Diario de un lector: de Los detectives salvajes a 2666, parte I

Ésta es la historia de la lectura de un libro. Es también la historia de la memoria de la lectura de otro libro. Y la historia de la vida alrededor de esa lectura. Y una historia de juventud y de amistad.

El viernes de la semana pasada, en el café de una librería céntrica en Tallin, terminé de leer 2666 de Roberto Bolaño. Mientras daba vuelta a las últimas páginas, sentí de pronto una fuerte tensión. La misma tensión que empieza a atenazar el cuerpo cuando uno está en una montaña rusa, subiendo a través del rechinar mecánico a sabiendas de que se acerca la caída final. Me levanté de mi asiento y me puse a dar vueltecitas como recluso alrededor de mi silla, sin importarme en lo más mínimo lo que los otros comensales pudiesen pensar de mí.

Una vez acabado me quedé callado. Muy callado. F, quien estaba en la misma mesa trabajando: “¿Y…? ¿Te gustó?”. La miré desorientado sin saber qué responder. Ella no tenía manera de saberlo, pero me parecía que esa pregunta no aplicaba para este libro. Es un libro masivo, una novela de 1119 páginas, un monstruo de muchas cabezas que, yo sentía, seguía teniendo sus garras sobre mí. Balbuceé un poco y sólo atiné a decir: “Siento como si acabara de correr un maratón y también como si me hubieran atropellado”.

Pero habrá que volver en el tiempo un poco.

Compré mi edición de 2666 en la Feria del libro de León en 2014. Durante meses lo tuve almacenado y sin abrirlo, como gran parte de los libros que compro, pero en ese caso, no por desidia o pérdida de interés – todos lo hemos vivido: estar en una librería y toparse con un título (o varios) y pensar que lo deseamos con un deseo impostergable y que ese deseo proviene de una necesidad íntima y urgente, sólo para llegar a casa y ponerlo en una mesa y luego irlo olvidando poco a poco – sino porque quería leerlo de verdad, leerlo en vilo, leerlo como poseso, leerlo como leía cuando era niño y, para ello, sabía que necesitaba tiempo. Finalmente, en diciembre de ese año, fui a la playa con amigos. Decidí llevarme el libro. Y así, mientras ellos actuaban como jóvenes sanos mental y físicamente jugando vóleybol playero, yo me sentaba en una tumbona y leía. Muy temprano por las mañanas, mientras ellos aún roncaban, yo me salía a sentarme en la playa a leer. Aun así, por supuesto, no acabé el libro. Estuve lejos de acabarlo. Acabé sólo el primer capítulo/libro, dedicado a cuatro críticos literarios jóvenes, amigos obsesionados con Benno von Archimboldi, un escritor esquivo a la Thomas Pynchon. Digamos que unos nuevos detectives salvajes, igual de jóvenes y de ansiosos, pero europeos y exquisitos. Una más o menos breve pesquisa de aliento épico que surca el viejo continente y acaba, increíblemente, en una ciudad al norte de México. Me dejó impresionado y satisfecho.

El problema es que las vacaciones fueron breves y los meses siguientes tumultuosos. Yo, recién salido del mundo universitario, estaba dándome de topes encontrando docenas de trabajitos que consumían buena parte de mi tiempo. La otra parte la dedicaba a tratar de avanzar en mi tesis. En este trajín, pronto olvidé el libro y una minúscula capa de polvo hizo palidecer su portada.

El tiempo pasó como suele hacerlo, inmisericorde y veloz, pero sobre todo invisible. Como una de esas personas que se van de una fiesta sin despedirse y cuya ausencia se nota mucho después cuando ya avanzada la noche alguien pregunta: ¿Oye, y fulano, a qué horas se fue? Así, sin darme cuenta ya era agosto de 2017, yo ya tenía 25 años y estaba empacando para venir a estudiar a Estonia.

Todos mis amigos cercanos me recomendaron traer unos tres libros, máximo. Un profesor y amigo me recomendó no traer ninguno y conseguir un Kindle. Todos sabían de antemano que no los escucharía. Traje catorce libros. Entre ellos traje dos de más de 1000 páginas. Uno de esos dos eran las Obras Completas de Borges, que es mi equivalente de la Biblia. El otro era 2666.

Uno o dos días antes de venir, escribí un post en Facebook despidiéndome de las personas a quienes no pude decir adiós. Cuando ya iba rumbo a Ciudad de México en autobús, recibí una llamada. El nombre del contacto me sacudió pues es alguien a quien llevaba dos años sin ver y al menos un par de meses sin escuchar. Antes de descolgar ya podía escuchar la voz diciendo dos palabras

¿García Madero?

Pero habrá que volver en el tiempo.

Era mayo de 2012, saliendo de la universidad, me encontré con un grupo pequeño de jóvenes con una manta en el suelo. No recuerdo todo el contenido de la manta y no logro recordar tampoco sus consignas, pero recuerdo que figuraba la cifra 132. Fue, y perdonen la cursilería, un golpe del destino. Por esos días, quizá tan sólo un par de días antes, yo había visto el video de los 131 estudiantes de la Ibero de México. Podría decirse que entonces yo era como un cerillo. Existía en mí la indignación, la materia necesaria para la combustión, pero sólo eso. Aquel video había sido la lija que propició la llama. Una llama contenida y diminuta, con deseos de encender algo que expandiera el fuego, sí, pero que, sin saber cómo, probablemente moriría como mueren todos los cerillos que se malgastan. Recuerdo sólo difusamente que estaba muy inquieto, muy ansioso por hacer algo, por iniciar algo, pero no tenía idea de qué. Entonces me encuentro con esos muchachos a la puerta de mi universidad. El más enardecido de ellos, con cabello largo y barba y el nombre de Abdiel, me entregó un papel con un lugar y una hora para reunirnos. Ese sería el comienzo de un incendio.

Esa tarde fui al Forum Cultural, al pequeñísimo anfiteatro que hay al centro de la explanada de las artes. Ahí nos juntamos, si acaso, unas diez personas y creo que exagero. Pero la falta de cuórum se compensaba con ánimo. Sobre todo el ánimo de Abdiel quien hablaba con la entrega de quien aún cree que las palabras pueden cambiar al mundo. Yo escuchaba, callado. Un poco tarde se nos unió alguien más, un tipo con barba corta, lentes, pantalón de mezclilla y chamarra y mochila negra. No sé porqué me pareció un técnico en computación. Quizá por la mochila y los lentes. Se le veía muy serio, pero entonces yo no entendí que más que seriedad eso era decisión. En algún punto, Abdiel dictaminó que teníamos que organizarnos y repartirnos responsabilidades. Como suele suceder, al minuto que aquello dejó de ser ilusión y empezó a proyectarse la sombra del compromiso, nacieron las miradas nerviosas que ya delataban a quiénes se saldrían del grupo antes de que estuviera formado. Preguntaron si alguien era bueno para escribir. Yo alcé la mano algo temeroso. El tipo de negro la alzó con seguridad, notando a la vez mi mano alzada y lanzándome una mirada que yo no supe descifrar. Ahí mismo, y cual maestro de escuela, Abdiel nos dijo que trabajáramos en equipos. Nuestro equipo de escritores (he olvidado si había alguien más) tenía la tarea de escribir un comunicado sobre la primera reunión del 132 en León y la formación oficial, digamos, de una célula leonesa. He olvidado por completo el contenido de nuestra primera colaboración, pero sí recuerdo que, ante algunas de mis sugerencias, el tipo de negro, que a estas alturas ya se había presentado como David, me lanzaba miradas cuyo significado comenzaba a esclarecerse. Eran las miradas de un boxeador experimentado que de pronto distingue algunos golpes aislados de un novato y se dice a sí mismo: “Ahí hay algo”.

Fue el inicio del periodo más intenso y convulso de mi vida. Pero al contrario de lo que suele decirse de los periodos así, no quedó grabado indeleble en mi memoria. Más bien parece como un sueño distante del que me quedan jirones desordenados. Todo se sucedió como una avalancha. El periodo de organización duró un instante y al siguiente ya estábamos gestionando una jornada cultural en la Casa de la Cultura Diego Rivera cuyo contenido se me encargó a mí. Yo acepté ese encargo como Forest Gump parecía aceptar las enormes responsabilidades en su vida: sin tener la menor idea de qué estaba pasando. Comenzamos a juntarnos prácticamente a diario. Lentamente empezaron a definirse tanto los miembros estables del grupo como los sitios para las reuniones. Estos sitios fueron: El Kino Bar, en ese entonces en la calle 5 de febrero, en ocasiones un bar de reggae y ska a un lado del Kino Bar (el cual cerraron poco después), la casa de David y a partir de cierto momento, mi casa, que al final sería prácticamente el cuartel oficial del 132 en León.

Las juntas y reuniones solían alargarse hasta altas horas de la noche. Todos estudiábamos o trabajábamos, pero mediante una alquimia muy a la “yo vengo entregar mi corazón”, hacíamos del cansancio un aliciente para seguir. Andábamos a ritmos forzados con ánimo inquebrantable. Sentíamos que lo que hacíamos era importante. Que éramos una parte pequeña de un cambio a gran escala. Organizamos marchas, imprimimos y repartimos volantes con datos relevantes para el electorado, pusimos tendederos informativos, dimos charlas en universidades, hicimos talleres para niños, nos comunicábamos con otras células del estado y también del país.

En ese tiempo excesivo, por supuesto, nos hicimos amigos. Muchas de las personas más entregadas, más valientes, más genuinas y, también, más extrañas que he conocido estuvieron en ese grupo. Hasta la fecha siguen siendo amigos entrañables que, a pesar del tiempo y la distancia, acuden al primer llamado si se les necesita.

Pero de ello podría escribirse un libro que ni mi memoria ni mi talento alcanzarían a esbozar. Esta historia es la de ese joven de barba corta, de pantalón de mezclilla y chamarra negra que lanzaba miradas de boxeador curtido en batalla. Es la historia de David.

Mi amistad con David fue distinta. Fue distinta porque estuvo signada por la literatura. En la que creo fue la segunda reunión tras aquella en el Forum Cultural, nos juntamos en su casa, un pequeño departamento en avenida Panorama. Al entrar lo primero que noté fue, en la pared blanca, un esténcil de la silueta de Pablo Neruda y un fragmento de un poema. Aquella tarde me causó una honda impresión. Con un seguridad y presencia notables, David iba hablando al vuelo como si escribiera. Cada frase suya parecía sacada de una novela combativa y muy latinoamericana. Pero había algo más allá, por debajo de todo aquello. La habilidad retórica no la tienen todos, pero tampoco es escasa. Era en cambio algo en su personalidad misma, algo en la forma que revelaba el fondo, una especie de desafío, de arrojo que sí hacía de aquello algo muy poco frecuente. El que antes parecía técnico en computación, se reveló de golpe como algo más interesante y más trágico: un poeta.

Pronto, en los tiempos muertos o en los ratos en que necesitábamos despejarnos y descansar, David y yo fumábamos y platicábamos largos ratos sobre novelas y cuentos, sobre escritores, sobre poesía y poetas, sobre nuestras ambiciones literarias. También sobre nuestras respectivas infancias tan dramáticamente distintas, la suya con su madre y su hermano, con dificultades, en una Ciudad de México caótica; la mía tranquila y levemente solitaria, en las afueras de León. Infancias, asimismo, tan dramáticamente parecidas en otros aspectos pues la infancia es casi siempre el mismo terruño interno de inocencia e ilusión. Él hablaba siempre con exuberancia, con metáforas envidiables que le venían tan naturales como a otros nos vienen las muletillas. Así lo recuerdo siempre, hilando imágenes literarias entre volutas de humo. Yo, en cambio, siempre he sido muy malo para hablar. Me tropiezo con mis palabras con la misma acentuada facilidad con la que me tropiezo caminando. Balbuceo y tartamudeo mientras espero que llegue un símil acertado, una anáfora musical, al menos una aliteración fortuita, pero todo lo que llega son lugares comunes.

Sin embargo, en el terreno de la escritura él veía en mí algo que valía la pena. Intercambiamos publicaciones. Yo un cuento que me publicó el Instituto de Cultura en 2011. Él un número de Punto de Partida en el que publicaron una magnífica crónica suya sobre un concierto de Real de Catorce. Recuerdo que al leerlo descubrí con pesadumbre que él era demasiado amable conmigo, pero estaba en otra liga y sentí vergüenza de darle mi cuento. Un chiquillo presumiendo que ya se sabe el círculo de sol a un dotado guitarrista.

Pero la amistad creció y se hizo más estrecha. Por la marcada diferencia de edad (9 años si bien recuerdo) y por la aún más marcada diferencia en experiencia, nuestra relación se tornó naturalmente en la de un hermano mayor y un hermano menor. Así lo quería y lo admiraba yo. Como al hermano que va muchos escalones arriba y que aún así voltea constantemente desde su horizonte, emprende la vuelta, extiende la mano para ofrecerla y sonríe como diciendo: “¿Qué pasa? No te quedes atrás”.

El 25 de junio del 2012, mi cumpleaños número 20, el grupo del 132 León me celebró con pastel, música y baile. Al final, David me regaló un libro. Una novela voluminosa, de portada rojo brillante, con tres siluetas de hombres delgados con sombrero en la portada, un poco desdibujados, como si caminaran en el aire ardiente del desierto. Se llamaba Los detectives salvajes y estaba escrita por Roberto Bolaño.