3 letreros para puertas

  1. 1.       Lázaro

Conocí a Lázaro en una cerrajería. Al llegar a la entrada abierta donde un hombre viejo hablaba sin interrupción, Lázaro se me acercó y me miró a los ojos. Sólo esto bastó para adivinar que detrás de esa estampa de ingenuidad y ternura había una profunda y madura tristeza.

Pregunté al hombre que con el torno le hacía surcos a mis nuevas llaves, qué le pasaba a Lázaro. – Nada – me respondió secamente. – Él es así, parece que está triste, pero no, más bien es tranquilo. –“Tranquilo”… “Tranquilo”. Nada más lejano de la verdad. Lázaro se recuesta en la banqueta, pone su cabeza, con todo el gigantesco peso de su nostalgia sobre sus patas delanteras y sumerge la cola en sus pesares. Lázaro está muy lejos de la tranquilidad. Algo le inquieta. Seguramente un recuerdo, seguramente un imposible.
Me dan mi llave y me despido del viejo que no para de hablar, del cerrajero que al parecer no sabe ver y de Lázaro, aunque él no me ve, él sólo mira fijamente las manos de su amo quien maneja el torno, ocupado en otras llaves. Sólo me queda la esperanza de que quizás, Lázaro en silencio aprende y aguarda… aguarda el momento en que pueda fabricarse unas llaves que lo dejen salir por la noche de su patio, cruzar la calle y abrir la reja de enfrente para dormir al fin a un lado de aquella cocker spaniel que tantos sueños le ha robado.

  1. Pedro

Pedro, mientras rotas la manivela del torno, mientras aras los diminutos surcos en el metal dorado, mientras cavas las hendiduras que han de accionar los mecanismos de tan diversos destinos que jamás conocerás;  piensas un momento en tu propio destino. Mitigas la voz del viejo Leopoldo que en  la puerta sigue hablando como siempre de su hijo y de su difunta esposa y piensas en el hijo que fuiste, piensas en tus padres que al nombrarte Pedro te imprimieron el camino que habías de recorrer, el camino de cerrajero triste y eterno, y piensas luego cómo les supiste retribuir negándolos cada vez que los gallos cantaron sin esperar jamás que lo hicieran tres veces. Piensas en tu esposa que tanto esperó de ti, piensas en la paciencia que te tuvo y piensas en la poca que le tuviste cuando halaste el gatillo y la enterraste en el patio. Piensas finalmente en tu pequeño que tanto habrá de sufrir, huérfano y con el mismo nombre que cargas tú. La llave está terminada y la miras como las miras a todas al acabarlas sabiendo que ninguna de ellas ni ninguna que quede en el porvenir logrará abrirte las puertas que a ti ya no te esperan después de la muerte.

  1. 3.       Don Leopoldo

A las 6:45 llegó Don Leopoldo esta mañana y estaba verdaderamente indignado por las llaves que le entregó Pedro ayer. Ninguna de las tres copias funcionaba, ni abrían la puerta de entrada, ni la de la cocina, ni la del cobertizo. Era algo terrible, de verdad Pedro tenía que ser más cuidadoso, ese tipo de errores no podían seguir surgiendo. Una vez que llegó el errado cerrajero, Leopoldo lo recibió con una buena carga de ensayados regaños, de aquellos que en la voz de octogenarios siempre tienen sabor a recomendaciones.

Una vez que Pedro le aseguró que se encargaría de arreglarlo le pidió que se sentara a lo que Leopoldo respondió que no podía, que había mucho que hacer, que no por ser un anciano tenía tiempo de sobra, que todo lo contrario – todo esto lo dijo mientras tomaba asiento – que ése era el problema de las nuevas generaciones, que creían que uno podía andar por la vida sin preocuparse por aprovechar cada segundo, y que justo aquellos descuidos eran la causa de que llevara años sin decirle una palabra a su hijo, que por cierto quién sabe dónde andaría; y que también era por eso su mujer había sido tan desdichada, porque se le había ido la juventud sin haberle dejado nada. Luego habló de él, de que no había el mundo de creerse que el viejo y viudo Leopoldo necesitaba ayuda que en verdad él siempre había sido un lobo solitario y no necesitaba de nadie – las llaves ya habían estado listas hacía horas – y esto se alargó hasta las ocho de la noche cuando ya Pedro tenía que cerrar y Leopoldo se despidió de él diciéndole que mejor que ésas sí funcionaran porque si no, no le pagaría y así, murmurando se alejó.

Llegó a su casa y abrió la puerta sin problemas. Fue a la cama y dejo las llaves en la mesa de noche sobre un montón de copias acumuladas y antes de dormir puso el despertador a las 6 de la mañana para ir bien temprano a reclamarle a Pedro.

El arqueólogo de lo cotidiano

Muchos (incluyéndome a veces) no comprenden su labor. Andando por calles que nunca han sido contempladas por las grandes universidades como posibles recipientes de la historia, recoge pedacitos de ciudad. Un resorte roto por acá, una corcholata doblada, una vara… Pequeño arqueólogo de lo cotidiano mi hermano. Desenterrando objetos a ras de suelo, coleccionando y diseccionando piezas clave del ayer más olvidado por ser el más cercano.
Y una vez acabados sus estudios, una vez tomadas las notas, una vez sacadas las conclusiones, relega sus tesoros a rincones de su cuarto, al museo que construye bajo su cama; y como muchos otros grandes arqueólogos parte de nuevo a sus arenas de Egipto, a sus selvas sudamericanas, a sus cañones de Jordania, a las grietas por donde se precipita el tiempo en reversa que para él están en las calles de León de Los Aldama.
Pequeño arqueólogo de lo cotidiano mi hermano, con una gran tarea, estudiar al hombre a través de sus ruinas frescas, comprender a la ruina que ahora es el hombre.

Carta de un niño indignado a un periódico irresponsable

Señores del periódico «Mañanero»:

El otro día mi papá compró su periódico porque el señor que se los bende ya no tenía del periódico que siempre compramos y entonses como le urjía saver cómo abía quedado el partido del domingo compró el suyo y yo espero que eso ya no buelva a pasar porque la berdad es que su periódico es muy malo.

Mientras mi papá beía la sexión de deportes yo tomé otra sexión y la primara notisia que vi fue una de que unos ladrones se estavan robando las tapas de unas alcantarillas del centro y luego desía que no abían atrapado a ninguno de esos ladrones y entonses yo pensé que si no abían atrapado a ninguno entonses no podían saber si de berdad eran ladrones los que se llebaron las tapas y no deberían de poner en el periódico cosas que no saben bien. Podría ser que esas tapas las estubiera quitando una familia de conejos que ya no encuentra madrigueras o qué tal que es un señor minero que ya no tiene mina y está buscando nuebas o un abenturero que quiere encontrarse con terrivles corcodilos para pelear o un señor desos que buscan ciudades antiguas o unos caballeros que quieren aserse escudos o hasta como mi tío Edelmiro que quita tapas desas y de otras para derretirlas y luego benderlas ya echas otras cosas.

Yo ya no boy a comprar su periódico y le boy a desir a mi papá que él tampoco lo compre porque no disen cosas berdídicas.

Atentamente: Luis Arturo Romero Gómez.

(La redacción y la ortografía de Luis Arturo fueron respetadas, sólo se agregaron acentos donde se debía para que fuera más legible)

Cosas Perdidas

Me inquietan las cosas perdidas. No es el no encontrarlas, es el que su existencia se prolongue. Que continúen ocupando un espacio en el mundo, un espacio insospechado que ha escapado a todo intento de conquista. Me inquieta su presencia secreta, su latir perpetuo. Su necedad de aferrarse al mundo, de permanecer, escondidos y reclamandonos eternamente con diálogos de vacío el que hayamos dejado de buscarlas.