Diario de un lector: de Los detectives salvajes a 2666, parte II

En ese entonces, yo tenía poco, poquísimo tiempo libre. Entre la universidad y el 132 apenas y me quedaba tiempo para dormir 6 horas diarias. Entonces empecé a leer Los detectives salvajes en todos los minutos que podía arrancarle al día. Lo leía en el camión, lo leía caminando, lo leía antes de dormir y al despertar, incluso, inspirado por la lectura voraz de uno de los protagonistas del libro, comencé a leerlo mientras me bañaba: con una mano sostenía el libro fuera del alcance de la regadera y con la otra me enjabonaba.

Creo que no exagero si digo que el libro me embriagó. Que estaba bajo su influjo poderoso. Esta alienación libresca no es inusual con Bolaño y en particular con Los detectives salvajes. Son muchos quienes han comparado esta novela con Rayuela de Cortázar precisamente por su impacto en los jóvenes. Jóvenes que llegaron a estas novelas como lectores comunes en busca de un reto, de una alegría, quizás hasta de una epifanía, y salieron de ellas como discípulos, habiendo encontrado un modus vivendi y un código de honor. Y es que Los detectives salvajes es una novela que se escapa de sus márgenes, de sus páginas, que lo va ocupando todo, que coloniza. Es por eso que Alan Pauls llamó a Bolaño un conquistador que no escribe, sino que puebla. Puebla sus densas páginas de personajes, anécdotas, pesadillas, ciudades, sensaciones, pero sobre todo puebla el mundo allá fuera, el mundo del lector, con su voz. ¿Cuántos lectores jóvenes no habremos comprendido por vez primera el mal que aquejó a Alonso Quijano hasta que leímos Los detectives salvajes?

Pero esta colonización es paradójica y cruel, ya que, aunque el libro empieza a apoderarse de la vida del lector, al mismo tiempo no son pocos los lectores que descubren – yo no fui la excepción –, con una mezcla de intensa melancolía y quemante fascinación, que la vida que emana ese libro es más vida que la vida propia. Que a los hombres y las mujeres que se pasean en los renglones les corre una sangre más roja y más caliente. Y que esos poetas alucinantes, son más poetas que cualquiera de nosotros porque han comprendido que la poesía no necesariamente tiene que escribirse para ser poesía. Esos detectives salvajes se han acercado como nadie a la respuesta porque saben que el detective es detective no porque resuelva, sino porque no para de buscar. La vida es el poema mayor y la pesquisa final.

En mi caso, sin embargo, el mal quijotesco/bolañesco se encontró con un caldo de cultivo idóneo para esparcirse ya que en ese momento (yo así lo creía) mi vida trazaba líneas que, o bien corrían paralelas a, o bien intersecaban las líneas de Los detectives salvajes. Muchos de los episodios que recuerdo vivamente de mi tiempo en el 132 son, precisamente, episodios que en mi mente podrían haber sido evangelios apócrifos – una bondad desmedida, quizá más bien fan fictions – de Los detectives salvajes.

Queda así en mi memoria una breve estancia en Temacapulín, Jalisco, a donde fuimos a apoyar como pudimos al grupo de resistencia que sigue tratando de evitar el hundimiento de su pueblo para la construcción de una presa. Recuerdo la noche fresca de Temaca, de una oscuridad casi pretérita, de un tiempo sin electricidad; el paranoide y tautológico monólogo de un carpintero viejo y de barba muy blanca y sombrero de caña que repetía una y otra vez que los paramilitares vendrían por nosotros con motosierras; la visita, ya en la madrugada, a un estanque de aguas termales, de apariencia fangosa compensada por la belleza de la luna que brillaba a sus anchas, en donde nos reunimos para relajarnos y nos encontramos con un trío de españoles, dos hombres y una mujer, todos jóvenes y medio hippies; la pelea que por suerte no estalló cuando la chica, desnuda y sumergida en un semisueño de marihuana, confesó entre risas haberse orinado en el estanque que todos ocupábamos,cosa que a sus compañeros les causó mucha risa a pesar de que un local acababa de decir minutos antes, con ellos presentes, que consideraban sagrado ese lugar; todo lo cual hizo que David y otro muchacho llamado César comenzaran a llamarlos gachupines y a citar la demolición del Templo Mayor bajo las órdenes de Cortés, cosas que los españoles no entendieron para nada, pero comprendieron el tono y, acto seguido, optaron por irse.

Queda así en mi memoria una noche larga y llena de ansiedad en que esperábamos que sacaran de la cárcel a David, a dos chicas del grupo llamadas Mata y Siboney, y a otros simpatizantes que habían sido detenidos durante una marcha, sin más motivo que una grosera ineptitud de la autoridad leonesa, apabullada por una marcha enorme en una ciudad hasta entonces más bien aquiescente. Recuerdo la luz pálida que salía de CEPOL e iluminaba muy apenas el cerro, mientras entregábamos, a través de las rejas, comida y cobijas para los que dormirían dentro.

Queda así en mi memoria una reunión de varias células del estado en Guanajuato capital. Recuerdo el camino hacia el sitio de la reunión, subiendo por callejones hasta esas zonas guanajuatenses que ya no son tocadas, ni por error, por turistas; recuerdo el nerviosismo palpable, la azotea de cemento, la noche que se cernía, la orden de apagar celulares y quitarles las pilas, los discursos que, en ocasiones, se echaban un clavado en la hipérbole apocalíptica y auguraban una revolución en la que los primeros caídos seríamos nosotros. Recuerdo también la noche que pasamos en vela recorriendo las calles de León para tomarle fotos a las mantas electorales, con una amiga llamada Denisse rogándome que no me quedara dormido mientras nos adentrábamos en Chapalita a las tres de la mañana.

Y recuerdo, claro, los momentos de alegría, que sí los hubo. Un festival por la democracia a los pies de las escaleras de la Alhóndiga de Granaditas, donde David y yo improvisamos unos versos para los Leones de la Sierra de Xichú, versos que los maestros respondieron con otros, llamándonos “raperos”, agradeciendo nuestras buenas intenciones, pero también diciendo entre líneas: “Aquí es donde juegan los grandes, niños, no se vayan a lastimar”. O una fiesta en casa de David a la que vinieron primos míos de México, en donde bebimos Tonayán como si fuera el mezcal ‘Los suicidas’ de Amadeo Salvatierra; fiesta en donde yo, ya reducido por el alcohol, traté de defender que Jesucristo había sido el primer hípster para luego proponer hacer parkour en la azotea, cosa que mis primos hicieron con gracia y habilidad, David sin habilidad pero con dignidad, y que yo hice muy a mi estilo, estrellándome con todo y despertando con moretones enormes en el cuerpo. Recuerdo, en breve, la música compartida, los bailes, el compañerismo, la esperanza, las interminables juntas que devenían, casi sin querer, en tertulias. Esa sensación de una tribu en donde yo nos veía a todos como trasuntos de los y las poetas que palpitaban en la novela que leía.

Pero sobre todo recuerdo, en esa tonalidad novelada, mis charlas con David. Charlas que parecían una sola, un diálogo torrencial que salía de una misma cantera inagotable. No fueron pocas las oportunidades en que los últimos en dejar las reuniones éramos él y yo. No fueron pocas tampoco las ocasiones en que salíamos hacia la noche, a veces ya sin decir nada, fumando un último cigarro y alejándonos por las calles oscuras del centro antes del boom de la Madero.

David no era ajeno tampoco al influjo Bolaño. Al regalarme la novela decidió releer su edición. Así que a ratos platicábamos al respecto. Discutíamos nuestras partes preferidas y, cuando por fin la terminé, platicamos un buen rato en mi cocina, tomando café, sobre nuestra interpretación del enigmático final en donde García Madero, el poeta más joven del grupo, parece ser el único que queda en pie y mira al futuro incierto con aplomo.

David solía llamarme así: García Madero.

Pero todo termina. Terminó la novela y no mucho después también terminó el 132. Y yo me di cuenta, con una tristeza muy honda, que mi vida no estaba escrita por Roberto Bolaño. A partir de ese momento algo importante cambió en mí. Fue como si la última carta de esperanza que tenía bajo la manga hubiera resultado ser insuficiente para ganar la partida. Tengo la impresión de que en aquel momento ardía y desde entonces sólo crepito. En otras palabras, creo que algo importante de mi juventud murió allí.

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En noviembre del 2012 David y yo fuimos publicados en un mismo número de una revista de breve existencia llamada Dédalo. Estábamos contentos. Ambos sabíamos que Juan Villoro y Roberto Bolaño, quienes eran amigos, habían sido publicados también en un mismo número de Punto de Partida cuando aún no eran nadie. Quisimos ver en aquello un buen presagio. Platicamos al respecto un mes después, durante una de las últimas reuniones, ésta ya de pura amistad. Fue entonces cuando, por vez primera, David me habló de 2666.