Conocí a Lázaro en una cerrajería. Al llegar a la entrada abierta donde un hombre viejo hablaba sin interrupción, Lázaro se me acercó y me miró a los ojos. Sólo esto bastó para adivinar que detrás de esa estampa de ingenuidad y ternura había una profunda y madura tristeza.
Pregunté al hombre que con el torno le hacía surcos a mis nuevas llaves, qué le pasaba a Lázaro. – Nada – me respondió secamente. – Él es así, parece que está triste, pero no, más bien es tranquilo. –“Tranquilo”… “Tranquilo”. Nada más lejano de la verdad. Lázaro se recuesta en la banqueta, pone su cabeza, con todo el gigantesco peso de su nostalgia sobre sus patas delanteras y sumerge la cola en sus pesares. Lázaro está muy lejos de la tranquilidad. Algo le inquieta. Seguramente un recuerdo, seguramente un imposible.
Me dan mi llave y me despido del viejo que no para de hablar, del cerrajero que al parecer no sabe ver y de Lázaro, aunque él no me ve, él sólo mira fijamente las manos de su amo quien maneja el torno, ocupado en otras llaves. Sólo me queda la esperanza de que quizás, Lázaro en silencio aprende y aguarda… aguarda el momento en que pueda fabricarse unas llaves que lo dejen salir por la noche de su patio, cruzar la calle y abrir la reja de enfrente para dormir al fin a un lado de aquella cocker spaniel que tantos sueños le ha robado.
Pedro, mientras rotas la manivela del torno, mientras aras los diminutos surcos en el metal dorado, mientras cavas las hendiduras que han de accionar los mecanismos de tan diversos destinos que jamás conocerás; piensas un momento en tu propio destino. Mitigas la voz del viejo Leopoldo que en la puerta sigue hablando como siempre de su hijo y de su difunta esposa y piensas en el hijo que fuiste, piensas en tus padres que al nombrarte Pedro te imprimieron el camino que habías de recorrer, el camino de cerrajero triste y eterno, y piensas luego cómo les supiste retribuir negándolos cada vez que los gallos cantaron sin esperar jamás que lo hicieran tres veces. Piensas en tu esposa que tanto esperó de ti, piensas en la paciencia que te tuvo y piensas en la poca que le tuviste cuando halaste el gatillo y la enterraste en el patio. Piensas finalmente en tu pequeño que tanto habrá de sufrir, huérfano y con el mismo nombre que cargas tú. La llave está terminada y la miras como las miras a todas al acabarlas sabiendo que ninguna de ellas ni ninguna que quede en el porvenir logrará abrirte las puertas que a ti ya no te esperan después de la muerte.
A las 6:45 llegó Don Leopoldo esta mañana y estaba verdaderamente indignado por las llaves que le entregó Pedro ayer. Ninguna de las tres copias funcionaba, ni abrían la puerta de entrada, ni la de la cocina, ni la del cobertizo. Era algo terrible, de verdad Pedro tenía que ser más cuidadoso, ese tipo de errores no podían seguir surgiendo. Una vez que llegó el errado cerrajero, Leopoldo lo recibió con una buena carga de ensayados regaños, de aquellos que en la voz de octogenarios siempre tienen sabor a recomendaciones.
Una vez que Pedro le aseguró que se encargaría de arreglarlo le pidió que se sentara a lo que Leopoldo respondió que no podía, que había mucho que hacer, que no por ser un anciano tenía tiempo de sobra, que todo lo contrario – todo esto lo dijo mientras tomaba asiento – que ése era el problema de las nuevas generaciones, que creían que uno podía andar por la vida sin preocuparse por aprovechar cada segundo, y que justo aquellos descuidos eran la causa de que llevara años sin decirle una palabra a su hijo, que por cierto quién sabe dónde andaría; y que también era por eso su mujer había sido tan desdichada, porque se le había ido la juventud sin haberle dejado nada. Luego habló de él, de que no había el mundo de creerse que el viejo y viudo Leopoldo necesitaba ayuda que en verdad él siempre había sido un lobo solitario y no necesitaba de nadie – las llaves ya habían estado listas hacía horas – y esto se alargó hasta las ocho de la noche cuando ya Pedro tenía que cerrar y Leopoldo se despidió de él diciéndole que mejor que ésas sí funcionaran porque si no, no le pagaría y así, murmurando se alejó.
Llegó a su casa y abrió la puerta sin problemas. Fue a la cama y dejo las llaves en la mesa de noche sobre un montón de copias acumuladas y antes de dormir puso el despertador a las 6 de la mañana para ir bien temprano a reclamarle a Pedro.