La clase de ballet

En el salón no hay trofeos, ni reconocimientos; hay un retrato en blanco y negro de una bailarina perpetuada en un arabesque perfecto, un piano de pared, una barra y un espejo que recubre un muro entero y duplica la habitación, la escasa luz y a Irma ,quien se encuentra a sí misma más frágil de lo que pensaba, sentada con la mano derecha apoyada en el bastón y el cabello blanquísimo. Mirándola ahora es difícil imaginar piruetas, puntas, saltos… Revisa su reloj y constata con angustia que se hace tarde.

Eva es la última de sus alumnas. Generación tras generación pasaron por esas tablas, con mayor o menor éxito, con facilidad o con torpeza, a lo largo de más de medio siglo, decenas de niñas y muchachas. Quedan como testigo solo las flores en su cumpleaños, las esporádicas visitas, las cartas a granel, todas ellas empezando con: “Irmita, me acuerdo de…”, todas llenas de pasado.

La vejez es cansancio por cargar tanto pasado y tantos futuros perdidos, piensa Irma mientras recuerda por millonésima vez la carta de aceptación de la Royal Academy of Dance y el telegrama de su padre cortando el hilo que apenas empezaba a tejerse entre ella y su sueño. El negocio iba mal, necesitaban su ayuda. La maleta que había empezado a empacar para Londres terminó acompañándola a León, donde hubo de quedarse el resto de sus días

—Disculpe, maestra— dice una vocecita desde el flanco izquierdo del espejo.

La niña corre al vestidor, enredándose en su larga bufanda, tropezando al quitarse sus pesadas botas mojadas, y tras unos instantes sale preparada, con leotardo y zapatillas, aunque con jirones de cabello escapándose del moño.

—Evita, con estos modos no vas a llegar a convertirte en Eva— dice Irma y señala el retrato de la bailarina.

La niña hace puchero y se da la media vuelta para tomar su sitio a un costado de la barra. Al volverse de nuevo, da la impresión de que ha crecido.

Irma pone música en la grabadora y comienza a dictar: “Primera posición. Plié…”, Eva obedece y en cada repetición afina su técnica, suaviza sus gestos, mejora su postura y, más curioso, se vuelve más esbelta, más alta, más adulta.

—¡Eva!— interrumpe Irma —. No quieras adelantarte, vamos paso a paso.

Eva resopla.

—Hoy tengo ganas de algo emocionante, Irmita, quiero grand jeté, pas couru, grand battement...

—Evita, hazme este favor— dice Irma con la voz quebrada y refugia el rostro en la mano.

Eva frunce el ceño. Ve a Irma y su estampa herida le trae a la mente a la adolescente que una vez, hacía ya varias décadas, se había plantado en la puerta de su estudio preguntando tímidamente si era ahí donde enseñaba ballet la famosa Eva Beltri; la misma adolescente que minutos después, cuando le pidió que le mostrara lo que sabía, la sorprendió con una técnica pulida y un talento natural, pero sobre todo con un carácter enorme, de al menos diez veces el tamaño de su cuerpo; la misma adolescente que en un par de años se convirtió en su discípula predilecta y casi en su hija. Eva conoce muy bien a Irma y sabe que lo que necesita en este momento no es una aprendiz, así que deja su posición y camina hasta la frontera de cristal que las separa.

—Irma, ven, quiero verte a ti y no a tu reflejo— dice Eva. Su voz ahora suena rasposa.

Irma se levanta con dificultad y atraviesa el salón vacío. Esperándola está Eva con el cabello gris y la cara cuantiosa en arrugas.

—¿Qué pasa?— pregunta Eva y posa la palma de su mano sobre la fría superficie del espejo, ofreciéndola.

Irma acepta el gesto de consuelo y al encontrarse las manos envejecidas pareciera que son en verdad un reflejo.

—Ay, Evita, no sé. Lo mismo de siempre— dice Irma y mira de reojo la foto de la bailarina —¿Sabes que hasta la fecha me preguntan si ésa en la foto soy yo?”.

—Ya te he dicho que quites ese retrato. Solo te hace pasar tristezas.

—¿Cómo te voy a quitar, Eva? No, el problema no es la foto, ni que nos confundan. El problema es que no lo merezco. Te fallé. No me fui a Londres y como tú me lo advertiste, la vida me comió. Me casé, tuve hijos; las obligaciones me ganaron y mírame ahora, sola en mi academia, con la cadera arruinada y un fantasma como mi única alumna”.

—Bueno, no cualquier fantasma— dice Eva en tono burlón —, sino el fantasma de la bailarina que enseñó a Ana Pavlova a bailar el jarabe tapatío en punta, nada más y nada menos.

Irma se ríe a medias, sinceramente, pero derrotada.

—Te entiendo— dice Eva poniéndose seria —. La vida te dio otras cartas. Ni modo. ¿Qué vas a hacer?

—No me entiendes. Tú creciste para ser Eva Beltri. Apareciste en películas,  viajaste por el mundo, tus zapatillas serán preservadas por algún museo. Yo soy la maestra Irmita y eso es todo.

Al decir esto, Irma desploma todo su magro peso sobre el bastón.

—Yo no tuve la oportunidad de saber qué bailarina pude haber sido.

—¿Tú sabes por qué vengo aquí cada noche?— pregunta Eva de pronto.

—Para hacerme compañía— responde Irma.

—Tú eres tonta, ¿o qué?— dice Eva francamente fastidiada —. Mira a tu alrededor, mira este salón, escucha el barullo de medio siglo almacenado aquí, relee las cartas apiladas en tu escritorio. Vengo porque quiero aprender con la maestra Irmita de la que tanto hablan.

Irma eleva sus ojos para encontrarse con los de su antigua mentora.

—Quizás nunca sabrás si pudiste ser la mejor bailarina; pero una cosa es segura: eres la mejor maestra— dice Eva y, sin mediar más palabras, vuelve a la barra.

Desde ahí, nuevamente con voz y cuerpo infantil, pide:

—Empecemos la lección, que ya es tarde.

Irma regresa a su asiento y se dispone a reanudar la clase.

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