Postales de Nueva York (la despedida): Donde nuestro héroe conoció Manhattan en un día

Capítulo primero. Él adoraba Nueva York. La idolatraba de un modo desproporcionado… no, no, mejor así… Él la romantizaba desmesuradamente… eso es… para él, sin importar la época del año, aquella seguía siendo una ciudad en blanco y negro que latía a los acordes de las melodías de George Gershwin… eh, no, volvamos a empezar…

Así inicia Manhattan, la película de Woody Allen. Para mí la mejor de su muy amplia y desigual filmografía, incluso por sobre Annie Hall, pues, a diferencia de ésta última, aquí Allen se permite ser honesto y vulnerable, sin la máscara (siempre genial, pero máscara al fin) de la ironía y el cinismo. Es una carta de amor a la ciudad, la más bella carta de amor que se le ha dedicado en cine a una ciudad que es, hasta la fecha, la más filmada del mundo. En la introducción, Allen y David Lean (el director de fotografía) nos muestran una serie de planos fijos de la ciudad en blanco y negro. Planos que podrían ser fotografías de la revista Life o de Look. Y sobre ellos escuchamos Rapsodia en azul de Gershwin y la voz de Isaac (Allen) titubeando una y otra vez sobre el inicio de una novela que está escribiendo. Duda (naturalmente, ¿quién no busca las mejores palabras al escribir una carta de amor?) y se corrige sin cesar. A veces por ser muy cursi y otras por ser muy pesimista.

¿Por qué te cuento esto, lector? Porque yo ahora dudo, y he dudado por días y días cómo he de contar éste, mi único día en Manhattan. Y es que, en esta jornada en particular, la protagonista fue la ciudad y no las anécdotas. Una ciudad abrumadora, cuyo corazón múltiple late a 300 kilómetros por hora día y noche, compuesta de millones de personas de todos lados. Una especie de urbe mundial donde todo se reúne y se concentra. Una ciudad que imaginamos en el blanco y negro y las notas sucias de jazz callejero del cine noir, o en las tonalidades nostálgicas de las fotos de los 20, o en los relatos amenazantes de las mafias y los policías corruptos y los traficantes y los taxistas paranoicos, o en las historias conmovedoras de artistas y soñadores que lo dejan todo por triunfar o morir en la Gran Manzana. ¿Qué puedo ofrecerte yo, lector, que no te hayan ofrecido ya y de manera mucho más grandiosa?

Las grandes ciudades son, como las grandes obras de la literatura, ellas mismas más todas sus interpretaciones. Es decir, cuando uno lee a Shakespeare, es imposible leerlo como nuevo, se está leyendo a Shakespeare y a todo lo que se ha dicho, juzgado, elogiado y denostado de él. Así con ciudades como Manhattan o París, al conocerlas se tienen en mente las películas, libros y canciones que hablan de ellas o las tienen como escenario. Y, a pesar de ello, las ciudades (y los libros) aún pueden deslumbrarnos como un descubrimiento y es que, cuando son nuestros ojos, nuestro olfato, nuestra piel, nuestro oído; cuando son nuestro corazón y nuestra mente los que son atravesados por la flecha fatal de lo magnífico, ya es nuestra experiencia y la de nadie más. Y, justo como leer un gran libro, al terminar ya somos otros.

El puente de Brooklyn

El martes 27 de junio llegué al departamento de V., después del accidente con el metro, algo tarde. V. me ofreció un café en una taza que decía: I am enough. Me gustó. En este mundo polarizado en el que pareciera que, o tienes baja autoestima o eres pedante, el lema I am enough se me antojó un término medio saludable.

Kristin y yo partimos raudos, pues había que recorrer prácticamente toda la isla, de sur a norte en un día. Nuestra primera parada sería el puente de Brooklyn. Tomamos la línea 6 del metro y bajamos a un costado del City Hall. El día era soleado, pero no hacía mucho calor. Era el día perfecto para pasear. Yo traía mis lentes Ray Ban falsos de 100 pesos puestos y una especie de colita en el cabello y me sabía ridículo, pero me importaba poco. Nos unimos al río de turistas que avanzaban hacia el puente y de pronto me descubrí cantando New York, New New York y me sentí un cliché tan obsceno que me ruboricé.

El puente de Brooklyn, que constantemente aparece asediado por extraterrestres, mutantes, simios inteligentes y cataclismos; en la vida real sólo está asediado por turistas. Un flujo ininterrumpido de turistas que, en una coreografía peligrosa y espontánea, logran no chocar a pesar de que van en dos direcciones, con apenas una línea blanca en el suelo separando las corrientes opuestas, avanzando a muy distintas velocidades y con el reto agregado de que hay quienes van en bici, en patineta o en patines. A la distancia se veían interminables los selfie sticks, sobresaliendo de la multitud como lanzas en un batallón, en la extraña guerra de nuestra era por capturarlo todo.

Podrás pensar después de todo esto, lector, que soy uno de esos viajeros que, ejecutando el arte de escupir para arriba, odia a los turistas. Y la verdad sí. Tengo que admitirlo. ¿Quién que adora viajar no siente una especie de decepción al llegar a los sitios que le fueron prometidos en las postales, sólo para encontrarse con que, no están vacíos y dispuestos para él y sólo él (o ella, lector, o ella, perdona mi lenguaje no incluyente), sino atiborrados de gentuza que arruina nuestras fotos y ser únicos y especiales? ¿Y quién no ha sentido esa leve brisa de superioridad que surca el corazón al encontrarse en un sitio bellísimo que está solo? Incluso es frecuente que preguntemos por “los lugares auténticos”, a donde no van los turistas, como si nosotros fuéramos miembros fundadores de la ciudad y nos ofendiera la presencia de extraños en nuestros íconos… En fin. Sí, sí soy de este tipo de snobs, la verdad, pero en NY nunca me molestó. En parte porque estaba profundamente consciente de que sólo me faltaba una playera de I (corazón) NY para ser más evidentemente turista y en parte porque es una ciudad que requiere de la perpetua ebullición de personas por doquier. Es decir, los turistas ya son parte de la atracción turística.

Cruzamos el puente lentamente de ida y vuelta, fascinados por la forma en que los cables de suspensión y las estructuras de metal recortaban la vista de la ciudad en distintas porciones geométricas. Y después regresamos a tierra y nos dirigimos al distrito financiero, no sin antes encontrarnos con un rapero de calle que nos “regaló” su disco autografiado por 9 dólares.

Wall Street: Donde nuestro héroe probó por vez primera la comida india

Nos encaminamos a Wall Street, lugar donde los edificios empezaron a levantarse cada vez más altos. Llegamos a una pequeña plaza donde había muchos carros de comida, la mayoría de comida asiática: India, tailandesa y china. Yo ya tenía hambre (yo siempre tengo hambre, lector) y decidimos que era hora de parar a comer. Nunca había probado la comida india y Kristin me la recomendó ampliamente así que nos formamos en la fila del carro indio que tenía más éxito. Pedí un arroz extraño con pollo y unas somosas (triángulos de masa frita rellenos de carne y verduras; básicamente gorditas indias). Todo iba bien al pedir, pero luego el cocinero/cajero me preguntó algo y yo no entendí nada, así que instintivamente dije sí. Luego preguntó otra cosa, que tampoco entendí, y dije sí. Y una vez más: . Aparentemente accedí a que bañara mi comida en todas las salsas disponibles, pues terminé con un arroz caldudo y tricolor. Kristin tuvo un problema similar: aceptó salsa “de la que pica” y terminó tan enchilada que tuvo que darme su comida (y yo me sacrifiqué y comí doble, claro).

Seguimos nuestro camino y encontramos el famoso toro de Wall Street y a la ahora famosa niña que lo encara. Dudamos si cruzar la calle para acercarnos a ellos, pero estaban rodeados por decenas de turistas con selfie sticks, casi todos asiáticos. En todo el mundo es así, le dije a Kristin. En todas las estatuas, museos, etc. ves asiáticos tomando fotos frenéticamente. Kristin se rio y el hombre que estaba frente a nosotros volteó con un rostro muy severo: era asiático.

Central Park

Finalmente tomamos el metro de nuevo para subir hasta Central Park y nos bajamos en la calle 59, justo donde comienza el parque.

Central Park es muy probablemente, con más de 37 millones de visitantes al año, el parque más visitado del mundo. Es un oasis en ese océano de rascacielos y así fue pensado desde un inicio pues, entre 1821 y 1855 la población de NY se cuadruplicó y mientras la ciudad crecía con esteroides, los espacios abiertos se volvían cada vez más raquíticos. Los neoyorkinos, desesperados por alejarse de la vida en la ciudad, iban a los cementerios (hablemos de metáforas sobra la decadencia del crecimiento urbano). Para 1853, las autoridades de Nueva York destinaron 2.8 kilómetros cuadrados para ser preservados como bosque. Si te lo estás preguntando, lector, sí, todo eso lo saqué de Wikipedia (y también descubrí ahí que el parque tiene una población de 18 personas, vagabundos, 12 hombres y 6 mujeres).

Kristin y yo entramos al parque, un lugar inmenso, tapizado de una enorme gama de verdes, con árboles muy altos sobre los cuales se alzan todavía los edificios, nunca dispuestos a dejarte olvidar que son los amos y señores de la ciudad. Paseamos con calma, mirando a las ardillas y niños que retozaban, a los corredores y ciclistas, y a los que se acostaban en el pasto a leer.

En el mismo parque, a la altura de la calle 72, nos encontramos con el círculo Imagine, en el suelo. John Lennon vivió sus últimos años en el edificio de departamentos Dakota, situado a esa altura del parque. Lennon solía pasear en la zona del parque más cercana a su casa, la cual, decía, era su preferida. Ahí, Yoko Ono esparció las cenizas de Lennon. Cinco años después de la muerte del ex Beatle, Ono organizó una ceremonia en su honor en ese espacio del parque que fue rebautizado: Strawberry Fields. A la ceremonia asistieron muchos diplomáticos de distintos países y casi todos llevaban regalos: La URSS envió abedules; Canadá, arces; Holanda, narcisos; y la princesa de Mónaco, conejos hembras. Nápoles envió un círculo de mosaico en cuyo centro se leía: Imagine. Este círculo se ha convertido en uno de los íconos del parque y yo estaba emocionado por verlo, pero una vez ahí, a decir verdad, me sentí bastante decepcionado. Me habían dicho que alrededor se reunían personas a cantar canciones de Lennon o de The Beatles, y era cierto, pero sólo me tocó escuchar a dos señores cantando (a destiempo y muy desentonados) Hey Jude, canción escrita y arreglada enteramente por Paul McCartney. El resto de los turistas sólo se formaban a tomarse fotos y luego se iban. Todo aquello no podía ser menos ad hoc a John Lennon. Nos fuimos.

Continuamos paseando por la vera del lago artificial llamado con singular ingenio: The Lake. Cruzamos el Bow Bridge y nos demoramos ahí un rato, mirando los botecitos verdes de remos en donde parejas y amigos remaban, con el bosque de fondo y, encima, el icónico edificio art decó, Eldorado, con sus dos torres. Pasaba ya de las seis de la tarde y la luz caía suavemente sobre el agua, como si estuviese cansada.

Finalmente nos sentamos en una de las bancas alrededor de la fuente de Bethesda y le compramos aguas heladas a un hombre en bicicleta que hacía su agosto (en junio) vendiendo botellas de agua que mantenía frías en bolsas de plástico con hielos.

Nos enfilamos hacia la salida, no sin antes encontrarnos con el reglamentario saxofonista (el cual estaba tocando una rola famosa de los Beegees, irreconocible hasta casi al final, cuando sí le atinó a las notas correctas) y a la también infaltable bandita de jazz.

Dejamos atrás ese rectángulo natural encajado en el corazón de la ciudad por antonomasia y pasamos el umbral para devolvernos al asfalto y a donde nos esperaba la avenida más conocida del mundo (quizás sólo igualada por Champs Elysées y por el López Mateos): La 5ta avenida.

La Quinta Avenida

Manhattan, lector, es una ciudad en la que hay que elegir entre la tortícolis y el vértigo: es decir, o ves hacia arriba estando en la calle, lo cual requiere una torcedura de cuello; o ves hacia abajo desde algún elevado piso de rascacielos, lo cual siempre invita al salto que ponga el punto final a esta novela de sinsentidos que llamamos vida moderna. A mí me tocó solamente el lado de la tortícolis, pero el castigo soportado por el cuello valía la pena.

La 5ta avenida es, hay que decirlo, un carnaval de lo superfluo y también, una especie de alegoría de los males del mundo. En hilera se suceden, una tras otra y sin descanso, las tiendas de diseñador más costosas del orbe, conviviendo con iglesias de distintas denominaciones, como la Catedral de St. Paul. Tan sólo en la tercera cuadra partiendo desde Central Park, Kristin y yo vimos la Trump Tower y, enfrente, la tienda de joyería Cartier que anunciaba en un escaparate un conjunto inspirado, supuestamente, en la obra de Julio Verne. Esa visión me causó una tristeza profunda. La obra de Julio Verne, brutalmente malinterpretada para vender un collar con montones de diamantes, en un mundo donde cientos de millones de personas no tienen para comer y otros tantos millones son analfabetas y no pueden ni gozar de la obra de Verne. Mujeres con narices perfectas y maquillajes de cientos de dólares se pasean con bolsas de decenas de miles de dólares y zapatos de miles de dólares; y hombres con trajes de miles de dólares y cortes de cabello de cientos de dólares miran sus relojes de decenas de miles de dólares; y a los costados de las calles algunos vagabundos piden centavos.

Sin embargo, no todo es este frío contraste del mundo consumista y capitalista, también existe el fenómeno excepcional de la globalización, que en cada cuadra de Manhattan se vive en su máxima expresión. En un recorrido de treinta metros se escuchan montones de idiomas y se ve a hombres con turbantes y mujeres con burkas, a rabinos ortodoxos con su estricto uniforme de traje y sombrero negro, a personas con el tercer ojo hinduista en la frente. A latinos, negros y caucásicos de todas las latitudes posibles. Es como una especie de villa universal, un arca de Noé del nuevo siglo, reuniendo todos los códigos genéticos en espera del siguiente diluvio.

Y, por si no ha quedado claro, por encima, La Ciudad, su majestad, con sus decenas de mega edificios como puntas en una corona interminable. Cada rascacielos más alto que el anterior, más suntuoso que el anterior, más vertiginoso que el anterior… todo llenando los ojos en un ataque incesante de megalomanía.

El incidente en el Rainbow Room

Siguiendo por la 5ta avenida, nos desviamos un poco en dos ocasiones, una para conocer la Biblioteca Pública (una chulada de biblioteca) y otra para visitar Grand Central.

Grand Central es uno de los sitios más poéticos de NY. No sólo por su inestimable carga referencial: fotos, películas, libros… sino también por su magnetismo estético y narrativo: una suma de su belleza arquitectónica con, sobre todo, su carácter de epicentro efímero de destinos. Kristin y yo entramos y subimos las escaleras para contemplar el enorme vestíbulo. Por las altas ventanas entraba la luz en torrentes precisos, cortando la oscuridad como certeras navajas de sol, iluminando las figuras oscuras que se mueven en tropel y en todas direcciones abajo, orbitando el icónico reloj de cuatro caras. Caminos cruzados durante un instante, azarosamente, bajo la bóveda de la central que reproduce las constelaciones.

Estuvimos ahí un rato, sólo mirando (eso debes aprender, lector, a veces sólo hay que detenerse a mirar), y luego decidimos que era hora de ir al Rainbow Room en el edificio Rockefeller.

Verás, lector, al ir a NY, habrá personas (generalmente guías turísticos con ligas oscuras e impías con alguna mafia turística) que te recomendarán pagar un montón de dinero por formarte horas y subirte al Empire State. Otros (igualmente coludidos con el mal) que te dirán que subas al mirador del edificio Rockefeller, algo también muy tardado y costoso. Pero están aquellos que, como uno, viajan con un módico presupuesto, y buscan tu bien. Ellos te recomendarán subir al restaurante llamado Rainbow Room, también en el Rockefeller, pero apenas un nivel debajo del mirador. Por una cantidad de dinero ligeramente menor, podrás ver Manhattan en todo su esplendor y además tomar un trago en una mesa. Yo le había pedido a Kristin que me permitiera invitarle algo en NY como agradecimiento por todo lo que había hecho por mí, así que pensé que invitarle un cóctel ahí sería buena idea. Pero, estando en Grand Central, Kristin (quien posee eso que llamamos erróneamente sentido común), evaluando nuestra vestimenta (precaria, lector, precaria) se preguntó si cumpliríamos con las normas de etiqueta. Llamó a su hermano, Rolf, para consultar con él y Rolf le dijo: Entren ahí con sus tenis baratos y su frente muy en alto y pidan una cerveza. Así que fuimos.

Llegamos al edificio Rockefeller (aquel que en navidad siempre aparece con un enorme árbol y una pista de hielo), entramos y buscamos cómo llegar al Rainbow Room, sin éxito. Le preguntamos a un empleado que, amablemente, nos dijo que siguiéramos los enormes letreros brillantes que decían Rainbow Room y que indicaban el camino.

Al llegar, tuvimos que hacer fila y, mientras esperábamos, Kristin me dijo que dejara mi mochila en el guardarropas. Me acerqué a la joven que atendía ahí y le pregunté si debía dejar mi mochila. Ella me miró de reojo mientras acomodaba un abrigo en una percha y dijo: Ellos apreciarían que la dejaras. (¿Quiénes eran ellos? ¿La familia Rockefeller? ¿Los illuminati? ¿Los reptilianos?). Accedí y estaba por entregarle la maleta cuando por fin reparó en mí y en mi aspecto. Me miró de abajo a arriba: las botas manchadas y viejas, el pantalón de mezclilla de la Línea de Fuego, la playera verde con manchas de sudor y un hoyito cerca del hombro, el rostro deformado por el cansancio, el cabello grasoso apelmasado de sudor y luego sentenció, de la manera más amable posible: Creo que no lo dejarán entrar sin camisa de cuello doblado, señor. Recordé un capítulo de Los Simpson en que Homero encuentra un restaurante francés muy elegante y, al acercarse, el jefe de meseros le dice: Por favor aléjese de aquí sin hacer mucho escándalo.

Salimos de ahí, derrotados una vez más por mi falta de estilo, y continuamos nuestro camino hacia Times Square.

Times Square

Antes de llegar a Times Square pasamos por una tienda (de entre cientos) de souvenirs baratos y de mal gusto, atendida por indios (alguna curiosa mega red ultrapoderosa de indios y chinos expatriados debe existir, lector, la cual controla todas las tiendas de baratijas y recuerditos horribles alrededor del mundo). Fue difícil elegir entre tantos calzones y tangas, cojines felpudos, monigotes cabezones y esferas de nieve con temáticas de la gran manzan; pero finalmente me decidí por un oso de peluche disfrazado de la Estatua de la Libertad, un imán para el refri y una corbata turbo espantosa para mi hermano. Kristin llevó dos corbatas de la misma cepa para su esposo y para uno de sus hijos.

La corbata que le compré a mi hermano

Salimos hacia Times Square, otro sitio reclamado por turistas, que, a pesar de ser cliché, es espectacular. Ya estaba anocheciendo y parecía mediodía debajo del fulgor de las decenas de megapantallas que asaltan a la vista como vendedores infatigables de un millón de lúmenes, promocionando series, películas, obras de teatro, celulares, internet de paga, maquillaje y un largo etcétera. En ese momento pensé, a pesar de estar fascinado, que en verdad el mundo está loco y que, quizás, Manhattan es la isla donde silenciosamente se acordó instalar el manicomio global.

La cena más costosa y a la vez más barata

Una vez que desperté del trance lumínico de Times Square, Kristin y yo emprendimos el largo regreso al departamento de V., pasando por el famoso edificio Flatiron (el edificio planito), y por parques y calles que desconozco, pero que también merecerían el estrellato.

El sol, al fin, se rendía ante el peso del cielo y lentamente se acercaba al horizonte, pintando las calles de oro y cobre, reflejando su fulgor último en las miles de ventanas de Nueva York.

Ya que el Rainbow Room había sido un fracaso, yo aún le debía a Kristin una cena, de forma que poco antes de llegar con V. y habiendo encontrado un restaurante apetecible, le dije que me dejara invitarla a cenar ahí. Yo, ilusamente, pensé que estando lejos del centro de Manhattan, el precio sería accesible, no obstante, una vez que entramos, me di cuenta de mi error.

Luz de velas iluminaba el interior enteramente revestido de roble (o alguna madera cara, pues). Los meseros estaban todos vestidos de elegantes pingüinos y en su rostro se adivinaba que recibían propinas superiores a mi quincena. Una amable señora nos dirigió a nuestra mesa y yo me sentí agradecido simplemente de que no me corrieran de nuevo. En la mesa a un lado de nosotros, un grupo de amigas cuyos abrigos probablemente costaban más que mi casa, cuchicheaban los chismes de la semana, mientras yo me infartaba viendo el precio de los platillos.

Kristin, con su candidez habitual, me dijo: Creo que podríamos pedir una entrada para compartir, porque todos los platos son muy caros. Sentí una punzada de vergüenza. Todo ese viaje había sido posible gracias a ella, y ahora estaba preocupada por el costo de lo único que yo iba a invitarle. Hice de cartera corazón y le dije que pidiera lo que quisiera.

Así lo hicimos. Ella pidió una pasta (no recuerdo de qué tipo) y yo unos ravioles. Cuando la mesera se disponía a contarnos los vinos que iban mejor con esas pastas, la interrumpimos y pedimos cerveza, como queriendo decir: Amiga, ¿no ves nuestro atuendo? Con suerte y vamos a poder pagar.

La cena estuvo deliciosa, aunque algo pequeña para mi siempre ambicioso estómago, así que me llené de los panecitos con mantequilla que nos trajeron para acompañar. Mientras cenábamos, Kristin y yo hablamos de la ciudad, del paseo, del viaje en general (pues sabíamos que estábamos en el umbral del fin) y yo, silenciosamente, me puse a pensar en la suerte que tengo por haber conocido a esa mujer que tiene la bondad de Cristo, Buda y Santa Clos juntos. Una mujer que podría ella sola llenar una lista de BuzzFeed de los 25 gestos más generosos del mundo. La conocí hace cinco años y medio y, aunque tan sólo nos hemos visto en persona cuatro veces, aunque no es mi familia, me ha ayudado como nadie. Y cuando le pregunté una vez por qué hacía todo eso por mí, me respondió que así era la vida, que a veces estábamos en el lugar y momento correctos para ayudar a otros y que luego me llegaría ese momento a mí. Cuando le dije que qué podría hacer para pagarle, me pidió que ganara el premio Nobel de literatura y que la incluyera en mi discurso de aceptación, pero que fuera pronto para que tuviera aún edad para viajar a Estocolmo y asistir a la premiación.

Hay una canción de Ben Howard llamada Waiting on an Angel, donde dice: “So be kind to a stranger, cuz’ you never know, it might just be an angel knocking at your door”. Hace cinco años y medio, en una fila para una conferencia en San Miguel, una mujer me preguntó cuáles eran mis novelas latinoamericanas favoritas. Era una completa extraña, pero no sólo le contesté, sino que quise acompañarla y guiarla por la ciudad en los días siguientes. Resultó ser un ángel.

La cena costó 76 dólares y fue la cena más cara de mi vida, pero si me preguntas, lector, si hubiera costado 760 habría sido una ganga, pues cómo agradecer tanta bondad, cómo poner un valor a ese inmenso deseo de ayudar.

Washington Park y el final

Al salir del restaurante nos dirigimos a Washington Park. Ahí, Kristin llamó a su familia y yo di una vuelta por el parque. Ya eran cerca de las diez de la noche.

Hubo un breve y extraño episodio en que, un hombre pequeñito y una mujer robusta (por no decir gorda, pero sí era gorda) se enfrascaron en una ruidosa pelea que mantuvo a todos los presentes en el parque en vilo. La mujer le gritaba (el hombre estaba muy lejos de ella): You’re a pussy! y el hombre sólo hacía gestos con los brazos. Luego, la mujer empezó a hacer la finta de que arremetía contra él y el hombrecito, al ver eso, saltaba hacia atrás apabullado (no era para menos, la mujer al menos duplicaba su tamaño). Siguieron así un rato hasta que la mujer se hartó y comenzó a corretearlo, en algo tan ridículo como una especie de Tom y Jerry de maniáticos citadinos. Finalmente fue claro que la mujer era la mandamás, pues el hombrecillo sólo huía de ella, y entonces la extraña señora comenzó a acercarse a la gente y a gritar: Yes, he is the little pussy of the park. Luego, ambos, de nuevo como curiosos personajes en una novela de Roberto Bolaño, desaparecieron en la noche.

Me senté a la orilla de la fuente central de Washington Park y pensé que había tenido la experiencia completa en NY: había estado en un apartamento suntuoso en NoHo y también en un cuarto en Brooklyn, me había perdido en el metro, había paseado por Central Park y por la 5ta avenida, había visitado el Puente de Brooklyn y Times Square, había comido en un restaurante carísimo y también en un puestito callejero. Y, ahora, justo al final, había presenciado la pelea de dos psicópatas neoyorkinos en un parque.

Sentado ahí, pensé en todo. En ese viaje fantástico que no esperaba. En esa ciudad mítica que siempre soñé y que ahora había conocido y que parecía un sueño más profundo y más inalcanzable.

Y vuelvo a preguntarte, lector. ¿Cómo contarte todo esto? ¿Cómo describirte la ciudad? Pero, sobre todo, ¿Cómo describirte mi paisaje interior? Una cosa es nombrar a la rosa, pero otra enteramente es sentir su aroma. ¿Si te describo las calles, el océano de rostros diversos, la cascada inacabable de voces, la orquesta del caos, el aroma a asfalto, el pulmón de Central Park…? ¿Si te cuento de las ratas que merodean los rieles del metro, de los vagabundos que leen el braille del asfalto, del color del césped bajo la luz de junio, de los cristales de agua en el lago, de la luz rota y quemante del ocaso en los cristales de los edificios…? ¿Si te cuento Nueva York, cómo puedo presentar ante ti mi alegría? ¿Cómo puedo hacerte sentir esa felicidad, lector? No puedo y esa es mi derrota final. Pero fui feliz. Ese día fui tan feliz.

Borges decía: “A mí me ha sucedido a veces caminar por una calle, doblar en una esquina y sentirme misteriosamente feliz; y no me he preguntado por qué, pues sé que si pregunto, encuentro demasiadas razones para ser el hombre más desdichado del mundo; de suerte que no me conviene hacer esas inquisiciones. Uno debe aceptar esas rachas de misteriosa felicidad y agradecerlas, de igual modo que uno debe aceptar siempre la dicha, la amistad, el amor, aunque sea indigno de ellos”.

Soy indigno, lector, de esa felicidad. Quizás por eso no sé contarla. Pero imagina que me acompañas. Imagina que por última vez en este viaje me acompañas, que te sientas a mi lado en la fuente y miras, por debajo del arco en honor a Washington, en la noche clara de Manhattan, el Empire State. Y que eso, lector, eso es la felicidad que quise compartirte. E imagina, como Isaac en la película de Woody Allen con la que comenzamos, que por hoy ésta fue nuestra ciudad y que siempre lo será.