Vuelta al origen: Manifiesto desordenado con Bolaño en el corazón

Hay dos tipos de personas en el mundo: están los que detectan un cabello en su plato de sopa y de inmediato se lamentan, se llenan de pesar, se acercan al borde del llanto y toman ese filamento que irrumpe en la tersa superficie del líquido como una clara metáfora de la fractura en su vida; se convencen de que no es casualidad, de que ese cabello es una prueba irrefutable más de que un dios malévolo que los aborrece ha ocasionado el repentino desprendimiento de ese folículo del cuero cabelludo del cocinero. Luego están los que no tienen ni siquiera un perro que les ladre y que aun así se alegran de encontrarse un tostón pensando en que aquello es señal de que todo mejorará, de que ahora sí les sonreirá la suerte (normalmente estas personas, acto seguido, sufren algún accidente por haberse distraído para recoger el tostón y luego, con la pierna o el brazo rotos, piensan que es una gran fortuna haberse lesionado tan cerca de la parada de camión que los llevará al hospital). Los primeros abundan en inquisiciones como: “¿Por qué a mí?” y todas sus posibles reformulaciones. Los segundos son afectos a frases hechas de la índole de: “No hay mal que por bien no venga” o “Al menos tenemos salud”. Entre estos dos polos nos ubicamos todos. La mayoría conocemos ambos lados; algunos, los más bipolares (valga aquí especialmente la palabra) deambulamos en la frontera, nos tambaleamos entre un lado y el otro y a todos nos ocurre que, a veces, al palparnos el pecho, nos encontramos con que el corazón no está en su sitio. A veces ha trepado a la cabeza instaurando su errático dominio, a veces se ha desplomado como bola de pinball y ha acabado en alguno de nuestros pies, y notamos como resbala pesado de un lado a otro mientras caminamos. Estos últimos meses el mío se ha alojado justamente en mis zapatos.

Las razones sentimentales para la pesadumbre son difíciles de hallar. Esto no es extraño, la mera unión de las palabras: “razón” y “sentimentales” es un oxímoron. A veces uno tiene motivos de peso para estar triste. A veces no, pero eso da lo mismo. Uno puede inventarse su penumbra, su soledad, su desasosiego. El problema de las emociones es que las inventadas se sienten iguales que las verdaderas. Uno de los artistas que mejor y más obsesivamente ha retratado esa neurosis es Woody Allen, quien ha dedicado toda su filmografía a personas que, sin la posibilidad de acceder a tragedias genuinas, pueblan de sombras su vida interior, y todos sabemos que la vida interior tiene la costumbre de dejar las puertas abiertas para que las sombras salgan y plaguen de oscuridad la vida exterior. En una de las películas más logradas de Allen y sin duda la más bella visualmente: Manhattan, Ira, el protagonista, se recuesta y piensa en las cosas que hacen que la vida valga la pena. A todos nos llega el momento de detenernos y pensar qué espacios quedan para la luz. Ello en sí mismo es material para otra entrada, por ahora bastará mencionar dos elementos centrales en mi vida: uno de ellos es leer, el otro, en menor medida pero también capital, es escribir. Ambos los tengo un poco abandonados, pero especialmente el segundo. Una tesis omnipresente, pesadillezca, Kafkiana (material para otra entrada) es en parte la razón; en parte es sólo la excusa. Es momento de remediar ese error.

Quién sabe quién inventó el dicho de “Lo que bien se aprende, jamás se olvida” pero seguro fue uno de los optimistas más ingenuos de la segunda categoría antes mencionada. Es un dicho que, como diría Jorge Ibargüengoitia, carece de fundamento histórico. Lo que bien se aprende y se deja de practicar se desgasta y en una de ésas, en un descuido por andar creyendo en dichos infundados, se olvida por completo. Dejar de escribir y luego tratar de hacerlo es como dejar de hacer ejercicio y luego volver a ejercitarse (o al menos eso creo por lo que cuentan los que se ejercitan): Uno se engarrota, no aguanta, se distrae demasiado, encuentra excusas para hacerlo luego, para empezar el lunes próximo. En meses pasados logré franquear, aunque no sin cierto problema, esos obstáculos y terminar algunos cuentos que envié a concursos. Dos los perdí (iba a escribir no los gané, pero no estamos para cortesías), en otro pasé a la siguiente fase eliminatoria por la sencilla razón (y juro que no es broma) de que fui el único en esa categoría. Estas experiencias bastaron para alejarme de la página en blanco otro rato. No obstante, en las semanas subsecuentes a dichos tragos amargos, me encontré con el libro de Entre paréntesis de Roberto Bolaño y lo compré. Lo he leído justamente como indica el título, entre paréntesis de los deberes grises de la vida cotidiana. Como me ocurre siempre que leo a Bolaño, descubrí con asombro que me hablaba a mí, específicamente a mí, como los televisores a los personajes de caricatura. Encontré este fragmento:

“También hay que recordar que en la literatura siempre se pierde, pero que la diferencia, la enorme diferencia, estriba en perder de pie, con los ojos abiertos, y no arrodillado en un rincón rezándole a San Judas Tadeo y dando diente con diente”.

Esta frase fue, por supuesto, una cachetada necesaria. Una cachetada, además, de la mano de uno de mis maestros más admirados y más queridos. Me sumí en pensamientos relacionados con esa frase, con Bolaño, con la literatura, con el fracaso, con el destino (por me sumí, no debe entenderse a en ese preciso momento, debe entenderse un hundimiento lento, que se interrumpía a ratos, pero al que volví a lo largo de varios días). Hace ya tres años que un buen amigo me regaló Los detectives salvajes. Lo leí azorado, atemorizado, hechizado y comprendí como pocas veces que un libro puede estar más vivo, mucho más vivo que la propia vida. Cada vez que vuelvo a pisar el territorio de Bolaño vuelvo a sentir esa potencia, esa ardiente lucha contra quién sabe qué, esa amenaza latente y terrible y ese afán extraordinario por vivir. Bolaño, a nadie le cabe duda, caminaba al borde del abismo, miraba al abismo enamorado, y en más de una ocasión se sumergió en él como Orfeo en el averno, regresando cada vez más maltrecho, pero cada vez más mítico, con la literatura, su Eurídice, cada vez más recubierta de misterio y de grandeza. Esta forma de abordar la escritura como único destino, como única salvación y perdición al unísono; esta visión de la literatura que lo hermana con Rimbaud, pone a uno ante una disyuntiva exagerada (pero es que con Bolaño todo se desborda): dejar de escribir porque ya no hay más, o escribir, escribir, escribir. Como enunció Rodrigo Fresán, la obra de bolaño “es una de las que más y mejor obliga a una casi irrefrenable necesidad de leer y de escribir y de entender el oficio como un combate postrero, un viaje definitivo, una aventura de la que no hay regreso porque sólo concluye cuando se exhala el último aliento y se registra la última palabra”.

Fresán habla apoyado por otras máximas de Bolaño; máximas que, de no ser tan perezoso, tendría yo enmarcadas en mi cuarto como Carver tenía enmarcada aquella frase de Chéjov: “… y de repente todo se le aclaró”. Una de ellas lee: “El viaje de la literatura, como el de Ulises, no tiene retorno”, otra: “La literatura se parece mucho a la pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. Estas dos frases, concebidas en clave heroica, son fundamentales en la obra de Bolaño. Al leerlo uno comprende, o al menos siente (sobre todo uno siente) que está ante un hombre que entendía la literatura como una batalla épica, que empuñaba las palabras como Sigfrido contra Fafner. Uno entiende que Bolaño, en el espectro de quien ve el cabello en la sopa y quien se encuentra una moneda en la calle; elegía un tercer punto, quizás al medio aunque quizás por debajo o por encima: entendía que el mundo es un sitio hostil y miserable y que estamos condenados, pero también que ese mundo es el único posible y que en él se resume la alegría, el amor, la esperanza, el asombro.

Las enseñanzas de Bolaño quedan aún para el futuro. Sus tesoros no han acabado de revelarse y seguramente no nos hemos percatado de muchas de sus trampas; sin embargo su legado más grande pareciera ser ése: entender que la literatura es destino y que una vez que se ha elegido ese camino, se recorrerá con mayor o menor éxito, pero ya no podrá desandarse.

Con esto en mente vuelvo a escribir.

“Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo”.