchacho que estaba en el departamento, me recomendó visitar un parque cercano para no dar el día entero por perdido. El parque se llamaba Tempelhofer Feld. Descubrí que alguna vez había sido un aeropuerto y que en 2010 lo habían inaugurado como el parque más grande de Berlín. El sol estaba a punto de ocultarse, el cielo descendía hacia el azul profundo. Muy poca gente quedaba ahí. Me puse mis audífonos y escuché Far away, so close, de U2. En ese sitio plano, inmenso, fresco, sentí que estaba viviendo algo importante. Pensé en los aeropuertos, que también son lugares que me maravillan. Espacios de tránsito, los aeropuertos son y no son. Existen sólo como preámbulo, como promesa. Aunque sigamos en la tierra, ya estamos un poco en el aire. En Berlín el aeropuerto donde estaba era pretérito, pero sentí que todos mis viajes eran futuros.

Templehofer feld, foto: GoEuro

Templehofer feld – foto: Go Euro

La última vez que estuve en un aeropuerto fue para despedirme de F. La próxima vez será para reencontrarme con ella. La vida a través de las ventanas, los paisajes en movimiento, los cuartos vacíos y las fotos que nos salvan, los trayectos, tan lejos y tan cerca, nostalgia y anticipación, un ojo hacia atrás y el otro hacia delante: Saudade…

La vida está en otra parte. Viajamos hacia ella.