Diario 2020-2022, parte VIII

Domingo 14 de febrero, 2021

Dos de las pinches tarde con treinta y cinco minutos y apenas me estoy espabilando después de mi último turno nocturno. Días y días perdidos y nunca descanso. Estoy harto y me siento enfermo de guardarme esta frustración, este enojo, de dirigirlo solo a mí o a este cuaderno. Quizás es una señal clara de que debo enviar el cuento Xolotl al concurso. Es, ante todo, un cuento honesto y eso es lo que importa. Importa en el nivel más profundo porque la literatura, sea esta de la forma y denominación que sea, debe ser ante todo verdadera. Podrá servirse de engaños, inventos y mentiras, podrá incluso ser escrita por una persona falsa, pero si es literatura dirá la verdad, incluso a veces a pesar del autor.

En otro nivel, el general, debe ser honesta porque de qué sirve ganar premios o ser publicado si es con escritos posados, donde la mente o la mano ha sido forzada por el interés o la vanidad.

Esta es la lección que cada maldito concurso vuelve a enseñarme y que me rehúso a aprender: ser honesto en la escritura, ser espontáneo, aprender a trabajar, crearme una disciplina, cultivar el oficio, sí, pero siempre desde algún impulso interno que no necesariamente tiene que ser la proverbial inspiración – tan infrecuente – sino la necesidad, el hambre, la duda, el asombro, el dolor, el sufrimiento, la gratitud, el amor… Comprender también que esto no siempre – y de hecho casi nunca – dará frutos. Y que eso está bien.

Viernes 19 de marzo, 2021

Ayer terminé de leer Huckleberry Finn por primera vez. Algunas impresiones y observaciones rápidas:

Las declaraciones iniciales de Mark Twain son honestas y no nada más un chiste:

«Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración serán arrestadas; las personas que intenten encontrar una moraleja en ella serán desterradas; las personas que intenten encontrar una trama en ella serán fusiladas«.

Es verdad que no hay trama, o al menos no en el sentido clásico. No hay otra trama que la que otorga el curso del río. Es verdad también que no hay moralejas. Hay un enorme dilema ético al centro de la novela, navegando el Mississippi junto con Huck y Jim desde el inicio, pero no hay admoniciones o parábolas facilonas que uno pueda llevarse a casa guardadas en el bolsillo, satisfecho consigo mismo.

No es una novela de formación. Huck no crece, no cambia. Vive muchas experiencias traumáticas, en ocasiones de una violencia tremenda, y sin embargo ninguna de ellas es «transformadora» porque ya cuando lo conocemos al inicio, Huck ha pasado por montones de eventos que en una narrativa tradicional serían el trauma nuclear y cuando nos despedimos de él, el muchacho está listo para emprender otra aventura sin pensárselo dos veces.

El mejor momento de la novela y lo que en realidad parece su conclusión es sin duda el omento en que Huck decide condenarse al infierno con tal de salvar a Jim. Su decisión está basada en una lógica clarísima (lo correcto de acuerdo a las escrituras sería denunciar a Jim pues es propiedad robada y debe devolverse a sus dueños, pero Huck es amigo de Jim y pone la lealtad sobre lo que «está bien») y con una ligereza maravillosa acusa la horrible lógica de la esclavitud. Después de eso, sin embargo, el libro se desinfla. Incluso recuerdo que Borges, que famosamente amaba esta obra de Twain, opinaba lo mismo: después de esa decisión fundamental de Huck, entramos a una comedia menor con Tom Sawyer a cargo.

Mi amiga Kristin dijo: «Twain deja al lector irse libre de culpa» al comparar la situación de la raza en Moby Dick y en Huckleberry Finn. En el momento me pareció injusto, pero tiene toda la razón.

La pregunta es, sin embargo, ¿está mal? No. Porque Huckleberry Finn es otra cosa. Moby Dick es la vida adulta, Huckleberry Finn es la infancia, simplemente la infancia. Ahí Roberto Bolaño tiene razón.

Jueves 25 de marzo, 2021

Acabé de leer Great Expectations.

Una nota rápida sobre Dickens:

Mann decía que el estilo grotesco es lo más anti-burgués que hay. Dickens se regocija en lo grotesco. Ahora podemos leerlo como un baluarte y modelo de lo tradicional y lo sentimental, pero pensemos que escribía en la era de Thackeray y George Eliot, quienes escribían más bien sobre la aristocracia, mientras que Dickens hundía su nariz en los callejones mugrientos y las fábricas infestadas de ratas para retratar a sus habitantes y lo hacía siempre con gracia, pero también (seguramente recordando su niñez tan difícil) con compasión. Esto en su tiempo, me parece, era radical y, bien leído, en el nuestro también.

Domingo 28 de marzo, 2021

Acabé de leer A Good Man is Hard to Find y Everything That Rises Must Converge de Flannery O’Connor. Excelente. De las lecturas más emocionantes que he tenido en mucho tiempo y dos de los mejores volúmenes de cuentos que he leído en mi vida. Un control férreo de su mundo. Como al dios que tanto adoraba y – como todos los católicos, me imagino – temía, dibuja los destinos fatídicos de sus desdichados personajes sin que le tiemble nunca la mano.

Hay tantos grandes escritores cosmopolitas que nacieron aquí, vivieron allá y murieron acullá. Hay tantos otros con mundos enormes, cuyos personajes se encuentran en distintas latitudes, cruzan fronteras, hablan muchos idiomas. Pero aquí tenemos a Flannery O’Connor, quien murió de lupus a los 39 años y quien apenas y dejó el estado de Georgia en su vida; ella, cuyos horizontes se limitaron a las granjas, a su madre, a sus gallinas y pavorreales; ella escribió un mundo reducidísimo, pequeñito y monótono. Siempre hombres y mujeres de campo, siempre en el sur, siempre temas religiosos explícitos o tácitos, siempre el castigo brutal. Y sin embargo su mundo está tan completo o más que los de aquellos escritores que agotan el globo terráqueo. Sus elementos son pocos y las variaciones son limitadas, pero como si fueran los pasajes más terribles del antiguo testamento, acechan la conciencia y permanecen. Qué textura, qué visiones.

He estado pensando que tal vez apenas ahora comienza mi auténtica formación literaria. Quizás hasta ahora había seguido adelante por el puro impulso falso de los elogios tempranos, de la supuesta promesa, del talento precoz. Pero ese combustible se ha agotado y ahora enfrento por fin algo que llevo mucho tiempo sospechando aunque no había tenido la entereza de aceptarlo: todo es falso, es fachada. Hay un talento genuino, eso es cierto, y una vocación, eso también, pero no hay cimientos suficientes ni andamiaje sólido. No hay atajos ni trucos, solo trabajo, dedicación y disciplina.

Y dejar espacios, rendijas, errores por donde puedan respirar la imaginación y el instinto.

¡Qué balance más difícil!

J.L.F.

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